A veces pienso que el primero en disfrutar del escaso y simple
razonamiento de Sancho Panza, y de los testaduros afanes que a Don
Quijote llevaban a arremeter aún contra algún extraño ruido, ha sido el
mismo Cervantes.
El lector entra confiado en las páginas de los dos tomos de la singular
obra, pues para cada absurdo que aquel hombre de caballería comete, su
autor tiene una “justificación”. Y es esa “justificación” de la locura,
de la idealización extrema, de las altas como exageradas virtudes que
adornan a un ser humano de razonamiento nublado, lo que tal vez nos
reconcilia con la ilusión, con la esperanza y hasta con las quimeras,
que nunca deberían darse por perdidas.
Hay lectores y
lectores de Don Quijote de la Mancha
Los hay eruditos, que van sacando páginas y
más páginas de tratamiento analítico en
torno a la obra. Los hay aquellos que se dan
por muy satisfechos y bien pagados con solo
entretenerse con un lenguaje que en ningún
momento se debilita, sino, antes bien,
muestra una consistencia y un dominio de la
imaginación y de la expresión, como pocas
veces, ciertamente, se da.
A la hora de hacer comparaciones, que son
odiosas, muchos lectores prefieren (tal vez)
pasar por alto Las desventuras del joven
Werther y meterse a reír de cuanto fuera de
la razón, pero obrando como quien lleva la
razón, hacía el Caballero de la Triste
Figura.
Existen gentes adictas al libro ahora
comentado. Lo leen, lo releen, y al parecer
siempre les place entrar en esa cápsula del
buen humor que ofrece sus páginas.
Es visible un antes y un después en la
literatura con la aparición de la obra
capital de Miguel de Cervantes.
Ese querer cumplir a rajatabla con el estilo
de las leyes de la caballería que llevaba a
aquel caballero a penar por su amada y a
tratar de resolver cuanto entuerto se le
presentaba en su camino es una proeza
literaria.
Los caminos de la lectura son variados.
Pero es sabido que muchos, demasiados,
terminan llevando a Don Quijote de la
Mancha.