El
23 de octubre fui a mi valle con Rubén Bareiro Saguier. Antes de ir al
colegio virgen del rosario, donde se llevaría a cabo la entrega de
diplomas a los alumnos de la Academia Literaria “Dr. Rubén Bareiro
Saguier”, hicimos una visita a Blas Fretes y María Beatriz Herbert de
Fretes. Visita y bienvenida ya son una tradición, porque la pueblan los años.
Ambos acostumbran mimarnos, y nosotros, hastiados de la ciudad, nos
dejamos mimar. Aquellos gestos que todavía conserva la gente del pueblo:
la espera frente al portón, la amabilidad llena de besos, abrazos y más
saludos, el vaso de agua presto, nos dan, cada vez que vamos, ganas de
quedarnos siempre sentados.
María
Beatriz, anfitriona ponderable, preparó dos tortas para acompañar el
cocido de las cinco de la tarde. Y luego empezó a hablar. Se vino la gramática
torrencial, entonces; la mejor de las gramáticas, la que abre una boca y
deja a las otras mudas y a oscuras.
Ávida de saber quiénes seguían viviendo, pues llevo la cuenta de los
muertos, pedí datos sobre la población. Que sí, que todos estaban
vivos, gozando de buena salud, aunque en la pereza ya algunos, contaba
ella. Entonces fui a pensar que en Villeta la gente es inmortal, y que la
muerte allí es una molestia, una sarna que afecta solo a los demás.
Comentaba nuestra amiga que había sido nombrada “heredera” de Titila
Delgado en aquello de vestir a la Virgen del Rosario. Poner bella y
compuesta a la madre de todas las madres no pasa por manos de cualquiera.
Se precisa ser católica y estar a las órdenes de la tradición.
María Beatriz tiene una manera sencilla y alegre de contar las cosas.
Conoce a todo el pueblo y a cada gente le encuentra su gracia.
Al explicar, detalle sobre detalle, que vestir a la madre de Dios no era
asunto sencillo, yo la seguía en mi imaginación. Las anécdotas de fina
puntería y dignas de un cuento me ubicaban, momentáneamente, en la
situación de la narradora. Como cuando decía que, terminada de engalanar
a la santa patrona, no faltaba quien exigiera mayor atención en un pequeño
lugar, o sea, volver a empezar...
Cuidar de la mamaíta para que luzca hermosa en el día de su santo es un
quebranto aparte que solo se maneja en las familias de bien. Si a una le
toca ser “heredera”, ha de darse por satisfecha, así la tarea resulte
penosa, de vez en cuando.
Al terminar la merienda nos encaminamos al colegio. Rubén presentó su
libro aún inédito. Hubo aplausos.
Todos lo quieren en su valle. Hizo sus estudios primarios allí. Trajo la
poesía al río.
“Aquel es el pindó cosmogónico”, me dijo, señalando el imponente árbol
de su hogar, ubicado al lado de la casa de estudios, en un pestañeo del
acto cultural.
A las siete de la tarde los alumnos de la Academia Literaria leyeron sus
respectivos poemas. Todo fue un despliegue de rosas, de amores y de lágrimas
al borde del precipicio. Esas son las horas que no deben pasar. Las horas
del encuentro con la gente de nuestro valle, digo. Porque las cosas buscan
un final, al acabar la fiesta, nos despedimos, saludo sobre saludo, y
emprendimos el regreso a Asunción.
Idoyaga, el historiador inédito de Villeta (dice que le faltan muchas
cosas aún para publicar el libro donde saldrán a la luz verdades
desconocidas) empezó a hablarme sobre poras. Probar que existen las poras
suele matar el cansancio del retorno en auto. Él me contaba “casos” y
yo lo escuchaba como se escucha a la gente que cuenta historias de
fantasmas y de apariciones. O sea, creyendo, por las dudas. “Hay más
cosas en el cielo y en la Tierra de las que tu filosofía piensa”, dijo
Shakespeare, en boca de Hamlet. |