Imagínate, querida
amiga Lauren, que he conocido por fin a mi extraño vecino del piso 16,
Jorge Llosa, de quien he recibido tan imposibles comentarios como que es
un hombre que ha sobrepasado los cien años de edad.
El encuentro fue casual.
Estaba por abordar un taxi que me llevara al centro comercial cuando sentí
un aleteo como de palomas sobre mi hombro izquierdo. Me puse rápidamente
a adivinar: ¿algún estornino jugando con mi cabellera, la sombra de la
gran tía Adelaida siempre tan precipitada e imprevista, los frenéticos
cambistas? Oh, no; no era nada de eso, porque él estaba allí,
ligeramente ausente pero nunca tan lejos como para no acercar a mis ojos
al aire azul de su mirada. En ese instante supe que lo amé.
Como si nos hubiéramos
conocido toda la vida, nos abrazamos (teníamos tanto frío) haciéndonos
la firme promesa de que nos casaríamos de inmediato, mas la tarde estaba
avanzada y las oficinas del registro civil se habían cerrado ya, de modo
que nos dirigimos al museo Cianatti
donde se inauguraba una exposición de viejos mapas marítimos de Cristóbal
Colón, tomamos café cortado en el barcito del puerto, visitamos el
correo de la calle Moravia y compramos un precioso par de anillos de
compromiso lavados con oro italiano que pagaríamos con nuestro salario de
correctores de prensa.
Si Jorge hubiera tenido
cien años no lo hubiera creído jamás porque venía de la adolescencia
en cada promesa de amor que me hacía; yo, como hija de marinero en
tierra, lo arrastraba conmigo hasta el fondo del mar, dándole apenas
tiempo para respirar entre beso y beso; al subir la marea, le mostraba los
peces de colores amarillos, las plantas engañosas conocidas como
girasoles, los enanitos de mar y los barcos ocultos tras las hiedras.
¡Éramos tan afines!
Descubríamos el placer de rememorar viejas fechas de historia, como en un
juego escolar, y ya él pasaba, enamorado, su cálida mano por mi cuello,
mientras yo oprimía, enloquecida, sus mejillas contra mi vientre. Pero la
gente volvía el rostro hacia nosotros porque le causaba espanto nuestra
inocente sexualidad. Tomábamos, entonces, las calles Iturbe o Benjamín
Constant, buscando las penumbras de los antiguos edificios. Los niños reían:
¡una lazarilla cargando sobre sus hombros a un viejo centenario, y que
además leía perfectamente los carteles de la ciudad! Oh, el amor hace
cometer tantos desvaríos; sin embargo, todo cuanto hacíamos era jurar
por Dios; no hubiéramos querido jamás montar un escándalo. Por otra
parte él tenía noventa años, u ochenta o sesenta y cinco.
Tal vez treinta y dos años.
Supimos que en la
colectividad coreana tendríamos cabida o, por lo menos, pasaríamos
desapercibidos, y marchamos, él con un bastón de bambú en la mano, yo
con un libro de Mario Benedetti en la cartera, rumbo a uno de esos tantos
salones de conversación donde te hacen aspirar el aroma de un té. Llevábamos
largas horas de besarnos, de consultarnos sobre nuestros gustos y
preferencias, y de estrujarnos desesperadamente las manos. ¡Estábamos
exhaustos! De pronto se me mostraba, tenía veinte años, y yo cuarenta y
cinco; grandes arrugas ceñían mi frente, las cataratas de mis ojos se
hacían visibles y una horrible papada que no lograba disimular con
maquillaje me daba un aire muy infeliz. Y otra vez se me mostraba, tenía
treinta años; lo amaba locamente.
Sabíamos que solamente
entraríamos en armonía cuando nos casáramos porque, ¿no son acaso los
novios muy hermosos? Desde luego, era el prejuicio de la gente, el tonto
prejuicio que echa por la borda los romances, lo que nos mortificaba.
Nuestros padres prometieron que nos llevarían a Islandia, o a Buenos
Aires. Nos mintieron. A mí me metieron en una guardería infantil (no
tengo siete años, como consta en mi libreta de calificaciones). A Jorge,
en cambio, lo encerraron de por vida en un hospicio para ancianos. El
menor de sus compañeros de prisión tiene noventa y cinco años de edad.
Lo pongo en duda ahora y por siempre.
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