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'Me dijo que su amigo Alberto, homosexual declarado, portorriqueño, con innumerables problemas siquiátricos, necesitaba un detective, que no me preocupara, que aunque Alberto vivía del welfare, tenía ahorros y era buena paga, lo único es, que debía llamarlo Albertina.' En una de esas épocas en que me quedé sin trabajo, teniendo que pagar renta, electricidad y misceláneas, decidí volverme investigadora, investigadora privada, uno de mis tantos talentos. Mi interés por esos dramas de la vida, la violencia y la sangre, me llevaron a esta decisión. Limpiar inodoros en edificios como el Trump Towers, vaciando basureros llenos de inmundicia, de comida, de kleenexs con catarro, bajo el mando de jefecitos peruanos, colombianos, o de las pampas que creían ser los Rockefellers o los dioses del conglomerado de edificios y hoteles en Manhattan, de eso nada. Una amiga me dijo que su esposo ecuatoriano podía colocarme limpiando pisos en uno de esos edificios que administraba. Qué amiga, qué consolación me daba, Dios la tenga en la gloria. Hacía tiempo me había comprado una pistola, antes de tomar Xanax, Prozac y Lexapro, tenía hasta permiso y lo renovaba, por si acaso, todos los años. Adquirí un P.O. Box privado para recibir la correspondencia. Me compré una Konica de segunda mano, mandé a imprimir unas tarjeticas con un nombre inventado, Victoria Manzanares, y omití mi dirección. Cuando apareciera un cliente lo llevaría a tomar un café al Buen Pan, que está en el mismo Port Authority. La consulta era gratis. Lo primero, para mí, era dar buena impresión. Pensar, que una vez, limpiando los basureros, en la oficina aquella, cerca de la iglesia de San Patricio, un limpiador de ventanas me preguntó si yo era rumana, o de por ahí de los Balcanes. Debe ser que todas las limpiapisos vienen de Bielorrusia o de Rumania. Cara de rumana, es lo único que me faltaba. Mi primer trabajito de investigadora me lo consiguió mi amiga Martha Cecilia. Me dijo que su amigo Alberto, homosexual declarado, portorriqueño, con innumerables problemas siquiátricos, necesitaba un detective, que no me preocupara, que aunque Alberto vivía del welfare, tenía ahorros y era buena paga, lo único es, que debía llamarlo Albertina. Ah, y que Albertina no salía de su apartamento, por lo tanto, tendría que ir yo a visitarla. Bueno, le dije, encantada, así me ahorro el café y las misceláneas. Hoy es mi día, mi primer cliente. Me miro al espejo y ensayo. Siempre ensayé desde chiquita. Desde lo que le diría a la maestra de música de la cual me enamoré a los catorce años para ver si me convidaba a acompañarla hasta su casa en la calle Galiano después de las clases, hasta lo que le diría a Norma Petra, mi madre, por haber llegado tarde. Ensayaba hasta con música clásica, porque quería ser directora de orquesta. Era uno de mis sueños. Sueños, sueños malogrados. Mira que he tenido sueños. Bueno, lo de directora de orquesta me quedaba un poco ancho porque no sé cómo, viviendo en el Barrio La Reina, en Cienfuegos, la crema y nata de la pobreza, iba a llegar a ser musicóloga. A lo de la visita de Alberto, digo, Albertina, que no se me olvide. Me voy a poner un vestuario un poco masculino. Si Martha Cecilia me estuviera oyendo, diría, tú no tienes que arreglarte mucho para eso. Yo no soy dyke, se los digo. Lo que pasa es que con estas facciones de bielorrusa la estética cambia. Todas las mujeres que conocí en los edificios de limpieza en mis experiencias laborales, por así decirlo, tenían narices poderosas, orejas grandes y piel curtida. Pero claro, los rusos al principio estuvieron mezclados con las amazonas y los vikingos. Por eso, esas mujeres, al igual que yo, somos fuertecitas. Ahora, no siendo yo de esos lares, opino que la fortaleza reside en el carácter. En mí se nota una cierta seguridad, un estilo decidido. No puedo ocultar que en aquella fiesta de fin del curso escolar, cuando a las monjas se les ocurrió un pequeño show de fin de curso en que todas las del cuarto grado participábamos, bailando en pareja esa canción "Hockey Pokey", y me dieron el papel de varón, me sentí por primera vez que era yo. Como Sister Rosario me había dado ese papel, Norma Petra, mi madre, no se puso con las pesadeces de que parecía un macho. Incitada por la monja, me buscó una guayabera y un pantalón de mi primo y hasta una camiseta. Me peinó el pelo hacia atrás con vaselina y con carbón me pintó de negro un bigote y patillas. Además, mostró su obra de arte a la familia que estaba almorzando tarde ese domingo. ¡Qué caras, qué risas y risitas! Por poco se atragantan. Pero yo inmutable. El acto en la escuela era a las tres. Fui caminando sin pena ninguna por la calle Castillo hasta que llegué a la casa de Corina Comerrecio. Cory, pretenciosa como siempre, vestida de princesa para otra de las presentaciones, me esperaba irritada, moviendo la pierna como un abanico. Sus padres Alina Arenal y Carlos Comerrecio nos llevarían al colegio en su descacharrado automóvil, si es que podía llamarse auto a eso, no sin antes comentar la perspicaz Alina, con sorna, que lucía mejor de varón que de hembra. No sé por qué esta cita con Alberto, digo Albertina, me trae tantos recuerdos. Claro, es que hablando de la buena impresión, sí, la buena impresión es todo. Dime cómo luces y te diré quién eres. Si a Albertina le gustan los hombres pues mejor es darme un toque masculino. Eso le inspirará respeto, y al mismo tiempo, se sentirá protegida, mientras que si me pongo tacones o estiletes, como dice mi tía Bertha, y me presento como yo, Victoria Manzanares, capaz que me coja la baja. Hay que establecer un nivel, como dicen por ahí, un nivel mental. Me puse hombreras en la camisa de hombre para lucir más atlético, y me encajé unos jeans negros, bien apretados. Como comenzaba la primavera me tiré mi jacket de piel de vaca, pura piel, en los hombros. Si no fuera por estas libritas de más, que tengo que perder a toda costa, diría que me daba un parecido a James Dean, por supuesto, latino. A eso de las cinco de la tarde, salí con rumbo a casa de Albertina, mejor dicho, al apartamento de Albertina. Uno habla tan mal, le decimos casa a los apartamentos. Hay que bajarse de esa nube y vivir en la realidad, como dice la canción, a veces que ni son apartamentos sino cuchitriles como el de mi amiga Martha Cecilia. Como yo vivo en el Village, en el East Side (otro día haré la historia de cómo conseguí este cuarto en medio de los yuppies neoyorkinos), en un estudio, la verdad en un cuarto, porque tiene el inodoro afuera, en el pasillo, y es compartido, tampoco puedo criticar mucho. En fin, cogí una guagua en la Tercera Avenida y pedí transferencia para la Décima en el West Side. Hubiera sido más rápido ir en subway pero a las cinco, qué va, con ese tropelaje y la gente de mal genio dándote empujones a diestra y a siniestra, ni pensarlo. Capaz que una se ponga fatal y me roben la billetera. El ómnibus es cómodo, y si uno lo coge en la Tercera Avenida, viene vacío; una siestecita al vaivén del aire acondicionado no viene mal. Al bajarme, solo tuve que caminar cuatro cuadras. Antes de llegar al edificio de Martha Cecilia y Alberto, digo Albertina, me rocié la camisa con Old Spice, detrás de una columna, y me peiné a lo John Travolta. Cada vez que pasaba frente a una vidriera, me miraba de soslayo, y nada, todo un pollo, un pollazo. Pensaba, mientras caminaba las cuatro cuadras, que sería bueno llevar a mis citas con clientes un álbum con fotos ilustrando mi carrera de investigadora. Hace poco había visto un programa en televisión, donde antes de presentar el caso, se hacía como una presentación del detective o profiler, mira, esa palabrita me encanta. Pues sí, tengo que inventar cómo hacerme unas fotos vestida de agente del FBI, y otra de policía, eso impresiona. Le voy a preguntar a mi amigo Tony Rapacho que está en todo, cómo se puede en la ordenadora fekiar una fila de agentes vestidos de uniformes y con rifles apuntando a no sé dónde pero que luzcan muy profesionales. Sí, le voy a preguntar a Tony que cómo podría meter la foto de mi cabeza en el cuerpo de uno de esos agentes. Yo hasta podría disfrazarme de policía en la foto de conjunto. Tony se las sabe todas, así que no hay problema. Bueno, he llegado al edificio de Martha Cecilia y Albertina. ¡Lo han remodelado! Yo conozco muy bien este edificio. Cómo que no lo voy a conocer… Tuve dos apartamentos en diferentes ocasiones, y a través del loco de Guillermo, conseguí vivienda a varias amistades que vinieron del Mariel. Pero esa es otra historia que no viene al caso. Toqué el timbre de Martha Cecilia y no el de Albertina. No tenía ganas de gritar por el intercom porque en estos edificios viejos aunque remodelados, uno siempre termina gritando y eso no me convenía. Martha Cecilia hizo sonar el timbre o buzz, como se dice, que abrió la primera puerta. Siempre hacía lo mismo, me dejaba entrepuertas. Ella cree que puedo pasar por una y correr a la otra a tiempo. Tuve que tocar de nuevo el timbre y después de un grito enloquecedor de la Ceci que me pareció innecesario, rudo y salvaje, en puntillas enfilé hacia los escalones. Recordé que Guillermito, el super que vive en el primer apartamento, no pierde ni pies ni pisada de quienes entran y salen del edificio. Toqué suavemente la puerta del apartamento de lo que sería mi primer cliente, y con voz cálida, y tono bajo, me identifiqué como Vicky Manzanares. La puerta se abrió un poquito, y lo primero que vi fue una mano asomándose en el dintel de la puerta, una mano más bien grande, huesuda, de largas, muy largas uñas. Un temblor interior recorrió mis venas. Sentí el mismo escalofrío cuando, en el cine, por primera vez, hizo aparición Nosferatu en la película de Werner Herzog. Me dejó entrar no antes de asegurarse que en el pasillo no había nadie, que no había testigos. La primera impresión que tuve del lugar es que había acampado en el ático de La noche de los asesinos, esa obrita cubana de los años 60 y pico que estuve a punto de hacer. Un cuarto repleto de cosas: muebles amontonados, sombrillas abiertas, mesas con las patas hacia arriba, cinco televisores y cajas, muchas cajas. En la caja más alta, cerca del techo, se asomaba un gato barcino que me miraba con curiosidad y desconfianza. La figura ante mí no era ni hombre ni mujer. Ay señores, si han visto La Pasión de Cristo de Mel Gibson, y se acuerdan de ese que hacía del adversario, o como dice mi tía Bertha, el maligno, por no decir el diablo, fue eso lo que yo encontré. Además de un altar nada menos que en el poco espacio donde obviamente cocinaba, con la imagen de San Lázaro en un lado, y en el otro, una Santa Bárbara con una manzana que estaba casi podrida y una copa de vino rojo; le había puesto a la santa, una melena de pelo natural y una espada que parecía una bayoneta. Ya Martha Cecilia me había dicho que en ese edificio había hasta gallinas y chivos criándose, que Juan, el bongosero, que le decían El Ñáñigo, hacía unos bembés el día de Santa Bárbara que corría la sangre. Juan es otro de los residentes del edificio, tan cubano como yo y Guillermo. Un mulato guapetón y de medio tiempo que tenía una doble vida, camionero por el día, y por la noche, un brujo mariguanero. Miré todo de reojo y la verdad, si no hubiera sido que el cliente era recomendado por Martha Cecilia, me echaba a correr. Con mi tono viril, y la urgencia de resolverle el problema a este personaje y, ya entrar en materia, le dije, recordando el consejo de Martha, Albertina, qué gusto conocerle. Todo lo que pueda decir a partir de este momento es poco. Con la otra mano, no tan delicada como la de las uñas largas, el tal Alberto, sinvergüenza y sodomita, me propinó una trompada en el medio de la cara, en la misma nariz, que por poco pierdo el balance. Loco no, arrebatado. Les juro que por poco me meo del susto. Salí como bola por tronera de ese cuarto y cayéndome un sinfín de veces tratando de subir la escalera llegué hasta el cuchitril de Martha Cecilia en el quinto piso mientras veía la sangre salir de mi nariz como si tuviera una hemorragia. La Albertina a grito pelado y asomada en el pasillo me gritaba: "Mira, hijo de puta, a mí hay que respetarme que yo a ti no te conozco, mi nombre es Alberto Monzón y no me jodas con confiancitas que yo a nadie le tengo miedo". Llegué frente a la puerta de mi amiga Martha Cecilia, cuatro pisos después, arrastrándome, con un dolor de cabeza que me tenía loca a causa de la pérdida de sangre, y con la presión que me había bajado a todo meter. ¡Martha Cecilia, Cecilia, Ceci, abre la puerta! Toqué tantas veces que Martha abrió dando unos cuantos chillidos, según ella, porque le estaba tumbando la puerta. Al verme con esa palidez de muerta también se puso blanca como el papel. Dios Mío, María Purísima, ¿qué te ha pasado? ¿Quién te hizo esto? Ya yo no podía ni hablar. Con señas le indiqué que trancara la puerta, y casi sin voz, le dije, Alberto, Alberto. Pero ¿por qué? ¿Qué le hiciste? ¿Que qué le hice? Si no fuera porque estaba ya a punto de desmayarme la hubiera puesto nueva porque encima de que su amigo me había atacado como un perro rabioso, se atrevía hacerme semejante pregunta. ¿No se daba cuenta que me había enviado a la cueva de un loco depravado y peligroso? Me dieron ganas de no dirigirle jamás la palabra. Pero, bueno, qué se iba a imaginar ella que tenía de vecino a la Bruja de Blanca Nieves con siete enanos en la cabeza. Martha Cecilia, con su talento de enfermera, que nunca llegó a desarrollar, aunque en Guayana, el hospital en que tomara el entrenamiento, constatara que era una nueva Florence Nightingale, me limpió las heridas. Es cierto que cuando el dolor es tan intenso, uno no ve ni oye, pero los métodos experimentales de Martha consistiendo en curas de caballo me mantuvieron despierta y aterrorizada; me echó en la nariz un cuarto de vinagre puro a falta de agua oxigenada, vi las estrellas en todo su esplendor. Después del vinagre vino el yodo tánico. Siguió sin parar a lavar el jacket, mi único jacket de vestir, piel de vaca pura, que ahora parecía haber salido del matadero. Me prestó un camisón mientras remojaba la camisa empapada de sangre. Hablar yo no podía. Me dio una pastilla de Oxycom, de esas que tiene almacenada, por si acaso, y al rato me quedé dormida en el sofá de la sala, donde tenía un altar. Lo único diferente al altar de la Albertina es que el de Ceci era un altar chino. Por lo menos le dio por el Oriente y no por la santería cubana. Sus frecuentes visitas a Chinatown a lo del tratamiento de la acupunturista había hecho florecer su sensibilidad por santos y efigies desconocidas, nada de Budas, no, sus deidades eran unas chinas vírgenes que lo único que querían de ofrendas eran caramelos, tantos caramelos que cuando yo la visitaba y ella no lo notaba, me los tragaba pretendiendo ser la santa. El sueño que tuve en casa de Ceci, en esas pocas horas, fue tan truculento como la experiencia sufrida aquella tarde. Quizás fue por el altar chinesco de oro (imitación de oro) y el rojo comunista tan cerca del sofá que afectaron mi siquis. En el sueño o mejor dicho pesadilla yo estaba sentada en un restaurant chino donde entre las delicias del menú se encontraban platillos como gato a la vermicelli y pernil de perro del Comandante Jinx Tso. ¡Qué horror! Después de hacer una pequeña meditación y rezar un Padre Nuestro, Martha Cecilia me acompañó al subway, ni siquiera pensar en un taxi porque el fracaso de la cita con la Albertina no me había dejado nada, solo desgracia. Había imaginado pedirle un depósito que me serviría para las misceláneas del mes pero como se dice, el que vive de ilusiones muere de desencanto, y por lo tanto, mientras los días pasaban y yo seguía traumatizada por el piñazo que Nosferatu me propinó, y las ganas de vengarme que casi estuve a punto de ir a esperarlo a la esquina de la Décima y darle un par de patadas. Pura fantasía que dejé a un lado porque la bayoneta que yo vi en manos de Santa Bárbara en su cueva auspiciaba un mal augurio. Yo que de por sí tengo mis problemas, y lo peor, sin un quilo, tuve que hacer unas cuantas llamadas y hasta ponerme dura con eso del dinero porque toda la vida, eso sí, he sido muy generosa. Me han pedido prestado y todo lo que tengo lo he dado, siempre le decía a la gente, cuando me pedían prestado, no me lo devuelvas porque prefiero conservar tu amistad. Con ese versito me atracaron más de una vez mis supuestas amistades. No se imaginan a lo que tuve que acudir. Ay, si mi madre y mi familia allá en Cuba se enteran, si mis amigas y amigos artistas supieran lo que he tenido que hacer para sobrevivir. |
Magali Alabau
baumala1@hotmail.com
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