El intruso |
En
mi época adolescente, lo que me interesaba de Borges no eran sus
escritos, me acuerdo que sentía admiración y envidia cuando lo imaginaba
entrando a la Biblioteca Nacional. Lo imaginaba caminando entre las
estanterías, tomando algún libro medio olvidado para sacudirle el polvo.
Lo imaginaba conversando en inglés con Stevenson o en francés con
Verlaine o en italiano con Giacomo Leopardi porque el viejo hablaba un
montón de idioma y no necesitaba traductores para charlar con sus autores
preferidos. Esta
sensación me persiguió durante muchos años. Fue hasta que un día, yo
también fui bibliotecario, pero de una escuela secundaria en la periferia
gris de París. Sin embargo, allí las cosas no eran tan pasiva como me lo
imaginaba a Borges en la Biblioteca Nacional de Argentina. Con el tiempo me fui acostumbrando, bastaba
hacer 35 pasos, subir 23 peldaños, adjuntarles 38 pasos más y al final,
a la izquierda de mi ruta, se encontraba la puerta cuidadosamente cerrada
que separaba dos universos distintos : el de la imaginación y el de las
realidades concretas. De un lado, estaba la realidad de un mundo
cruel, una especie de guerra permanente entre el saber y la ignorancia,
entre la comunicación y la desconfianza, entre la circunspección de los
adultos y la vivacidad de los adolescentes. Ese universo lo cruzaba todos los días y
todos los días me protegía de esos adolescentes, que me observan
recorrer la sala de los pasos perdidos con unas ganas locas de triturarme,
de hacerme triza como se podía ver en sus ojos, porque ellos también me
consideran responsable de la herencia del caos social que les dejaron. ¡Y, paradójicamente, les daba la razón
!... Con el correr del tiempo, aprendí también
a protegerme de los adultos que me observaban desconfiados. Ellos
sospechaban que ese no era mi lugar, que yo era una especie de quinta
columna, de vaya a saber qué horda de marginales, un poco como esos seres
salidos de la imaginación apocalíptica de los filmes de Spilberg. No
obstante, los adultos respiraban mejor la desconfianza y me sonrían por
cortesía. Ellos, eran los profesores, y estaban para
atacar con sus conocimientos a esos adolescentes que se atrincheraban
contra los muros o que restaban sentados en la escalera del hall de
entrada esperando que suene el clarinete que los llevase al combate
cotidiano. Los adultos estimaban que eran ellos los propietarios de un
discurso estatuido, correcto y sano. ¡Y, paradójicamente, también les daba la
razón!... Con el correr del tiempo, investidos en un
abanico de estados anímicos, los unos y los otros se protegían con heroísmo
de quienes parecían ser sus enemigos. Los unos pretendían mostrar que
eran más fuerte que los otros. Pero, en realidad, creo que ellos se
protegían mas bien de gente como yo, que, con un aire gracioso, con una
sonrisa entre los labios y una mirada melancólica construida en las
incompatibilidades de la vida representaba para los adolescentes la trampa
de los adultos. Y, para los adultos, representaba la complicidad de los
adolescentes. Todos los días yo sonría a los unos y a los otros con una
enorme piedad, puesto que todos los días me prometía solemnemente ser
amable y cordial. Yo cruzaba a pié las fronteras de mi barrio
para ir hasta la escuela secundaria, con el único pasaporte de quien
gusta morder la existencia deleitable de lo cotidiano. Todos los días, yo
llenaba mis bolsillos de esperanzas y silbando como un jilguero casto,
finalizaba por abrir ese universo borgeano cerrado a doble desconfianza. Del otro lado de la puerta había un mutismo
de objetos latentes: casi seis mil historias vivientes y perspicaces que
adormecían metódicas y repertoriadas entre las estanterías
cuidadosamente ordenadas. Sobre la puerta, del lado del universo real,
estaba escrito en grande: CDI. Un Centro de Documentación y de Información
del liceo sin que nadie sepa exactamente lo que eso quería decir. Muy
pocos sabían qué tipo de documentación existía allí ni quién hacía
circular la información. En el mejor de los casos, todos pensaban que era
un centro para recibir los alumnos a causa de la ausencia de una sala
especializada o por el simple desconocimiento de la noción de la palabra
pedagogía. Visto de esta manera, la puerta entre los
dos universos era un regulador entre la sabiduría de los adultos
profesores y la incompatibilidad de ser jóvenes, dentro de un régimen
dictatorial donde el saber se construye industrialmente. Y, como en todo
sistema dictatorialmente democrático, la democracia de la enseñanza pública
estaba llena de incomprensibilidad. A veces, continuaban a denominar el CDI :
“la biblioteca”, atados a antiguas reminiscencias románticas, como si
el pasado fuera mejor que el presente y el futuro fuera la incertidumbre
de un caos que los adivinos incorporan en el tarot de la “4° tecnológica”,
que era la clase donde iban a terminar sus días los insurgentes, los
revoltosos, los “analfabestias”. Con el correr del tiempo, esas anomalías se
acentuaban aún más y los unos y los otros me observaban con aire insólitos,
absortos, como si yo fuese el chiflado guardián de vientos. ¡Y, paradójicamente, les daba la razón
!.... Del otro lado de la puerta, en el sector
interior, había un mundo imaginario, mágico en su esencia y profano en
su mensaje moralista. Parado desde la puerta, y mirando hacia el interior,
uno descubría a la izquierda los armarios murales con volúmenes de gestión
del tiempo perdido, de administración de empresas que ninguno administraría
y de economía de almaceneros explicando la globalización de la
mortadela. Luego seguía una especie de biblioteca vitrina donde estaban
exhibidas 28 revistas en 4 idiomas diferentes. Inmediatamente, le seguía
la Torre de Control, compuesto por un gran escritorio en forma de L, donde
la desconfianza era la madre de la seguridad que renacía de sus cenizas
como el Ave Fénix, cada diez segundos, puesto que allí se aprendía
hacer confianza a los unos y a los otros desconfiando de todos al mismo
tiempo. Parado desde allí, desde las puertas
internas de vidrio y observando hacia la derecha de la sala, se podían
ver otros armarios de cinco niveles, apoyados sobre las paredes, con
manuales escolares y anales llenos de diversos ejercicios. Catálogos con
ejercicios rápidos de algunos años escolares anteriores y recetas mágicas
para finalizar el bachillerato sin estudiar demasiado. En ese punto, la
sala giraba bruscamente más a la derecha para tropezar sobre la puerta
del escritorio de una orientación profesional que nadie profesionalizaba. El CDI estaba construido en forma de semicírculo,
en una perspectiva de fuga casi tocando las ventanas. Allí estaban
acomodadas 4 largas bibliotecas de doble exposición, para que los autores
se defiendan de los invasores, apoyándose espalda contra espalda. En el
centro de la sala, del lado derecho, se elevaban otras dos bibliotecas de
5 comportamientos. Sobre la izquierda, y en el centro mismo del corazón
de vigilancia, también había otra biblioteca con tres compartimentos. En
el medio del local, más tranquilamente, estacionaban las últimas
estanterías compuestas de cuatro especialidades diferentes. Todos los
muebles tenían la misma altura y todos fueron apuntados sobre cinco
niveles, creando pasajes entre las paralelas. En el Centro de Documentación y de
Información cohabitaban 2 482 autores sobre el sudor de 19 420 títulos. Entre la Torre de Control, los armarios, las
bibliotecas, los pasajes y la puerta de entrada protegida por un policía
electrónico, se dispersaban 17 mesas rodeadas de 63 sillas silenciosas aún
cuando estaban invadidas por la insolencia de esos adolescentes que
quieren restar adolescentes, por esa manía que tienen de atarse a su
edad. La distribución de muebles no era casual.
Los libros se abrazan entre las estanterías con una ternura metódica y
parecían dormir como bestias salvajes, esperando que alguno se acercase
para devorarle la ignorancia. Esas bestias se burlaban de los unos y de
los otros. En el corredor de la derecha, los
historiadores remaban sobre el océano del pasado en interpretaciones
científicas y, generalmente, hipotéticas. Del lado izquierdo, jugaban a
la payana los fabricantes de sueños y parpadeaban nerviosos entre las
novelas que iban desde
lo fantástico de sus elucubraciones delirantes al materialismo del
pensamiento humano. Parecía que esos fabricantes de imágenes se quejaban
por no haber sido jerarquizados en el bulevar de los filósofos, de los
psicoanalistas o de los sociólogos. Un solo personaje, el Juanca, el
provinciano escapado de la debilidad de un novelista, sonreía excitado
sobre sus cuatro volúmenes de historias insensatas y de consejos pedagógicos
que nadie leería. Allí, todos los libros se encimaban cariñosamente
según el orden que le diera la Torre de Control. Pero también estaban
los novelistas, que pudieron cruzar la sala y desayunaban, a caballo, en
las bibliotecas subordinadas a los grandes autores y, a veces, en un
equilibrio caprichoso producido por la incomprensión intelectual y que
seguramente Gabriela Vidal lo hubiera puesto en otro orden. Sin embargo,
Balzac que conocía bien la gente por haber escrito “La comedia
humana” y Pagnol, el campesino, tenían gestos de desenfados por no
haber sido recompensados en la prestigiosa avenida de la literatura
francesa, sobretodo porque ellos sabían que había inmigrantes que se
infiltraban en su lugar. El alemán Hôlderlin se hacía el idiota y
silbaba mirando a los otros poetas. Los poetas sabían muy bien que en la
galería vecina, la de bellas artes, no había racismo y todos los
artistas cohabitaban sin ninguna dificultad. Picasso discutía de política
con Manet, mientras Miró escuchaba las aventuras místicas del colorado
Van Gogh. Todas las mañanas, yo cerraba la puerta del
CDI delicadamente para evitar que se mezclasen los intereses de los dos
universos, según las instrucciones explícitas y concretas de la Torre de
Control. Sin embargo, cada mañana cuando llegaba yo
tenía una actitud diferente. Me detenía para saludar a mi colega de
trabajo: el policía electrónico, y que su tarea consistía en prevenirme
con un grito agudo cuando un autor pretendía fugarse debajo de algún
brazo al baño del exterior sin la autorización de la Torre de Control. Luego de saludar a mi colega electrónico,
yo improvisaba. Si pensaba en los ojos gris-verdes de Jessie, la hermosa
profesora de historia, penetraba por el corredor de la derecha para
compartir con los historiadores la complicidad de un exquisito placer.
Pero si cuando entraba a la escuela me encontraba con la sonrisa seductora
de Carolina, la profesora de economía, yo arrancaba por la izquierda
acariciando las publicaciones “Alternativas Económicas”, “Problemas
Económicos” y las mentirosas estadísticas del INDEC. En cambio si me
cruzaba con el “buen día” cosmopolita de María Magdalena, entraba en
diagonal hacia los autores extranjeros. Y si, por casualidad, me había
cruzado con la elegancia refinada de Sonia, la profesora de informática y
siempre enfrascada en su microcosmo de nuevas tecnologías, entonces
pasaba directamente hacia la Torre de Control para poner en funcionamiento
la computadora, dónde se encontraban prisioneras las almas de todas las
obras y los deseos voluptuosos de los autores profanos puesto que, cuando
la profesora de informática me miraba, ella lograba mezclar aún más en
mi cabeza todos los iconos ya mal acomodados desde mi nacimiento. No obstante, cualquiera fuera mi manera de
entrar, yo siempre terminaba en la Torre de Control antes que la
comandante, jefa de la biblioteca, me criticara la libido de mi origen
indio. ¡En la Torre de Control estaba terminantemente prohibido tener
fantasías extrañas!... Entonces yo me servía un café para calmar mis
pensamientos epicurianos y me preparaba para recibir la inminente invasión
de los intrusos. En general, los primeros intrusos eran los
adolescentes que, a fuerza de ternura salvaje y de gritos cariñosos,
terminaban por aprender que la puerta debía mantenerse siempre cerrada y
que la educación también transcurría por la avenida de la cortesía,
con un “buen día” sonriente enarbolado como bandera de guerra. Los segundos intrusos eran los otros que sádicamente
caminan murmurando entre dientes el complot que preparaban contra los
primeros intrusos. Ellos no sabían cerrar la puerta y, muchas veces,
hasta olvidaban en la sala del saber el valor de los buenos modales. Ellos
terminaban por ensuciar el interior de ese templo mágico con su imagen
inexorable del exterior. Y sin embargo, a los adultos no tenía que
decirles nada, apenas debía sonreírles: ¡Consensus omnium !... Parado sobre el escritorio de la Torre de
Control me preparaba a atacar lo cotidiano. Con el ojo izquierdo miraba
las sillas silenciosas donde se sentía un aire a la respiración nerviosa
de los incomprensibles, y, con el ojo derecho, vigilaba a mi colega: el
policía electrónico que tenía la costumbre de cansarse rápido y
terminaba quejándose con sus sonidos metálicos. Este ejercicio físico
era más complicado que tratar de casar los teoremas de Pitagora y de
Castillón en la municipalidad de las aritméticas. Entonces, yo debía
subir mis anteojos sobre la cabeza para agrandar el campo de visión, aun
cuando sabía que mi comandante pensaba, que eso era una simple coquetería
intelectual mía y que me caracterizaba como seductor de profesoras en
necesidad de afecciones. En el CDI se desconfiaba de los adolescente,
de los adultos, de los empleados administrativos, de los celadores, del
portero y hasta se desconfiaba del propio cacique, que de tanto en tanto
aparecía en gira triunfal cerrando las manos de los unos y los otros como
buen político en campaña electoral. Había quienes murmuraban que el
gran cacique ya acumula tres empleos diferentes en contra de las leyes de
rigor. Yo siempre me dije que en el siglo próximo se lo iría a preguntar
directamente aún cuando me acusase de sindicalista y me mandara a la
enfermería por meterme en cosas que no debía. En el CDI, en la Torre de Control todo era
explícito: había que sonreír y saber observar atentamente, puesto que
un ojo advertido vale más que un chocolate azucarado y uno evitaba la
desaparición de algún autor. El delirante profesor de filosofía me
criticaba porque él debía trabajar el doble y yo me rascaba detrás de
la cabeza sonriéndole a las adolescentes. Pero yo estaba orgulloso de ese
trabajo puesto que me había convertido en el rey de la encuadernación
de libros. La Torre de Control lo reconocía y me recompensaba a
menudo con dos galletitas de cereales, un caramelo dietético y un café
descafeinado porque mi jefa siempre estaba a dieta y, si tenía suerte,
hasta podía escuchar su risa cristalina cuando trataba de explicarme sus
regímenes para adelgazar mientras dormía. Otras veces venía el profesor
brasileño para discutir conmigo la pedagogía del fútbol o, Víctor el
anarco, con sus irónicas matemáticas y que le encantaba preparar
centenares de ejercicios incomprensibles desde el día que descubrió que
era una manera simple de ganarse la tranquilidad con los adolescentes. La comunidad educativa se encuentra en el
Apocalipsis de una sociedad mutante, yo lo sé, todo el mundo lo sabe,
pero pareciera que nadie lo comprendía. Parecía ser que antes los jóvenes
se peleaban con los puños cerrados y que hoy lo hacen con cuchillos.
Parecería que antes no existía la violación y que se pedía autorización
a los padres para hacer el amor con sus hijas. ¡Parecería!... Pero yo
todavía conservo la cicatriz de una cuchillada en mi estomago, una herida
en el brazo y en la pierna de dos balas, y tengo una amiga que todavía no
digirió una violación de hace ya 27 años, durante el periodo de la
insurrección sexual. No obstante, un amigo diputado que se sienta sobre
la cultura trató de explicarme la metamorfosis de la sociedad. Lo hizo
durante cuatro horas casi hasta la madrugada; en todo caso fue hasta que
el whisky desapareció de la botella y que yo no llegué a saber ni
siquiera mi nacionalidad. Aparentemente, los unos han perdido sus
puntos de referencia como quien pierde los zapatos y los otros olvidaron
que los axiomas estaban impregnados de lógica. Archímede, que se tuerce
de risa colgado en el trapecio de las matemáticas, estaba allí para
atestarlo. Sin embargo, siempre había un neófito que
repetía que la violencia era parte de la cultura humana y que la angustia
dominaba más que el amor. Pero yo, que soy un ignorante diplomado, tengo
que reconocer solamente dos cosas que me angustian en la vida: la primera,
es la injusticia de cualquier color que fuere. La segunda, es cuando
Georgy, mi novia adolescente, me mira fijo a los ojos con su mirada marrón
clara abriendo ligeramente su boca en un gesto de sorpresa porque yo ya
había comido en la cantina del liceo y ella me esperaba con un pollo a la
crema inglesa. Es en esos momentos, que siento que todo mi cuerpo tiembla
de emoción y que hasta mis medias se sonrojaban. Entonces, me angustiaba
a causa del origen indio de mi concupiscencia porque ella se había
enamorado sin querer enamorarse de su profesor particular y tenía la
marca en el orillo de “te quiero para mi sola” como las mercaderías
de lujo en las vitrinas de la Galerías Lafayette de París. A la Torre de Control no le gustaban nada
mis incursiones al universo de las realidades concretas. A lo mejor, ella
tenía miedo que el síndrome de los unos y los otros me contamine. Y, paradójicamente, le daba la razón !... La
contaminación es un virus social que produce la transformación del
cerebro y, hasta pareciera ser que hace tanto mal como las vacas locas o
la fiebre aftosa. Papá Freud, sentado en el sillón de los intelectuales
perversos, trataba a menudo de encontrarme un justificativo sin darse
cuenta que mi libido se desbordaba sobre mis anteojos. Con el correr del tiempo, en el liceo me
acostumbré a autocensurarme, mirar sin ver, a escuchar sin oír, a
aprender sin comprender. Y, cuando el timbre automático de mi estómago
me señalaba que ya era mediodía, procuraba saber humildemente si yo había
logrado quedar intacto en ese campo de batalla. Entonces, recién entonces
retornaba sobre mis pasos, descendía la escalera silbando ante la mirada
escandalizada de los celadores y la sonrisa admirativa de la bella
profesora de historia. Desandaba los 35 pasos que me separaban de los
portones de la entrada y cuando salía a la calle respiraba con fuerza el
aire de la inepcia. Luego caminaba tranquilo por la acera, entre
los unos y los otros, porque afuera de dónde se fabrican los seres
humanos, ellos llegan a cohabitar menos separados y menos constipados.
Entonces, pensaba en Jorge Luis Borges que pasó la mayor parte de su vida
entre los muros de una biblioteca nacional. A veces, él solía decir que
los libros eran
materias sublimes. Y le creo, porque él era ciego...
y yo estúpido de nacimiento. De todas maneras, hasta el día de hoy, cada que salgo de liceo para regresar a mi casa, respiro profundamente el aire folklórico de la estación de depuración de aguas servidas y, allí, en ese momento preciso, sabiendo que mi inglesita adolescente me espera con un pollo con salsas dulces, siempre siento la importancia de ser un enorme e insignificante bibliotecario en el liceo del barrio vecino y me creo Borges esperado por su secretaria que nunca supo hacer de comer. La biblioteca tiene un sistema perfecto, inventado para ocultar esos viejos profesores decrépitos en una sociedad de conversión y estudiantes que no se interesan por autores con anteojos. Entonces, como al descuido, yo meto las manos en los bolsillos para tocar mis testículos y verificar si todavía se encuentran en su lugar puesto que “errare humanum est, credo quia absurdun !...” |
Juan Carlos Alarcón
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