Uno
termina tomándoles costumbre a las situaciones. Diezmados en salud,
aceptamos la dieta opaca, sin colores y casi insípida que el médico o
nutricionista nos recomienda para que bajen los niveles de colesterol y
triglicéridos en nuestro organismo.
Nos acostumbramos a la pérdida irreparable de un ser querido, y pensamos,
aferrados a la fe cristiana, que él ya pasó a mejor lugar: un sitio
donde el cielo tiene verdadera dimensión de hogar y la paz sopla con
aliento suave.
Se nos hace costumbre perder y a ganar, y pensamos que mañana las cosas
serán diferentes, que la balanza tendrá oscilaciones que favorecerán a
la equidad, y ese pensamiento, por cierto, nos mantiene en la esperanza,
que es la sal de nuestros días.
El hombre y la mujer de los que estamos hechos los seres humanos tienen
mucha sensibilidad, es cierto, pero también resistencia a las situaciones
más difíciles y hasta crueles que en el pasaje por la Tierra se van
dando.
¿No han muerto hombres y mujeres en las guerras libradas por la
humanidad, la pobre humanidad que no encuentra los métodos racionales
para mantenerse en entendimiento y en equilibrio con su entorno?
Por el petróleo se libran batallas horrendas. Y sale perdidosa la
humanidad.
Niños, mujeres, hombres y ancianos ven pasar sus días envueltos con un
olor a sangre que estremece el espíritu y deja lívida la carne.
Ahora se profundiza la escala de secuestros en nuestro país.
Y es el secuestro lo más inhumano que se pueda concebir. El castigo más
imposible de evaluar y de entender (por su irracionalidad) que acorrala a
una sociedad indefensa.
No debemos acostumbrarnos nunca, jamás de los jamases, a esta sórdida
forma de delito que juega con la vida del prójimo.
No saber en qué condiciones está la persona secuestrada, qué come, bajo
qué tipo de presiones o sufrimientos debe ir plegándose a sus días,
hacen que la desesperación de los familiares llegue al límite. El ser
humano aborrece el secuestro por sus manifiestas expresiones de sadismo y
brutalidad.
Era Paraguay un país pacífico, donde se vivía en libertad y donde se
podía salir a la calle sin ese temor, sin esa paranoia de ser violentado.
Ahora todo cambió.
Las autoridades deben dejar de lado -con carácter de urgencia- cualquier
tipo de discusión o de confrontaciones intestinas para abocar sus
esfuerzos en la liberación inmediata del ciudadano Fidel Zavala.
La sociedad también debe involucrarse, y exigir que se libere a Fidel
Zavala.
Quien no se involucra, peca en cierta manera.
Si los paraguayos no reclamamos públicamente la liberación de Zavala,
demostraremos cabalmente, lo que mucho me temo que somos, unos
indiferentes totales.
La vida digna se la consigue con valentía.
Con esfuerzo.
Con tenacidad.
La situación denigrante, casi bestial, de un secuestro, debe convertirse
en nuestro objeto de repudio.
Si no nos movilizamos, el Paraguay puede llegar a la involución social.
¿Es posible involucionar? Pues sí, cuando las bestias toman las calles,
y se llevan nuestras creencias, nuestro estilo de vida, nuestro amor
familiar, nuestro modo de vivir en armonía. |