Esencia viva
El paisaje forma una parte importante de una narración, pues con ella se
va pintando una esencia viva del libro y se está dando un entorno
esencial a una época, a una circunstancia, a un suceso histórico, a un
drama, a una comedia, a una versificación.
El paisaje es la referencia de un sitio, de un país, de una manera o
estilo de vivir y refleja, según como se lo maneje, el estado anímico de
los personajes y del protagonista del cuento, de la novela, etc.
El paisaje mueve a la reflexión.
A veces una pieza lúgubre con un bombillo solitario y una mesa y una
silla bastan para que el lector asimile, si es sensible, lo lampiño de la
existencia.
Otras veces, la recreación de un sentimiento amoroso que encuentra su
contentamiento en un sitio ameno, junto a la persona amada, bajo la sombra
de un jacarandá en estado de floración, lleva al lector a imaginar lo
que se llama “belleza y gracia”.
Depende de la calidad descriptiva del poeta, del narrador, del novelista,
para que aquel paisaje no se “destiña” en ningún momento de su
narración, y antes bien, alcance elevado poder estético.
El paisaje que es recorrido por San Juan de la Cruz es un paisaje
espiritual. Y es una excelente aproximación a lo divino dentro de la
literatura religiosa.
El paisaje que un autor anónimo nos “pinta” en la novela picaresca
“El lazarillo de Tormes” muestra el drama de un ambiente lampiño. ¿Tiene
una finalidad ese paisaje? Pues sí. Y es contar cómo el espíritu de
sobrevivencia del Lazarillo debe pelear contra los monstruos de la
avaricia y de la pobreza.
El mínimo paisaje tomado de la obra La realidad y el deseo, de Luis
Cernuda, pertenece a su poesía “Égloga”: Dos elementos, la rama y la
flor, colorean un mundo idílico, apasionado, de alta expresividad y de
creatividad que se desarrollan entre el oficio y la estética.
También entra el autor de la antología en el detallado Diario de a bordo
de Cristóbal Colón quien, maravillado, sorprendido ante tanta variedad
nunca vista antes de árboles, se detiene en los pormenores de su hallazgo
botánico: “Y vide muchos árboles muy diferentes de los nuestros, y de
ellos muchos que tenían los ramos muchas y todo en un pie, y un ramito es
una manera y otro de otra; y tan disforme que es la mayor maravilla del
mundo de cuánta es la diversidad de la una manera a la otra”.
Paisajes
reales
Dice José Manuel Marrero
Henríquez
algo que suena a aclaración: “No he olvidado que la objetividad no
existe más que como la pose retórica de la descripción hecha por la
tercera persona del singular, o por la no persona, o por la autoridad
impersonal, o por el narrador-ente que está fuera del objeto que se
describe, y tampoco he olvidado que el paisaje, en sentido estricto, no
existe más que como hecho de cultura”.
También: “En el infinito campo de la casuística he preferido buscar
paisajes reales antes que paisajes convertidos en tópicos literarios o en
expresiones alegóricas de verdades teológicas; paisajes naturales reales
descritos con objetividad por un observador distanciado antes que espacios
naturales reales en cuya descripción el sentimiento del observador, su
estado de alma, tiñe el panorama de lo observado”.
Es cierto que el marco referencial de “los paisajes” es España. Pero
también se le añaden, con su clima, con los colores de su flora y de su
fauna, países de rica tradición literaria como Argentina y Cuba, por
ejemplo.
Sería bueno que los estudiantes paraguayos hicieran antologías basándose
en la escritura de expresión religiosa y metafísica de los poetas y los
narradores del Paraguay.
Existe tanta materia pendiente. Existe tanto misticismo no revisado
acabadamente.
La Biblia, en cientos de pasajes, muestra un recorrido gratificante y
alentador para el espíritu alicaído. Hágase una antología de los
mejores mensajes.
Hay tanto ensimismamiento en la obra de José-Luis Appleyard, por citar un
ejemplo.
Y vamos a otro ejemplo: los versos de Ramiro Domínguez.
La obra El paisaje literario ha sido publicada mediante la ayuda de la
Universidad de las Palmas de Gran Canaria y el Gobierno de Canarias.
Pabellón de reposo
Pasó ya el tiempo hermoso del ruiseñor; los días tibios y casi alegres
de sus conciertos desde lo alto del tilo; las horas amables y beatíficas
de las noches de verano.
Mala época el otoño. Las hojas de los árboles caen inexorablemente,
como a una llamada, desde los tallos que endurecieron las lluvias y los
vientos, y el suelo se alfombra de una espesa capa de follaje que da todos
los tonos de la muerte: el amarillo de los canarios, el de los limones, el
de los trigos, el ocre que es gracioso a la vista, el siena que nos hace
estremecer...
Camilo José Cela |