Era
la Navidad un tiempo de palabra dulce, de sorpresas, de velas encendidas,
entonces. Yo me crié en el campo, más cerca de las estrellas, a un
costado del viento, con la esperanza fija en cada Nochebuena.
Mi
cumpleaños se festeja el 24 de diciembre. Cuando tenía la edad de los niños,
cada celebración navideña significaba para mí un despertar a las altas
luces del cielo.
Debí llamarme Natividad, pero me quedé en Delfina. Mi perra, Laika, me
seguía contenta cuando iba, con una estrellita en la mano, y la agitación
en el corazón, corriendo por el patio.
Los vecinos venían a nuestra casa, con sus pavos en bandejas, y sus
gallinas bien cocinadas, para celebrar la Navidad en casa. ¡Qué festín,
Dios mío! |
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Desde
tempranas horas se armaba la fiesta: clericó (mezcla de piñas, melones,
uvas y vino negro). Y la fiesta era una alegría en los corazones, una
celebración de la vida, un regocijo al armar el pesebre donde no debían
faltar (desde luego) el Niño Jesús, la Virgen María, José, los
pastorcitos, los tres reyes magos, las bestias, el espejo.
“¡A la miércoles, se ha roto un globo de colores!” , gritaba
Adolfina, la empleada doméstica de la casa, cuando armando el pesebre, caíamos
en alguna torpeza. Es que un globo de luces costaba mucho dinero, en esa
época, y solamente alcanzaba el bolsillo para traer una docena de
embelesos de la capital.
Sin embargo, el buen humor se imponía siempre, porque la música sonaba a
todo volumen en la radio, y se escuchaban los villancicos, y los jazmines
olían a dulzura. La imagen del Niño Jesús, en su humilde cuna,
iluminaba los ojos de mis vecinitas. Qué bello, qué niño se veía, bajo
la mirada de su madre. Tan pequeñito aquel hijo de Dios.
Al caer la tarde, al abrirse el firmamento para dar paso a las grandes
estrellas, yo me vestía toda de blanco y me sentía bella y azucarada.
“¡Qué linda estás!”, me decían mis vecinitas. Tocaban con sus
dedos mi ropa nueva y almidonada. “Pero no se han fijado en mis
zapatos...”, respondía yo, que estaba deseosa de que se tomara apunte
de mi paquetería. Era vanidosa, entonces.
Mi madre se dejaba arrastrar por el bullicio ajeno y viajaba lejos con sus
pensamientos.
“¿Por qué será que mamá suele ser tan distraída?”, pensaba yo, y
me quedaba un poco triste, durante un instante, para luego rehacerme, para
luego volver a explotar en risas, para jugar a quién reía más largo y
mejor con mis amigas.
Reír... Reír... Reír...
Había que estar delicado de salud para no reírse en Navidad. Tan buena
fecha para recordar al niño Dios, para mirar más lejos del vacío de la
tierra y del polvo y creer que había en el cielo muchas moradas. Tan
hermosa fecha para escuchar el canto de las cigarras, para volver a contar
desde el número 1. La Navidad llegaba con su esplendor, con su música
lejana que sonaba en el pueblo, con sus copas cargadas de sidra, con mi
perra metiéndose debajo de la cama al sentir la revolución de los
cohetes y de los petardos. La noche tenía olor a esperanza. A pan. A
vino. Y yo celebraba el nacimiento del niño Dios y mi cumpleaños. Después,
el sueño pesado. Las ganas incontenibles de dormir. Luego el adiós, el
hasta luego, el gracias, pero muchas gracias. ¡¡¡Navidad de entonces!!! |