Sucede
muchas veces que uno termina “viviendo” la existencia de los demás.
En algunos momentos es tan exagerada, tan radical la preocupación por el
estado de salud de un miembro de la familia, que terminamos desentendiéndonos
de nuestras propias dolencias y olvidamos nuestro comprimido de antiespasmódico
sobre la mesita del aparador. Ocurre que cuando A y B discuten, por alguna
razón que no viene al caso mencionar, uno siente que la taquicardia hace
su aparición y no puede evitar tratar de mediar entre A y B. Qué
esfuerzo inútil por hacerlos entrar en razón. Al cabo de un rato A y B
ya han hecho las paces, y están celebrando la reconciliación con bromas
y otras perlas por el estilo.
Y
uno se queda con el pasmo, con los nervios en mal estado. Hubiera sido
mejor no haber intervenido, pues es bien sabido que meter las narices en
el territorio de las discusiones ajenas constituye un mal paso. ¿Qué se
gana, sino esa sensación de haber estorbado?
Hay que aprender a ser egoísta.
Hablo, por supuesto, de un sano egoísmo.
Involucrarnos en los problemas de la familia es nuestra obligación, pues
todos juntos hacemos fuerza para salvar los gastos de la luz, del agua, de
los impuestos, etc. Sin embargo, a veces pretendemos hacer mucho más de
lo que nuestras fuerzas anímicas nos permiten, y cargamos sobre nuestro
lomo las responsabilidades de los otros. Así es como ganamos un elevado
pico de estrés. Y de yapa la hipertensión. Y seguimos generando una
preocupación permanente que nos quita, de a poco, las ganas de vivir y de
disfrutar de los momentos sencillos y agradables de la existencia.
Una vez que perdemos la conciencia del sano egoísmo, tendemos
–diariamente– a sentirnos abatidos y nerviosos (al mismo tiempo).
Cuidado.
La vida pasa pronto.
No se detiene en su tránsito loco.
Antes bien, lleva prisa por enviarnos al destino que los astros han
preparado para nuestros huesos.
Los instantes agradables deben ser recogidos en el fondo del alma. Debemos
aspirar el olor de la rosa de la vida hasta sentir que la salud y la alegría
vuelven a nuestros cuerpos.
Por vivir la vida de los demás, por procurar solo el bien del otro y
olvidarnos de nuestro propio bien, el tiempo nos queda corto, el mal humor
nos acecha permanentemente, y conquistamos alguna dolencia cardiaca.
La vida se vive una sola vez. Sí. Ya sé que suena cursi la frase, pero
no puedo evitar decirla, porque mucho me temo que la mayoría de la gente
ya no la tiene en cuenta.
Luego vendrán los pájaros de la muerte. Y nos picotearán los ojos. Y un
mundo parecido a la nada nos recibirá con sus fríos brazos abiertos.
La vida es este instante íntimo, pequeño, y hasta si se quiere lleno de
gracia y de armonía.
No vayamos a enredarnos –la mayor parte del tiempo– con los problemas,
los disgustos y los afanes de los demás que luego se nos hará difícil
caminar por nuestro propio camino.
Yo soy la pregonera del egoísmo sano.
Valoremos nuestra vida, sobre todo cuando ya hemos vivido mucho y comienza
la cuenta regresiva. La alegría bien ordenada empieza por nosotros
mismos.
Ya está. |