La mujer y el barranco
Delfina Acosta

Una cosa: Me siento feliz porque las rehenes colombianas Clara Rojas y Consuelo González, quienes estaban en poder de las FARC, han sido liberadas. El polémico Hugo Chávez fue el artífice de su liberación. Una de ellas pidió, emocionada, al Presidente de Venezuela, que no bajara la guardia, en abierta alusión a los cientos de cautivos que mantienen encendida la esperanza de su liberación.

Cómo no interpretar el deseo de pronta libertad de esos seres humanos, quienes viven con las alas cortadas en sabe Dios qué condiciones.

Otra cosa: el martes 9, a la noche, estaba viendo yo el noticiero. Me llamó la atención la nota que le hicieron a una mujer, madre de más de cinco hijos, que pasaba sus días en el límite de la precariedad. Su casa era, cómo decirlo, de hojalata, con el techo a la altura de la mano. Decía ella, que viviendo junto a un barranco, y en extrema pobreza, estaba desesperada, no solamente por ella, sino también por sus criaturas.

Podía notarse el total desamparo en esas pobres vidas. Los niños, enclenques, con los ojos asustados, miraban a la cámara. La mujer contaba que les faltaba todo.

Y todo es todo, señores: alimentos, medicamentos al alcance del bolsillo cuando se presentan las enfermedades, una casa digna, espacio y muchas camas para no dormir apiñados, educación para los hijos, un empleo en el cual se haga realidad el sentido de la utilidad. Pues bien, esta mujer sola y madre de muchos hijos, como tantas otras mujeres marginadas del país, no sabe qué hacer con su vida. Una cosa tiene bien clara: que los políticos son mentirosos consuetudinarios.

“No creo en las promesas de Nicanor. Cuando su gente necesita votos siempre aparece por aquí, engañando a los más necesitados. Pero esta vez le digo a Nicanor, en su cara, que no cuente con mi voto. Prefiero morir así, sola, peleando como puedo, antes que entregarle mi voto”, fueron sus palabras.

Imagine, lector, lo que es vivir en la miseria. Viene la lluvia y arrastra tu tierra. Y tú sabes que nadie puede ayudarte. Y los chicos lloriquean de hambre en una habitación. Y tú debes salir a la calle para buscar cualquier cosa; eres un número más entre las largas y las tristes sombras humanas que se rebuscan en la basura. Los pobres, los de la calle, viven una vida distinta. Ellos van como los perros, a meter las narices en la basura. No dicen nada. Tantean en las bolsas de plástico negro; buscan, afanosamente buscan.

La mujer del barranco (por así decirlo) me hizo pensar seriamente en la situación del país, que está también al borde del precipicio. Los paraguayos pobres, de una u otra manera, somos como esa pálida mujer, que no tiene qué comer, ni qué dar de cenar a sus críos. Nos mantenemos al borde de un barranco, pues la calamidad y la desgracia han tomado estado público.

Tomemos el ejemplo de la mujer del barranco y digamos no, no cuenten con mi voto, a ciertos políticos borrosos.

No creamos ahora en ellos, que se nos vienen encima como cuervos, con sus promesas mediáticas.
Muchos políticos ya no tienen retorno. No podrán volver a ser seres humanos jamás. Se han bestializado, ávidos de poder y de dinero, como están. Son los innombrables.

Creamos, si vamos a creer, finalmente, en los políticos que han dejado todo para servir al pueblo. Y creamos en la dignidad, en la fortaleza propia, en los valores humanos que marcan la diferencia dentro de una sociedad deambulante.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 14 de enero de 2008

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