Cuando era pequeña, mi hermana y yo solíamos jugar a las ancianas enfermas.
La imaginación infantil suele ser impredecible.
Y así, en torno a ese juego, era que yo me acostaba en un lecho “sumida” en la fiebre y muchos dolores en la espalda, en la cabeza y hasta en mis ojos. Puro humor negro.
Mi hermana, también “anciana y enferma”, apoyándose en un palo de escoba se acercaba a mí; en el desconsuelo de aquel miserable destino nuestro, me largaba un parlamento propio de las personas resignadas y achacosas.
Nos causaba un entretenimiento extraño contarnos nuestros males, entre quejidos, toses y expresiones de dolor.
Después de mucha conversación, y de prometerme una próxima visita en cuanto “volviera de la capital”, mi hermana se despedía de mí.
Ahí acababa el juego y empezaba el horario de estudio. La tabla de multiplicar actuaba con el efecto de un revulsivo en mí. Pero eso es isla aparte.
Las visitas a los ancianos que están tirados en sus lechos de enfermos deberían ser practicadas por muchas personas que se quejan de la vaciedad de su existencia.
¿Quién dice que conversar con una anciana puede ser aburrido?
Ella te hablará de su vida. Te contará de cuando atrapó un ave y le curó el ala lastimada. Tú le darás tu tiempo que para ella significará mucho, pues cuántas noches y cuántos días pasó, pasa y pasará recordando los tiempos aquellos en que vivía dentro de una familia, y tenía un amor y una silla junto a una mesa servida para varias personas.
Hay muchos ancianos olvidados. Sus días transcurren sin mayores novedades. Un día le parece a otro. Ellos quisieran hablar, decir, contar...
Mi abuela tenía por costumbre visitar a una amiga solitaria, maestra jubilada, como ella.
Le llevaba su conversación y un frasco de perfume.
Ese acto suyo de charlar con la vieja amiga era una acción que la ponía contenta pues oyéndola deslizarse por una conversación animada se divertía y le prometía regresar. Y eso hacía.
Le causaba gracia la expresividad con que su interlocutora daba vida a cada relato.
En el fondo, mi abuela se alimentaba de aquellas charlas. Era sedativo para ella que la mujer le transportara a su universo haciendo que olvidara su mundo de comida con poca sal, nada de pimienta, nada de café y ninguna preocupación de ser posible (por prescripción médica).
Pero qué universo el de la anciana aquella: nietas que salían corriendo, en dirección a la ventana, cuando pasaba fulanito de tal, con el pelo engominado y los pantalones según el corte de la moda; peleas y reconciliaciones de su hija con su yerno, quien, por algunas razones, le caía bien.
Luego venía la conversación elemental.
El acoso de la soledad.
Si tiene usted ganas de quejarse, porque sí, porque está de mal humor, porque no tiene con quién charlar, debería pensar en visitar un asilo.
Hay muchas personas cuya voz se va secando lentamente.
No tienen con quien conversar.
Y usted, que se dice buena gente, y cristiana, haga la acción del día. Visite a su vecina solitaria. Tanta gente abandonada al silencio hay. Y tanto silencio para llenar con una risa que gire en el aire. |