Cuando
un niño viene al mundo se celebra el nacimiento de la humanidad. Así
consta en los libros religiosos.
Los mayores observan las formas de sus bracitos y las redondeces de sus
caras estallando en risas y lágrimas de complacencia. ¡Cómo se mojan
y se hacen buenos los pañuelos!
Ha nacido un niño, y la gente, enterada de la noticia, va con muchas
luces a contemplar el milagro: ahí está, con su olor a leche que le
limpia la cara, y su hambre golpeando las puertas de los pezones negros
de su madre adormecida.
Cuánto llanto en la pieza, en la habitación que, aunque pobre, se hace
más liviana con los hipos del recién nacido que se aferra a las rosas
vivas de los senos de su progenitora.
Ah..., ella es joven, tiene la sombra de una estrella entre ambas
cejas; la naturaleza le ha dado de pronto a su expresión la sombra de
una pequeña rama de higo que profundiza las venas azuladas de su
rostro.
Ah..., ella es delicada, pero la sonrisa le corta el rostro, como el
cuchillo al pan caliente en dos mitades, para que sea todo olor a
abundancia.
Del niño es la escuela. A ella irá cuando vista medidas más grandes,
y se sentará en la sala, en la fila de atrás, para buscar y atrapar al
grillo que se esconde detrás de las voces de sus compañeros.
Y un niño enferma, y la luna, insomne, permanece en su ventana, y las
pocas estrellas que titilan en el firmamento no se animan a retirarse.
La fiebre sube y se confunde con las manos frías de espanto de la madre
que no recuerda, no sabe dónde dejó el dinero para comprar el remedio.
¡Son las doce de la noche y la fiebre no baja!
Como las rosas expuestas al sol, prenden flores rojas en las mejillas
del niño enfermo que habla en sueños de un barco gigante y pintado de
azul llevado por la corriente de agua.
¿Quién ha visto un barco azul?
Me cuentan que los niños suelen ser amigables.
Tú les hablas de príncipes que van en busca de niñas de ojos claros y
ellos completan la historia diciendo: “Porque los príncipes solamente
se enamoran de las damas hermosas”.
Me cuentan que los niños te ponen sus manitos sobre la cabeza y
se te va la pena, y el dolor de la ausencia, y una dicha como de viento
soplando entre los rosales hace que respires hondo y profundo.
Yo no los quiero ver en las calles mendigando.
Yo no los quiero ver quemando su niñez en balde.
De los niños es este lado de la luz, la que echa sus pestañas llenas
de polen al viento, la que levanta la cerviz del lirio caído y entibia
las ropas colgadas del tendedero.
Yo no quiero que pasen hambre.
Yo no quiero que pasen frío.
Yo no los quiero ver deambulando por las calles desiertas.
Yo los quiero felices.
Yo los quiero contentos.