Me
he acostumbrado a dormir temprano. Me viene esa costumbre de mis abuelos
paternos, quienes media hora después de haberse recogido el crepúsculo
debajo de un majestuoso árbol de jacarandá, ya estaban acostados en sus
camastros; el quinqué, apagado, velaba el sueño de las mariposas
muertas.
A
veces quería seguir escribiendo, pero mis padres me pedían que me
acostara.
Soñaba yo con un gran futuro como crítica de “ramos generales”. Haría,
de grande, estudios avanzados sobre las semejanzas entre las corrientes
filosóficas orientales y las revelaciones de las partículas subatomales.
Indagaría con éxito en el funcionamiento del cerebro y la rutina;
recibiría, seguramente, duros ataques de parte de mis detractores, los
sostenedores de la teoría de que el hombre es un animal político.
Bien. El caso es que he desarrollado una costumbre sana. Después de leer
algo de Emyli Dickinson, Dawson, Hawking, Goethe, Manuel Puig, Adolfo Bioy
Casares y Cervantes, me entrego al sueño. A la mañana, muy temprano, ya
estoy en primeras charlas y saludos con los papagayos que vuelan
alegremente sobre mi casa.
Asunción es una gran aldea, señor lector.
Hace unos días, entrando de puntillas en el gabinete de la casa (y digo
gabinete pues es una verdadera fortaleza de viejos, muy viejos estantes
donde conviven dentro de un clima neurótico, Emily Bronte, Manuel Mujica
Láinez, Ernesto Sábato, etc.), escuché la siguiente frase: “El
destino del hombre depende del hábito de la persona”.
Fui feliz al oír esa revelación.
Se confirmaba, pues, mi teoría de que la suma de los actos voluntarios
pesa -total y definitivamente- en el resultado (éxito o fracaso) de
nuestra existencia.
Y desde entonces, echando a funcionar mi sesera, redoblé mi hábito por
la lectura.
Y leí con más paciencia, como si descubriera las sílabas del idioma
castellano, aquella extraña fusión de locura y cordura de Don Quijote y
Sancho Panza. Ya no leí para el disfrute, ciertamente, sino para
interpretar las diversas influencias que la locura explícita tiene en el
ánimo del escritor.
Tomé la hora seis de la tarde para redondear las ideas. Y así me pienso
como lo que soy: una mujer de buenas intenciones y ganas de ocuparme de la
rutina doméstica en la medida que me defiendo de mi torpeza.
Son días de calor. Aprovecho la pesada capa de presión atmosférica que
promete algunos chubascos para ir lavando mis ropas y sábanas.
Sueño.
Tengo sueños de hacer conocer mis versos en distintas partes del mundo.
¿Lo lograré? Es muy probable que no.
Habituada a la lectura y a la escritura, y acostumbrada a sacar los
mejores réditos de mi persona, creo, sin embargo, que mi nombre no sonará
en vano.
Me pesa el tiempo.
Me pesa mi persona.
Me pesan muchas cosas.
Pero sigo con mis hábitos de lectura y escritura, como si en eso se me
fuera la vida.
Estoy convencida de que la fuerza de voluntad define al ser humano.
Conviene tomar el hábito extraordinario del trabajo antes que el hábito
común y corriente de quienes nada mayor esperan ya de la existencia. |