Hacía
tanto tiempo que no veíamos un niño. Allá
por el año 1916, la colectividad de
ancianos se alentó mutuamente para adquirir
un niño oriental, pero nuestros esfuerzos
se resquebrajaron amargamente en su
presencia porque, contrariamente a lo que
aguardábamos de su irradiación de timbal y
de corneta, el chico no hacía sino señalar
un médano en la playa, comunicándonos esa
pereza y ese desgano de quien se ha cansado
de llorar. No es que no queríamos compartir
el terror de su soledad, pero teníamos
miedo de volver a entender el porqué de su
llanto, ¡hacía tanto tiempo que habíamos
dejado atrás la infancia!
En
vano desplegábamos esfuerzos por
reanimarlo; tal vez él odiaba esa felicidad
estúpida con la que le bosquejábamos
nuestro cariño (sentíamos temor de
tocarlo) y le contábamos nuestras
desesperadas historias de ancianitos
olvidados.
Un
delicado amor se deslizaba por la aspereza
de nuestros párpados resquebrajados cuando
él nos miraba con sus ojos aguados,
tristes, advirtiéndonos entre hipos que su
madre venía a rescatarlo en el trencito de
madera con el que jugaba. Pero el tren
llegaba y salía de la imaginaria estación
de New York o, quizás, de Tokio, con tantas
advertencias de banderitas rojas para que su
madre lo viera, y la pobre era una y otra
vez arrastrada por ese enloquecido
maquinista a cuerda.
¡Ay!
¿Dónde están las mujeres que no saben que
sus hijos claman por ellas? ¿En qué feria
se han quedado? ¿Los torvos entrechoques de
la pareja de papagayos, las embelesó, quizás?
¿Dónde están las madres de cabellera
delicada? ¿Dónde? ¿Dónde?
A
veces nos cansábamos de escuchar sus
lloriqueos y nos entregábamos en la
vigilancia del reloj; qué bueno era saber
que nuestra enfermera o nodriza (para el
caso daba igual, lo mismo cuando la queríamos
o no) nos traería al mediodía un revuelto
de carne y de verduras. Sólo la velocidad y
el traqueteo de nuestras mandíbulas al
masticar nuestra porción de comida era
capaz de alegrar a la señorita Susana. Oh,
la buenísima señorita Susana. Con una
jadeante exclamación de victoria, ella nos
alentaba a seguir tragando el resto del
filete de pescado, luego los caballones de
perejil y después los tubos de cebolla.
Amábamos
a esa mujer. Oh, sí la amábamos. Qué
importancia tenía que nos despertara a la
medianoche para hacernos dar ese horrible,
ese frenético paseo por los pasillos de
medio metro de anchura porque alguien había
reclamado contra aquel olor que había
coincidido con nuestro sobresalto. Ay,
nosotros lo sabíamos muy bien, no habíamos
hecho la cochinada pero nadie nos creía. Y
era por eso el castigo del paseo. Y luego el
agua fría de la ducha que dejaba al
descubierto las ramas esqueléticas de
nuestro desnudo corazón. Y más tarde, las
velocísimas nubes de talco que nos hacían
sonar las narices permitiéndonos soñar con
el pañuelo perfumado de nuestra buena
madre.
No
siempre era así, desde luego; algunas
tardes salíamos a dar caminatas bajo la
enramada de flores. Cargábamos sobre
nuestras espinas dorsales arqueadas el aroma
dulzón de los jazmines.
¡Cómo
pesaba a nuestro cuerpo de naturaleza
invernal, la naturaleza fogosa de la
primavera; exigiendo cada vez más ella nos
pedía que nos sirviéramos también de las
manos y de los pies, por lo que nos largábamos
a gatear, recomponiendo por milésima vez,
un mensaje de orfandad y de desdicha!
Gateábamos,
y la delirante lanza del cazador apagaba
nuestros obstinados bufidos mientras el
director de Instituto bajaba el tercio de su
cortina azul. Arrebatado por el espectáculo,
el Dr. Ángulo hacía sonar una y otra vez
la alarma que sacudía la delicada llanura
de los pasillos; pronto aparecían el jefe y
el subjefe portando enormes jeringas que nos
empujaban a gatear con mayor velocidad todavía.
Podíamos haber llegado hasta el
puerto de Singapur, pero en cambio éramos
arrastrados hasta la playa por las aguas
espiraladas de la memoria, y era así que
nos despertábamos llorando, recordando
-repentinamente- que ya no éramos niños
sonrosados, prodigiosos querubines,
hermanitos menores...
¿De
qué hornada del infierno era lanzado el
sudoroso pánico que nos envolvía? Pero,
tal vez no llorábamos por la súbita
certificación de nuestra edad (algunos frisábamos
los noventa años, otros los ciento
veinticinco), ni por nuestra detención
anunciada por la señorita Susana a través
de los altoparlantes, sino por el doloroso
desvío de la aguja en nuestros huesos.
Ciertamente, hubiéramos preferido el
castigo de las calientes palizas a la trágica
pinchazón de la morfina que nos sumía a
todos en un modelo común de sueño. Recordábamos
también monótonos atardeceres en el
Instituto. Dormitando bajo los obscuros
alerones éramos visitados por nuestras jóvenes
madres que nos abrigaban con mantas de algodón.
Una, en especial, venía cada atardecer a
bendecir a su hijo. Yo no la conocía. Oh,
este chico está mal, susurraba
sacudiendo la cabeza junto a la cabecera de
su cama.
Su
sombra paralizada sobre el crucifijo
destilaba no sé cuán extraño amor, cuán
inalcanzable fortuna, de modo que, sin saber
qué hacer para querer a madre ajena, la
llamábamos señora, con temor. Apartándonos
de la dimensión de su presencia que
abarcaba unas cuatro o seis baldosas, solíamos
observar al chico enfermo: sumergido en la
salobre leche que bebía de aquel monstruo
de aguijones hipodérmicos, clamaba por
volver a su hogar. Son
perturbaciones propias de la senilidad y de
la fiebre, explicaba la señorita
Susana, extendiéndose en solicitudes para
con el paralizado. Lo mismo un osito de
peluche que una estrella de mar o una
lagartija disecada para Dionisio: todo
cuanto él quería era volver a su casa. Y
nosotros también. Pero ya no recordábamos
el camino, ni la otra mitad del bosque. Las
señalizaciones de las curvas peligrosas habían
desaparecido bajo la apariencia de una
estola de yuyales que reverdecían alrededor
de una cruz.
Acaso
nuestra casa se había venido abajo. Acaso
no quedaba de ella sino la ordinaria intención
de los lindes; aquellos viejos postes
carcomidos por las hormigas que cuidaban aún
el sueño de una casona con frescos
corredores. Y qué decir de los fragantes
jazmineros: los fue secando la ausencia de
las altas conversaciones nocturnas. Y qué
decir del guayabo: el lazo de conciencia que
hubiese tenido, partió con la correa del
perro desatada de su tronco.
(Y
qué decir de los tirantes: el aire
inflamado de polvo debió haberlos
derrumbado cuando Dios pasó su dedo por la
viga mayor reclamando limpieza)
La
buena de la señorita Susana nos comentaba
(para que nunca más nos olvidemos) que
cierta tarde el verano había asustado
terriblemente a un niño pelirrojo. ¿Por qué
señorita Susana?; ¿Por qué señorita
Susana?, suspirábamos con temblorosa emoción,
mientras acomodábamos nuestros anteojos muy
cerca de nuestros corazones.
El
chico, que se creía muy listo (mas ni
siquiera sabía como se llamaba), se había
bajado del liviano cuenco de su madre, largándose
a curiosear por los interminables pasillos
del Instituto.
Le
tomó cuatro días y cuatro noches zafarse
de la deliberada torpeza con que pretendíamos
agasajarlo. En realidad no hacíamos más
que amasarlo con nuestros cuerpos para que
los inspectores no lo hallaran a la hora del
requisamiento general. Lloramos muchísimo
cuando lo perdimos. Era muy bello, tenía
los ojos grandes y contemplaba nuestra
ceguera con un enardecimiento infantil que
lo fijaba a los cristales de sus anteojos.
Podíamos
haberle indicado las procesiones de las
puertas, pero no le dejamos alcanzar
siquiera el umbral de nuestra prisión. Esa
fue la última vez que vimos un niño. Y era
muy frecuente que después soñáramos con
su figura, su trajecito de mar azul, sus dos
estrellas, y aquella débil voz suya con la
que aún seguía llamado a su madre. Luego
los sueños se transformaban en pesadillas
que nos dejaban pasmados, mas sonriendo,
igualmente, de emoción: alzábamos con
nuestros pesados brazos a cientos de miles
de chimpancés. ¿Eran así los niños
ahora? Y viajábamos largas horas nocturnas
con los asombrados chimpancés en la inequívoca
dirección del baño. Prontamente, sus
necesidades fisiológicas nos contagiaban
una creciente velocidad, aunque así y todo,
algunas veces, algunos: nada.
Oh,
Kiato llegó oportunamente a nuestra puerta.
Sólo
la mareante y vertiginosa velocidad de su
trencito nos impedía descansar de lo más
profundo de nuestro cansancio y de nuestra
larguísima vejez sin visitas.
Nuestros
asientos arrellanados, levantaban, a veces,
bruscos, sorpresivos vuelos que nos
asustaban muchísimo. Una cosa: ¿Viajaríamos
o no? De pronto, seguro, todos estábamos
dispuestos a mandarnos mudar del Instituto.
Sin embargo, ¿qué era aquel berrinche de
niños? ¿Qué eran esos espasmos?
Kiato
decía que su madre vendría a buscarlo muy
pronto en el tren; subiríamos -entonces-
con él los que quisiéramos. De hecho,
desaprobábamos ya los diminutos vagones de
la pequeña maquinaria, pero teníamos fe en
esa heroica banderita blanca enarbolada en
la misma delantera del motor. Ay, la bandera
nos instaba a avizorar un horizonte verdoso
sobre colinas de cimas florecidas. A pesar
del humeo sofocante de la chimenea y de
nuestros consumidos tabacos, sabíamos que
distinguiríamos, al fin, el caminillo de
nuestra casa. Cabríamos todos en el
trencillo de juguete. ¡Y viajaríamos!
No
obstante, ¿cómo explicárselo a Ud. para
que no sintiera lástima? |