Hay
gente que sueña con murales. Y en sus sueños aparecen unicornios estáticos
en medio de una niebla azulada. Esa imagen podría ser una revelación del
destino que raras veces informa sobre su trajinar dentro de los laberintos
de las infinitas existencias del ser humano.
Hay
gente que madruga con murales anchos, largos, de colores habladores de
aguas que pasan por el río donde las mujeres lavan las ropas de sus
hombres y cantan alegre, entusiastamente, de islas de camalotes coronados
por una flor gigante, del sol alumbrando las hojas curtidas del jacarandá
trepado al cielo, del ocaso de oro invadido por la nostalgia sin fin de la
dama de los catalejos viejos.
Yo no suelo soñar con murales. No.
Pero confieso que me gustaría soñar con ellos alguna noche.
Y que los murales digan, expresen la belleza redonda. Pero también lo que
no se atreven a gritar los jóvenes, la gente silenciosa de mi tierra.
Porque su voz callada es el vivo, permanente color de todos los muros.
A veces suelo leer en alguna pared trajinada por las hormigas la siguiente
frase: “Yo amo a Clara. Firma: J. F.”. Entonces trato de imaginar cómo
es Clara. De qué color son sus ojos. Qué en ella, en su persona, digo,
le hace ser amada por aquel muchacho cuyo nombre no sé, y que acaso ya la
olvidó, pues el amor no dura tanto como los grafitis.
Presiento en la caligrafía de aquel muchacho, mejor dicho, en el retoque
sofisticado de la pintura negra, el rasgo de un sentimiento que necesita
ser conocido por los curiosos y más aún por la mujer amada; ella –
acaso– hace tres noches le dijo que se fuera y no volviera nunca más.
“Ya no te quiero, Lola”, se lee en el muro.
El amor es imprevisible.
Cada mural de amor tiene su propia historia. Es un clamor. Un sonido hecho
palabras sobre la pintura de cal.
Diariamente paso frente a un precioso mural que puede apreciarse en la
calles Montevideo casi Dr. Gaspar Rodríguez de Francia.
Es una muestra artística de alta creatividad y de identificación plena
con la naturaleza.
Hay animales voladores, rastreros, tigres de fábulas, serpientes
malignas, mariposas impasibles, un caballo salvaje, remadores oscuros y un
fondo verde como de selva en levantamiento general.
Lástima grande que el ómnibus arranca a toda velocidad cuando se
encienden las luces rojas del semáforo y me quedo sin poder grabar en mi
retina los colores de tantos ojos de aquella obra a la intemperie.
Y el verde se me resbala. Y las aves están por echarse al vuelo. Y los
tonos vivos se quedan ahí, dentro de los gases tóxicos despedidos por el
tránsito automotor.
Ya he dicho que ese mural es muy bueno.
No le falta ningún color. Ninguna esencia coloreada del universo.
Ninguna figura más.
O tal vez sí.
Tal vez la figura animada, viva, por siempre viva, del niño, del indígena
de la ciudad, que nos señala a todos con la punta del dedo indicándonos
nuestra pesada carga de culpa social.
(Carga que a mí me pesa cada día más.)
Y unos ojos inesperados y enojados en él.
Porque los niños indígenas de la calle son murales vivos que pasamos,
pasamos, pasamos y pasamos sin mirar ni una sola vez. |