Soy
una persona sensible, muy sensible. Me gusta analizar a la gente. Tengo un
perfil bajo, casi el perfil de una abeja, pero nadie, al observarme, y
verme así, tan poca cosa, puede entrever que yo puedo tener, al cabo de
una hora de conversación con una persona, una cédula de su personalidad.
¿Nuevo término? Pues sí. O acaso, no.
Cuando termino de leer un libro, sobre todo un texto por el que se
deslizan fuertes pasiones, intrigas y desvelos del ánimo, ya tengo una
opinión más o menos formada sobre el autor.
Cuántos escritores han pasado por mi laboriosa cabecita. Escritores
amargados, dados a despreciar la vida y dispuestos a arrojarse, un domingo
por la tarde, preferentemente cuando el reloj marca las cinco, desde un
balcón.
Escritores que viven rezongando, hojeando con desdén su propia obra, y
escupiendo el vacío de las horas que pasan, pues su genio atormentado les
lleva a pensar que sería mejor prender fuego a todos los libros que han
escrito. Solo valoran su biblioteca pues en ella están las obras de
Tolstoi, Dostoievski, Miguel de Cervantes y otros talentos que el lenguaje
ha dado.
Hay algunos que se salvan de sí mismos, y piensan que sí, que el próximo
libro será mejor, y vendrá el reconocimiento de la crítica seria y
madura.
La inestabilidad amorosa es la constante de los poetas.
Y hay que leerlos para penetrar en un mundo donde la víctima, o sea el
poeta, entra en un estado de melancolía que es su vino para escribir los
mejores poemas de amor y de desdicha.
Cierto desequilibrio emocional turba el carácter de los creadores
literarios. Aunque muchos se mantienen en la raya de la razón.
Pero la razón total no existe; eso lo creo yo.
Muchos vates no dejan entrever el malhumor que los acucia a partir del
ocaso; es que escriben tan bien y hacen tan buena pintura de la métrica y
de la musicalidad, que uno los respeta y hasta tiene la impresión de que
son pavos reales creados para marcar la diferencia entre los iluminados, y
el resto, los seres humanos ramplones e intrascendentes.
Al envidioso le viene bien la envidia. Con envidiar a los escritores que
se destacan, van sacando, esfuerzo de por medio, las mejores chispas de su
ingenio y de su creatividad.
Ah... la psiquis de los escritores.
En la profundidad de su dolor (no todos los escritores son seres
descontentos), de su incapacidad para comunicarse libremente con las demás
personas, buscan el papel para despacharse contra Dios, contra la tarea
forzada de vivir en un mundo donde los poderosos se aprovechan de los débiles,
y donde la lógica se esfuma ante la presencia de los mendigos alrededor
de las iglesias a las que acuden las damas piadosas.
Conozco la turbulencia, la intolerancia, el egocentrismo, la vanidad, la
obsesión, la cobardía, las frustraciones, el humor inflado por la ira y
los pensamientos castigados por el cansancio de los escritores.
Sus obras son como cartas echadas por una vidente que me permiten ver más
allá, mucho más allá de lo que los autores ven. Puedo entrar en sus
complejos. Miro en su interior y veo el rebullir de la carne y de los
deseos.
Creo, si no hay objeción, que voy creando un nuevo estilo literario.
Me refiero a la cédula sicológica.
Si no hay objeciones, ni enojos, doy por concluido el asunto. Y a otra
cosa, mariposa. |