El Observador

Prédica del sano egoísmo
Delfina Acosta

Sucede muchas veces que uno termina “viviendo” la existencia de los demás. En algunos momentos es tan exagerada, tan radical la preocupación por el estado de salud de un miembro de la familia, que terminamos desentendiéndonos de nuestras propias dolencias y olvidamos nuestro comprimido de antiespasmódico sobre la mesita del aparador. Ocurre que cuando A y B discuten, por alguna razón que no viene al caso mencionar, uno siente que la taquicardia hace su aparición y no puede evitar tratar de mediar entre A y B. Qué esfuerzo inútil por hacerlos entrar en razón. Al cabo de un rato A y B ya han hecho las paces, y están celebrando la reconciliación con bromas y otras perlas por el estilo.

Y uno se queda con el pasmo, con los nervios en mal estado. Hubiera sido mejor no haber intervenido, pues es bien sabido que meter las narices en el territorio de las discusiones ajenas constituye un mal paso. ¿Qué se gana, sino esa sensación de haber estorbado?

Hay que aprender a ser egoísta.

Hablo, por supuesto, de un sano egoísmo.

Involucrarnos en los problemas de la familia es nuestra obligación, pues todos juntos hacemos fuerza para salvar los gastos de la luz, del agua, de los impuestos, etc. Sin embargo, a veces pretendemos hacer mucho más de lo que nuestras fuerzas anímicas nos permiten, y cargamos sobre nuestro lomo las responsabilidades de los otros. Así es como ganamos un elevado pico de estrés. Y de yapa la hipertensión. Y seguimos generando una preocupación permanente que nos quita, de a poco, las ganas de vivir y de disfrutar de los momentos sencillos y agradables de la existencia.

Una vez que perdemos la conciencia del sano egoísmo, tendemos –diariamente– a sentirnos abatidos y nerviosos (al mismo tiempo).

Cuidado.

La vida pasa pronto.

No se detiene en su tránsito loco.

Antes bien, lleva prisa por enviarnos al destino que los astros han preparado para nuestros huesos.

Los instantes agradables deben ser recogidos en el fondo del alma. Debemos aspirar el olor de la rosa de la vida hasta sentir que la salud y la alegría vuelven a nuestros cuerpos.

Por vivir la vida de los demás, por procurar solo el bien del otro y olvidarnos de nuestro propio bien, el tiempo nos queda corto, el mal humor nos acecha permanentemente, y conquistamos alguna dolencia cardiaca.

La vida se vive una sola vez. Sí. Ya sé que suena cursi la frase, pero no puedo evitar decirla, porque mucho me temo que la mayoría de la gente ya no la tiene en cuenta.

Luego vendrán los pájaros de la muerte. Y nos picotearán los ojos. Y un mundo parecido a la nada nos recibirá con sus fríos brazos abiertos.

La vida es este instante íntimo, pequeño, y hasta si se quiere lleno de gracia y de armonía.

No vayamos a enredarnos –la mayor parte del tiempo– con los problemas, los disgustos y los afanes de los demás que luego se nos hará difícil caminar por nuestro propio camino.

Yo soy la pregonera del egoísmo sano.

Valoremos nuestra vida, sobre todo cuando ya hemos vivido mucho y comienza la cuenta regresiva. La alegría bien ordenada empieza por nosotros mismos.

Ya está.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 10 de marzo de 2009

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