Una
línea fulgurante parte en dos la habitación. Se levanta un mural de
chispas que parece dejarle ciego. Una cortina de polvo se estremece en
aquella luminaria. Hay sombras que se escurren hasta desaparecer en los
rincones.
Ella
se detiene con la mano en el picaporte. Lo suelta sólo para bajar la
maleta, con innecesario esmero. Él, todavía sentado en la cama, siente
la marea de la colcha bañándole el ombligo. Por un instante todo es
quietud; el olor de las sábanas se mezcla con el de las entrañas del
cenicero; la respiración de ambos se torna perentoria; afuera el viento
sopla suave como en todo mayo.
Entonces él siente que los parpadeos le están devolviendo la vista, y
resignado, inerme, la ve extender el brazo izquierdo con una lentitud
marcada por la indecisión. En ese momento contempla cómo ella, sin
atestiguar el acto y ni siquiera ladear la cabeza, acaricia la cuerda para
después recobrar la postura. Salta una nota como quemada por las yemas. A
él eso le basta para saber que esta vez ella no volverá, que nunca más
la tendrá consigo, que al abrir los ojos no estará dándole la espalda,
respirando con esa tersura húmeda y caliente, los mechones derramados
sobre los hombros, las pecas como motas de canela salpicadas en leche. Ese
gesto será suficiente para intuir que ya no mirará por sobre la sedosa
serranía de sus contornos; la cortina detrás, el viento azotando la
muselina, metiéndose alocadamente. Y los dos acurrucándose, liándose en
un enredo de terciopelo; el mundo en penumbras, los suspiros revoloteando
sobre la cama, y él explorando en sus laberintos, acariciándola como
quien palpa una burbuja, probando su piel con el borde de la mejilla, con
la punta seca de los labios, recorriendo la hoja en blanco de su espalda,
dibujándole cosas con las yemas: un ramo de flores, un bombón, una
cadenita con vaya uno a saber qué dije; todo lo que jamás le regaló y
que ella negaba desear, pero que en el fondo nunca pero nunca fallaría.
En ese segundo comprende que ya no volverá a escribirle sobre los brazos,
lo mucho que la quiere, las cosas que olvidó, todo lo que se odia por
tenerla así, los mil perdones; escribir por escribir, releer y volver a
empezar, para luego bajar definitivamente, cruzar las caderas y reír al
dibujar sonrisas sobre esa trama sonrosada, llena de pelusas y secretos. Y
ella espantándole como si fuera un mosquito, rogando por todos los cielos
que la dejase dormir; y el otro estallando de euforia, poniéndole la
pierna encima, cruzándole el brazo sobre el vientre, mordiéndole la
oreja, dándose cuenta de que todo es perfecto, engañándose con que podría
ser eterno.
En ese paréntesis, al escuchar la nota, él sabe que jamás volverá a
cantarle nada, que nunca más ella le pedirá canciones viejas y
rebuscadas, que la guitarra quedará ahí, por siempre, parada sobre una
silla con el clavijero contra la pared. Sabe que ésa es la última de las
notas, el epílogo de una sinfonía de años, el recuento de un universo
convertido en final.
Ella parece esperar que cese el sonido, que la cuerda se calme hasta
dormir, rígida. Él no tiene palabras, no sabe cómo pronunciar lo que
está hecho de silencio. La puerta se abre. Ella es devorada por el rectángulo
de luz que baña la habitación. La puerta se cierra. Hay sombras que
retornan desde los rincones.
Juan
Ramírez Biedermann |