La
poetisa argentina, Alfonsina Storni, nació el 29 de mayo de 1892 en Sala
Capriasca (Suiza). Se quitó la vida en Mar de Plata, el 25 de octubre de
1938. Hablaba de su creación poética en estos términos: “Escribo para
no morir”. Pasó por varios intentos de suicidio, y siendo maestra, sus
frecuentes estados de neurosis la obligaban a guardar cama. Una amistad
entrañable la unió al magistral escritor uruguayo Horacio Quiroga, quien
también se suicidó.
Toda su poesía era un alegato a la muerte, a la perpetuidad póstuma en
las aguas marinas. Sin embargo, ella tenía sus momentos de alegría. Y
vaya que era querida en el mundillo literario de Buenos Aires, por sus
excentricidades y su espíritu libre.
Alejandra Pizarnik, poetisa argentina, vino al mundo en 1936. Buscó a la
poesía toda su vida. Era asmática, fumaba cigarrillos, tenía serios
problemas de personalidad, consumía anfetaminas para bajar de peso y el
mundo le pesaba. A pesar de todo escribía, y muy bien. Tratando de hallar
un alivio para su enfermedad pasaba temporadas de internación en un
hospital psiquiátrico. Era admirada en su país. Sus versos eran de los
mejores, de puras perlas. No le sirvió el elogio de los extraños para
salvarse de sí misma, de esa mujer talentosa y temerosa (al mismo tiempo)
que era. Un día dijo basta, y se quitó la vida tomando voluntariamente
una sobredosis de seconal. Era el año 1972. Dejó una obra literaria
valiosa y abundante.
Gabriela Mistral, la gran poetisa chilena, Premio Nobel de Literatura,
conoció el amor de un hombre, un empleado ferroviario, Romelio Ureta,
quien se quitó la vida. La poesía era para Gabriela un “magisterio”.
Le cuenta a Emma Godoy, colaboradora suya, que contaba en su trágico
haber varios suicidas, y hubo otros hombres que si no llegaron a ese
extremo, se entregaron a la drogadicción. “Quien me ama, muere”, solía
repetir. Y en ocasiones agregaba: “Como en el Hades a cierta heroína
mitológica, así me seguirá a mí el coro de mis enamorados muertos”.
Falleció en Nueva York, en 1957.
Las poetisas despiertan siempre admiración. Es decir, las buenas
poetisas, las intachables, como Gabriela Mistral, a quien le sucedió la
genialidad, la admiración de hombres y mujeres, la fama, pero también el
desconcierto por el suicidio de su joven sobrino Yin Yin.
Delmira Agustini fue una artista precoz. Poseía dones para la pintura y
la música. Nació en Montevideo el 24 de octubre de 1887. Era todo
encanto y belleza. Su poesía es de las mejores; Rubén Darío profesaba
admiración por su obra. Comenzó con la fortuna de ser una poetisa tocada
por la gracia de Dios. Pero tenía momentos místicos, instantes de
extrema sensibilidad nerviosa, de enajenación, a veces, que la dejaban
postrada en el lecho. Se casó con Enrique Job Reyes, y él, un oscuro día,
le quitó la vida con dos tiros de revólver, para después suicidarse.
Corría el año 1914 y el trágico fin de los amantes sacudió a la
sociedad uruguaya.
La novelista Sylvia Plath nació en Boston, el 27 de octubre de 1932. Hija
de Otto Plath, inmigrante alemán y profesor de Zoología, es una de las
poetisas más emblemáticas de los Estados Unidos. Su esposo, el conocido
poeta Ted Hughes, decía que ella gozaba de poderes telepáticos. Los
aprietos económicos, el desangramiento interior que le producía una
existencia que no iba con su manera de pensar, la llevaron a
autoeliminarse. Metió su cabeza en el horno de la cocina el 11 de febrero
de 1963. La figura paterna tuvo mucha influencia en esta escritora cuyas
obras son la revelación de un genio. Su viudo publicó los diarios de
Sylvia.
¿Se paga la belleza, el arte mismo, con la muerte? En algunos casos, sí.
Las determinaciones de otras poetisas, más o menos significativas, más o
menos conocidas, de dudoso talento, no cambia ni un ápice, ni un céntimo,
la historia. La puerta a la polémica está abierta. |