Cuando
anochecía, regresábamos del negocio a la casa, mi madre, mi hermana
mayor y yo, con algún miedo de que alguna persona que no estuviera en sus
cabales nos saliera al paso, pero nada más. El temor al excesivo
atropello no existía (casi) en mi época. Salir a la calle a cualquier
hora del día era una mera cotidianidad.
Si
teníamos que ir a la casa de alguna amiga, solo nos reportábamos ante
nuestros familiares diciendo, a las corridas: “Voy a salir un rato”.
Eso era todo.
La tranquilidad era una franca fiesta en el pueblo. Después de haber
pasado un buen rato en lo de fulanita, una regresaba a su hogar, al
anochecer, arreglada y compuesta.
Si algo malo le ocurría a alguien, la noticia se sabía de inmediato,
pues escasamente ocurrían las delincuencias.
No solo en Villeta, sino también en Asunción, se acostumbraba salir al
anochecer y caminar por las calles campantemente.
Si había alguna presentación de libros, una exposición de grabados o
pinturas, la gente iba al acto y regresaba en colectivo. ¡Qué problemas
podía haber!
Era un deleite pasear por la avenida Carlos Antonio López, dar dos o tres
rondas al Parque Caballero, visitar a las amistades, asistir a tertulias
literarias, caminar bajo la luz de la luna, detenerse en una esquina y
charlar, charlar, charlar hasta que el combustible se acabara. En fin,
para qué sigo contando tanta gracia y aventura; el pasado era de puro
embeleso y el presente es un fracaso.
De un tiempo a esta parte, salir a la calle es cosa de osados. Ya no sabes
si vas a volver o no a tu casa. Es probable que te conviertas en difunto a
las nueve y media de la noche. Cualquier maleante (llamémosle así) puede
meterte un cuchillo a la altura del esófago, mientras gritas pidiendo
amparo y protección.
No miento: a las seis y media de la tarde, la ciudad se convierte en un
cementerio. No hay ser viviente en las esquinas, a excepción de algunas
sombras fugaces que se refugian en las sombras proyectadas por viejas
casonas. Imposible se vuelve para el ciudadano común y corriente aguardar
el ómnibus a altas horas.
Siempre se corre el riesgo de que te roben el celular, te arranquen las
baratijas liadas al cuello, te despojen de tu cartera.
Definitivamente, ya nadie sale a la calle al anochecer, sin sentirse víctima
del miedo. Es imposible convivir con el miedo.
Hemos llegado a este grado de calamidad debido a la profunda pobreza que
arrasa a nuestro país. Vea usted: si las autoridades no hubieran rapiñado
el Paraguay, la necesidad de sobrevivir como sea no impulsaría a la gente
a delinquir. La delincuencia callejera, el robo a mano armada, son
consecuencia del estado de hambruna en que se encuentra nuestra sociedad.
La miseria extrema gesta maleantes y asesinos minuto a minuto.
¿Qué solución busca para este mal Nicanor Duarte Frutos, mientras
delira? Vaya el diablo a saber.
La gran lástima, la lástima de todas las lástimas, es que, mientras
tanto, los que buscamos un poco de distracción en las calles nos vemos
obligados a quedarnos en nuestras casas, para no ser víctimas de
situaciones inesperadas.
A diario suelo escuchar los comentarios de las personas que han sido
-violentamente- atacadas por chicos drogados.
El derecho a vivir en paz, a no ser víctimas del miedo, reclamamos y
seguiremos reclamando los ciudadanos.
La vida está llena de proyectos, pero los proyectos se van al diablo
cuando alguien te roba la billetera, con tus papeles y ahorros adentro.
Basta. Me cansé, nos cansamos de vivir así. |