El extranjero |
Esta
historia, podría comenzar a relatarla como lo hubiera hecho mi padre
durante mi infancia. Empezaba mostrando en su rostro la característica de
la narración. Por ejemplo, si era un hecho inventado esbozaba una
sonrisa, si lo que diría tenía una connotación histórica adquiría un
aire solemne, y, si su exposición era triste, ponía cara de
circunstancias. En consecuencia, con mis hermanos nos fuimos acostumbrando
a observarlo detalladamente antes de escucharlo, eso nos adelantaba el
contenido de sus relatos. Sin embargo, por más que me contemple en un
espejo, no logro imaginar la cara que yo pondría si tuviera que narrar
esta historia a mis nietos. De cualquier manera, poniendo cara o no, se
podrá creer que es la fabulación absurda de un escritor o de un
fabricante de sueños, aunque los acontecimientos se hayan producido tal
cual lo relato. Me
sucedió a fines de la década del ochenta, venía de regresar a mi ciudad
natal después de once años de ausencia trajinando de un lado a otro por
el mundo. A causa de una dictadura donde los soldaditos jugaban a la
guerra con el pueblo, con mi mujer y mis hijos tuvimos que salir
recorriendo gran parte de Europa. Cada dos años nos instalábamos en un
país diferente, con un idioma diferente y una cultura diferente, que
nunca finalizábamos por asimilar completamente y que nos hacía sentir
extranjeros en cuerpo y alma, no importa dónde ni con quién estuviéramos. Esta
sensación me persiguió a lo largo de casi toda mi vida, a tal punto que,
cuando regresé a Córdoba por primera vez en ese período, comprobé que
la transformación era tanta que me sentí extranjero en mi propia ciudad.
Digamos que por entonces estaba tan harto de vivir esa impresión, que
decidí mudar de actitud con respecto a la gente. Al fin y al cabo, era la
misma gente la que me producía esa sensación poco tranquilizadora. El
caso de mi mujer y de mis hijos era distinto. Desde que se instalara de
nuevo la democracia, ellos iban y venían entre Córdoba y las ciudades
que debíamos habitar de tal forma que la referencia de identidad no se
les confundía mucho. Recuerdo
que cuando puse los pies en Córdoba, lo primero que experimenté fue un
sentimiento extraño, que me produjo una malestar anímico y dolores en el
estómago. El cambio que se había producido durante mis años de ausencia
era tan grande, que ni siquiera existía ya ese clima seco y sano del cual
me sentía orgulloso. Córdoba no era la misma de antaño y su fisonomía
me resultaba tan desconocida como cualquiera de esas ciudades en las que
aterrizábamos por primera vez. Habíamos
llegado el día anterior y luego de saludar a toda la familia, como
correspondía, decidimos hacer un recorrido, a vuelo de pájaro, por las
calles céntricas. Allí volví a sentir esa sensación infausta, que
carcomía mi interior y traté de explicarme, en todo caso para mí mismo,
tratando de calmar la angustia que me roía : "No sos turista, es la
ciudad donde naciste, dónde pasaste la adolescencia, dónde te casaste y
donde nacieron tus primeros hijos". Sin embargo, esta explicación no
sirvió de mucho. Además la familia no serví de mucho y nos preguntaba
¿para qué volvíamos si en Europa se vivía mejor?. A
la mañana siguiente, la sensación continuaba enquistada, tenía que
vencer ese estado anímico antes de que me separase definitivamente de mis
raíces provincianas o me volviera loco. Decidí enfrentar la calle,
tratando de luchar contra un pasado que agonizaba en mis recuerdos y que
debía recuperar, pero ya nada era como lo había dejado once años atrás.
La evolución física me producía un enorme vacío y la memoria sería lo
único que me permitiría rescatar las vivencias perdidas. Entonces decidí
salir a caminar por el área peatonal. Tomé
el ómnibus y me dirigí al centro, pero tuve que preguntar al colectivero
dónde debía descender para ir hasta el lugar que deseaba, porque hasta
el recorrido había cambiado. Luego me encaminé en dirección a la Pizzería San Luis que, por fortuna, todavía continuaba existiendo
y a pesar que se encontraba cerrada por la hora me alegré tener un punto
conocido de referencia. Continué caminando sin rumbo. A veces buscaba los
negocios que habían sobrevivido a mi ausencia y, otras tantas, observaba
las personas procurando identificar rostros familiares, cuando creía
lograrlo me sentía contento, pleno de dicha, como si le hubiera ganado
una partida a la nostalgia. y concluí por entrar a un bar en la calle 25
de Mayo. Estaba
en el bar bebiendo un licuado de banana con leche cuando lo vi entrar. Era
un hombre que aparentaba tener unos cincuenta y cinco años, pero
seguramente no llegaba a los cincuenta. Un bigote al estilo Alfredo
Palacio le daba el aire más adulto, su expresión me resultaba conocida.
Fue un instante de ansiosa búsqueda lo que me sobresaltó hasta lograr
ubicarlo en mi memoria, habíamos sido compañeros de escuela en el
establecimiento La Chacra, como le solíamos decir por entonces al colegio
secundario Deán Funes. Y cuando pasó por mi costado le salí al
encuentro. -
¿José Lorenzi...? El
falso Alfredo Palacio me miró desconcertado, yo lo hice fijamente,
directo a sus ojos, procurando hurgar en su interior. Dio la impresión de
hallarme un aire familiar, pero dudaba. Once años de ausencia terminan
por cambiar nuestra apariencia exterior y, con José Lorenzi, hacía
veinte años que no nos veíamos, tal vez por eso respondió un poco
desconfiado. -
Sí, efectivamente... -
¡Soy Pablo Ramallo! Fuimos juntos al secundario -expliqué rápido orientándolo
en sus recuerdos. Me reconoció, me abrazó espontáneamente y nos
sentamos en la misma mesa donde yo estaba ubicado, para rememorar anécdotas
de nuestra adolescencia. Si
mi pasado pretendía morir sepultado en el tiempo, no estaba dispuesto a
permitirlo, pensaba luchar para aferrarme a él, con ese encuentro
fortuito, venía a revivirlo. El destino había venido en mi ayuda y me
sentía feliz. Después
de haber criticado el aumento de todo como buen cordobés, José me comentó
que se había casado hacía un montón de años y que tenía un puñado de
hijos. Era ingeniero en la empresa de Luz y Fuerza y la vida parecía
sonreírle sin grandes problemas. Cuando sus palabras parecían habérsele
acabado, quiso saber sobre mi existencia y me lo preguntó directamente.
Entonces sentí una sombra invadir mi interior. Pensé, que si le
comentaba que yo continuaba en el exilio por temor a mis fantasmas que los
últimos once años había estado viajando de un lado para otro, seguro
que me haría sentir extranjero. Se interesaría más por conocer
costumbres y cultura de los países que yo había visitado, que continuar
hablando de nuestras cosas, aún cuando en esa época ya eran demasiadas
antiguas. Por otro lado, yo no tendría tampoco la autoridad para hablar
del país ni de la ciudad ni del Club Racing de Nueva Italia, mis palabras
no tendrían credibilidad para dar una opinión. Un extranjero puede
recrear un hecho, asentir o no una posición local, interrogarse por los
acontecimientos o los resultados, mostrar el punto de vista lejano de la
distancia, pero nunca podrá juzgar los eventos como un testigo histórico,
como quien los ha vivido. La
ciudad ya había construido su historia sin mi presencia y eso me hacía
sentir muy mal, por eso mentí. Mentí para salvarme, para sujetarme a
esas raíces que estaban cortándose solas con el tiempo y recuerdo que
inventé una historia que pudiera justificar la ignorancia de los hechos
acaecidos durante mi ausencia, pero que no me descartaría de la vida de
la ciudad. Dije que vivía en la ciudad de Paraná, que había instalado
una ferretería atendida, en ese momento, por mi hijo mayor ¿Y mi esposa?
¡Bah...! Mi esposa era una mujer simple de la provincia de Entre Ríos,
mujer de la casa, que primero se había ocupado de los hijos y más tarde
de los nietos ¿Para qué explicar que era diseñadora de una casa de moda
en París? Tampoco lo hubiera creído por mi condición de simple
ferretero. José estaría pensando para sí mismo "¡Bastante
campesino el pobre!". La
mentira era infantil, pero como todas las mentiras infantiles en boca de
adultos se vuelven creíbles, José Lorenzi creyó la historia y se
interesó un poco por la problemática del comercio, por la crisis de
abastecimiento y por la mala política de mercado exprimida en los últimos
años. La democracia había traído un poco de esperanza, pero la inflación
ya galopaba por todos lados y hería los bolsillos de todas las clase
sociales. Por primera vez no me sentía extranjero en mi tierra y podía
reconstruir un pasado tan caro a mis sentimientos sin el tener que cotejar
todo con los sistemas de otros países. José me habló de su trabajo, de
sus hijos y hasta me narró una relación simpática, extra conyugal, con
una de sus colegas de trabajo. Fue allí que decidí incorporar un nuevo
elemento a mi mentira, mostrando curiosidad por el pasado y de manera
inocente, interrogué. -
¿Te casaste con Elsa? -
¿Qué Elsa...? -
Aquella piba que conocimos en un baile de Río Ceballos y que después
salió contigo – Lo dije tratando de refrescar su memoria. -
¡Si que me acuerdo! Pero nunca hubo nada entre nosotros, al menos en
aquella época... -respondió entrando en un mundo de reminiscencias que
no podía ocultar. Acaso no iba a agregar más nada, pero sus pensamientos
florecieron de golpe y sonrió con el placer individual de los recuerdos.
Entonces comentó- Fue una historia curiosa. Un día desapareció y me
enteré que se había casado con un tipo que se exilió en Europa. No volví
a verla hasta varios años más tarde. -
¿Vos la querías mucho? -
Más que quererla, pienso que la deseaba. Ella lo sabía y más bien creo
que jugaba con esa situación. -
Afortunado el hombre que se casó con ella. Era linda mujer... Tal
vez porque el bar había quedado vacío, el silencio que se produjo se
extendió entre nosotros lleno de recuerdos renovados. Elsa Morante revivía
un pasado lejano y José Lorenzi pareció continuar en su universo, solo
algunos gestos incomprensibles se dibujaban en su cara, como tratando de
poner orden en ese pasado que también él mismo revivía. Puede ser que
por eso, sin consultarme, solicitó dos cafés al mozo del bar, evitando
que nuestro encuentro pudiera darse por finalizado sin evacuar lo que tenía
adentro. Y comenzó a evocar : -
Cuatro o cinco años más tarde la volví a ver, fue cuando Elsa vino a
visitar a su familia. Salimos un par de veces a comer y lo que tenía que
suceder sucedió... -
¿Cómo lo que tenía que suceder sucedió? ¿Te referís a Elsa Morante?
-interrogué nervioso, porque dentro de mí algunos pájaros revolotearon
sin horizonte. -
¡Y sí...! Nos transformamos en amantes de paso. Cada año que Elsa
regresaba para visitar a su familia me hablaba por teléfono y volvíamos
a encontrarnos -lo dijo sin procurar dar una connotación importante, pero
pareció reflexionar un poco más y agregó- Lo nuestro no podía tener
futuro, ambos éramos casados y no estábamos dispuestos a modificar una
vida ya construida. Esa relación duró seis o siete años, hasta que nos
alejamos para siempre y no volví a verla más. Creo que terminó instalándose
en Roma. Largué
una carcajada sin motivo que no supe explicar. Es posible, que José haya
pensado que me reía de su historia clandestina de amor, de esa relación
que habían tenido en episodios con la bella Elsa, o del miedo de los
amantes de no confrontar otra manera de vida. Lo cierto es que me miró
absorto o desconcertado, pero no comentó nada. Elsa
Morante había sido una especie de diosa profana en nuestra adolescencia.
Al principio, pasábamos la mayor parte del día los tres juntos, íbamos
al cine, al baile o nos sentábamos en el umbral de la puerta de su casa
todas las tardes; después, Elsa comenzó a separarnos. Las salidas se
volvieron de a dos, situación que nos llevaba a creer que ella estaba
enamorada del otro. Entre José y yo se produjo una disputa no dicha y nos
fuimos apartando poco a poco hasta que dejamos de vernos definitivamente,
pero siempre unidos por el puente que representaba Elsa. Acaso por eso fue
que José Lorenzi me explicó de manera cómplice su relación con ella,
con la satisfacción de una venganza tardía o con la complacencia de
quien podía compartir un secreto con alguien que también conocía a
Elsa. Se
lo veía feliz, exteriorizando su triunfo sin ningún reparo, porque él
representaba la vida conquistada a todo nivel, una familia sólida, una
profesión brillante y el sabor dulce de haber tomado posesión del cuerpo
tan deseado de nuestro amor de adolescencia. Para mí fue diferente, algo
se había quebrado en ese pasado al cual me ataba y una duda me atravesó
el pensamiento como una flecha ¿Hasta qué punto el pasado podía
influenciar el presente? ¿Qué era el destino sino la concreción de lo
fortuito? Esa mañana yo había salido para remontar la memoria, revivir
antiguas vivencias que me sirvieran para comprender mejor la vida, pero ¿de
dónde me venía esa necesidad de hurgar en el pasado, como si buscara allí
un punto de apoyo para saltar hacia adelante? Estaba
en pleno cabildeo existencial cuando José me interrumpió para completar
el panorama idílico de su aventura y que, a lo mejor, para ellos, también
había sido una necesidad de amar y ser amados. -
Elsa era una buena amante y si algún día la vuelvo a cruzar, trataré de
retomar esa relación magnífica que vivimos, tan salvaje como secreta-
dijo a modo de conclusión. Sin embargo, ya había algo en sus palabras
que manchaban cualquier sentimiento por nuestra adolescencia, y me cansé
de escuchar su confesión triunfalista. Me levanté sin haber finalizado
el café y decidí volver a casa ya cansado de la ciudad, de sus anécdotas
y de todos los antiguos amigos que no había llegado a ver. Tomé
un taxi, porque fue como si el tiempo comenzara a urgir en mis entrañas.
Cuando entré en el comedor, mi hijo me ofreció un vaso con vino como
aperitivo y luego mi mujer se acercó a nosotros trayendo un plato con
fiambres y quesos cortados en pequeños cuadraditos. La contemplé fijo y
un torbellino de preguntas se acumularon en mi mente; tal vez tuve deseos
de comentarle mi encuentro con José Lorenzi, un compañero de la escuela
secundaria, no sé. Acaso a veinte años de matrimonio uno podía
continuar enamorado de su esposa, aún cuando el amor muchas veces duele
en la espalda. Recuerdo que la miré hasta con curiosidad, pensando que
cuando se corta con el pasado, recuperarlo se vuelve una actitud
desesperada y no siempre mejor que la sensación de sentirse extranjero en
su propia ciudad. Mi esposa mantenía aún los restos de su belleza pagana
y salvaje, la soberbia que fabrica el conocimiento del mundo y su profesión
liberal. Tuve ganas de reír. O acaso de llorar, no lo sé. Pero lo cierto
es que ella sintió mi mirada que buscaba inquisidoramente el corazón de
sus pensamientos y me preguntó. -
¿Qué te sucede? ¿No te sentís bien...? - No es nada Elsa... no es nada... ¡Ya pasará! |
Juan Carlos Alarcón
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