Tengo
mi lado deportivo muy cultivado.
Como no podía ser de otra manera, quedé prendida frente a la televisión
cuando comenzó la transmisión del partido entre Paraguay y Argentina,
a las siete de la tarde.
Observé el estadio colmado de gente; era un panal de abejas la gradería;
supe que en cada hincha latía un corazón deseoso de emociones que lo
condujeran a un estado de felicidad, de éxtasis supremo, que solamente
un gol podía provocar.
Por primera vez en mucho tiempo, el estadio “Defensores del Chaco”
estuvo colmado de paraguayos (yo diría, también, patriotas), que
entonaron a viva voz la canción “Patria Querida” y algunos
estribillos de gusto divertido y apropiado para la ocasión.
La imaginería popular tuvo sus mejores luces en la oportunidad.
De más está decir que la selección paraguaya iba por su sitio en el
Mundial.
De más está decir, también, pero igual lo digo, que la presencia
multitudinaria de la población paraguaya en el estadio fue, con sus
silbidos y sus cánticos entusiastas, una lección de optimismo para
aquellos individuos que tienen una mentalidad derrotista y que, antes de
que se echen las cartas, ya están cantando una derrota, ya murmuran que
no, que Paraguay no va a poder contra el rival, que “todo” está
arreglado.
Paraguay jugó como se debe jugar para conquistar su espacio en Sudáfrica.
Y jugó con gusto a goles.
Dos pelotas fueron a parar contra el palo y el travesaño del arco de
Argentina, disparando una ilusión de gloria que se agotó en un largo
suspiro.
Pero hubo gol. Sí, señor.
Y el gol de la Albirroja tuvo el sonido del repicar de las campanas y
fue el anunciamiento de un universo conquistado que hizo que los hinchas
reventáramos en un largo grito de victoria.
O grito de gloria.
Cierto es que cada jugador paraguayo puso su parte de entusiasmo en la
jornada, corrió con la velocidad de sus deseos, apuró sus ganas de
llevar el balón al terreno de la selección argentina, pero más cierto
y más grande que todas las certezas fue el impacto de ese gol mágico
marcado por Haedo.
En un momento fue dios.
Y aún sigue siendo dios para los fanáticos.
Y por muchos años se hablará de su divinidad. Las generaciones
venideras aprenderán su nombre. Los mayores nos encargaremos de que así
sea.
En todos los momentos fue el hombre que, a pesar de haber conseguido un
triunfo que tuvo sensación a cielo, siguió corriendo tras la pelota y
sumando aportes, ataques, contraataques, jugadas magistrales que hacían
que la afición deportiva se ilusionara con un segundo gol. Aquí debo
decir lo obvio: un segundo gol nos hubiera dado una tranquilidad de
peces en su ambiente, pues, la verdad sea dicha así: con un solo gol se
agigantaba en nuestro ánimo el temor y el terror a un gol argentino que
pudiera congelar el estadio. ¡Qué insípidos y desabridos suelen ser
los empates! ¿Verdad?
El caso es que la selección ganó.
Y nos ganó la euforia.
Estamos clasificados para el Mundial de 2010 en Sudáfrica.
El optimismo y el calor de la hinchada dio, a su manera, el empuje anímico
para la concreción del gol de oro.
Los pesimistas ya deben aprender la lección.
Paraguay está en el Mundial y el país sigue con la fiesta.