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El observatorio

El mundo gira
Delfina Acosta

Cuántas veces nos despertamos inquietos o sobresaltados. Es que la vida pasa por nuestra existencia cientos, miles de veces al día, de modo que nos ocurre un tiempo rápido, apremiante; la gente quiere pasarnos, ergo, acelera el paso; el cansancio colectivo es nuestro pan diario; debemos llegar, hacer, contar, examinar, tachar, sumar, restar, consultar, resolver la situación que propone el día, y mañana lo mismo, y pasado mañana también.   

Todo es un pasar de días por los que nos vamos yendo sin remedio.   
  
Ah... los grandiosos, los formidables ateos, quienes forman la gran masa del mundo. ¿Por qué son ateos? Arriesgo una teoría: Porque han sufrido en su delicadeza infinita lo que es sentir apetito, porque han sufrido en carne propia lo que es pasar hambre a pesar de haber trabajado mucho, de haber conseguido una mirada de aprobación del patrón y de haber tirado de la Tierra, un poco, un átomo más.

Benditos sean los ateos, que escupen al cielo, pues ya no les quedan billetes grandes en los bolsillos. Los hay también ricos y abonados por la fortuna. Y mientras riegan un arbolillo recién plantado, con un silbido dulce en la boca, se distraen pensando en la necedad del que se degrada arrodillándose ante la gran máquina del cielo; piensan en la baba del hombre que se acarrea a sí mismo; presienten que es una desviación vergonzosa su voluntad de creer en una figura sagrada soplada por el espíritu del incienso.   

Los ateos saben que los gusanos son los verdaderos hijos del universo y que en los gusanos se moviliza una fe ciega, que es la procreación misma de los cuerpos. ¿Cuáles? Los árboles, las gardenias, las adelfas, los crisantemos y las petunias que salen de los pies de la humanidad enterrada.   

Pero dejemos a los ateos en paz. Por lo menos a mí, ellos no me necesitan.   

Yo creo en la esperanza. Y la esperanza me moviliza. Me dice que construya, que coma de la mano de Dios, que me levante a la hora nocturna a pedir al Señor que se haga su voluntad o que me sea leve mi existencia.   

Ocurrencias que tengo. Locas ocurrencias.   

Es mi fe mi insomnio, a veces, pues hablando a solas, cantando una canción cristiana a solas, muy a solas, es que espero; luego siento que ya no hay cárcel para mi espíritu y que todos los caminos son posibles y que todas mis debilidades no son sino una deformación de mi carácter. “Debo aprender a tener la personalidad de Jesucristo”, me digo.   

Ah... la tenacidad.   

Y la gente pasa.   

Y yo creo que dentro de tanto pasar, llegará el día en que pasaré de la materia descompuesta a la luz. Porque no es posible que el pasar se detenga. Eso sería la muerte. La exaltación y el triunfo de la nada. De la terrible nada.   

Pasar.   

Sentir un ligero aire en el rostro y saber que mañana la cosecha estará lista.   
  
El pasar es una rueda, y su símbolo es la vitalidad, la pasión o la esencia del amor. El amor es la coraza que enfrenta al odio. El odio se consume a sí mismo como el fuego. Pobres los que odian pues mueren diariamente, arrodillados, con la palabra muerta en su boca y el corazón tomado por las hiedras.   

Hay un mundo que gira.   

Hay un hombre que espera palabras de quien gobierna el mundo.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 12 de Enero de 2010

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