Pensativo
lector: No me mueve sino la intención de acercarle una versión de mi niñez,
para alejarlo de sus preocupaciones y hacerlo reír (ojalá) con mis
diabluras. Se habla desde siempre sobre cómo educar a los chicos. A los
niños hay que educarlos en el amor. Esa es una verdad. Considere el
lector mi mala crianza, pero sepa, antes de juzgarme, que mi existencia,
como la de muchos niños del campo, ha sido feliz gracias a la rudeza y a
la fiereza.
Vivía
yo en una casa grande, ubicada sobre una suerte de colina del pueblo, a
pocos pasos de un camino de polvo que llevaba al cementerio. Íbamos mis
amigos y yo al camposanto, en las siestas calurosas. Allí hacíamos
tumulto, que era la degeneración propiamente dicha, pues si bien éramos
pequeños, teníamos el salvajismo clavado en nuestros sentidos.
No le temíamos a los cuernos de las vacas, que solían comer pasto en la
loma, y por malditos y provocativos, les arrojábamos piedras en los
cogotes. Con el tiempo, aquellos animales, al vernos llegar, se alejaban
del lugar a prisa.
No podíamos sentirnos contentos siguiendo las normas habituales del
juego, pues crecimos a la de Dios que es grande, sin madre ni padre que
nos castigaran, ni cavilaran en nuestro destino.
Nos gustaba el juego de las consternaciones. Sentados frente a los
panteones, invocábamos a los espíritus del sitio, con amenazas de que si
no salían a mostrarnos su pálida tez, o al menos su gusano, los condenaríamos
a perpetua inmolación en el infierno.
Cuando nos enterábamos de que alguien había fallecido, ya estábamos
junto a la fosa abierta, aguardando la llegada del cortejo fúnebre.
Nos producía una extraña fascinación observar la descompostura de algún
pariente, que caía de ancas en el suelo, para recuperarse después de
oler alcohol.
En una ocasión, Malú, que siempre desayunaba aire, pues era puro
esqueleto y barriga cargada de lombrices, largó un gas estruendoso
mientras el cura párroco reflexionaba solemnemente sobre la paz de la
vida después de la muerte. Recuerdo el silencio ofendido y espeso de los
deudos ante la cruz mayor.
En fin, que éramos malvados, torcidos de mente y muy animales, no lo
niego. Y si lo sabíamos, no alcanzábamos siquiera a considerar la razón
de nuestra maldad, pues nos creíamos con derecho de llevar a cabo lo que
queríamos hacer, por el solo hecho de ser niños.
El juego se justificaba, para nosotros, por el mismo juego. Nuestra ley
era jugar por jugar.
Eso sí, las niñas nos fuimos haciendo finas y doctas en la hipocresía.
Un domingo por la mañana, Rosa y yo fuimos a hablar con la madre
superiora del colegio de monjas de Villeta.
“Quiero ser monjita porque San Antonio se me aparece en la pared de la
letrina”, le dije a la religiosa, dándole codazos a mi amiga. “Yo
quiero conservarme virgen”, le habló Rosita. “Pero son muy pequeñas.
¿Están ustedes bien de la cabeza?” nos contestó la hermana directora,
pillando, ofendida, nuestra caradurez.
“Mi mamá es atea. Dice que usted se besa con el cura, que no se baña
nunca y que es chismosa”, le respondí. Entonces una bofetada me dejó
la cara roja. Rosa Caballero partió a los quince años a la Argentina. ¿Qué
se habrá hecho de ella?
Ah... los recuerdos de mi niñez. Tan maldita que era. Tan mal
intencionada. Tan lista para hacer pasar la fechoría por la buena intención.
Pero ahora vine a cambiar. Me declaro honesta así como sierva del pueblo
y de sus causas, hasta la última gota de mi sangre.
Tengo por sentado que al morir, voy a reencontrarme con mis amigos de la
infancia. Nos veremos la cara y moriremos de la risa. |