Que los niños sean felices. No hay, tal parece, etapa en la
existencia del ser humano tan francamente corta como alegre, divertida,
acentuadamente libre, propicia a la vaguedad y amparada por sabe solo
Dios cuántos santos, como la de la niñez. Luego, cuando los años vayan
sumando, cuando el tiempo, que tiene la impertinencia de dar vueltas a
las páginas de la vida para que nos confrontemos con nuestra realidad,
aquella infancia, si ha sido bien llevada, nos traerá muy gratos
recuerdos.
Según el padre del psicoanálisis, o sea Sigmund Freud (él estudió
sistemáticamente la conducta del individuo), viene a saberse que la
primera etapa de vida del ser humano, vale decir la niñez, tiene una
importante gravitación en el desarrollo de la personalidad del
adulto.
Yo suelo recordar mis años infantiles en mi pueblo, Villeta. Mi casa,
que era una vivienda más o menos pasable (teníamos un aljibe, cuatro
habitaciones, un galpón y un patio donde crecía generosamente una gran
plantación de bananos) estaba enclavada en una suerte de lomada.
Cuando era llegada la siesta, venían mis amigos, que eran mis vecinos
(todavía recuerdo sus nombres y sus apellidos y sus rostros), y nos
íbamos a vagar por las calles calurosas, contándonos historias de poras
y de fantasmas. Cada cual, con su parlamento, trataba de superar el
repertorio o el discurso, que era puro invento, por cierto, de quien en
su turno de hablar se encontraba. Era tan vehemente, tan marcadamente
apasionada aquella infancia nuestra, que si llovía o hacía mucho frío,
por el derecho que teníamos de ser felices, lográbamos reunirnos
igual.
Para entretenernos nos largábamos también a decir zonceras. Las zonceras
eran una variante, una opción más de nuestra comunicación. Jugábamos a
la rayuela. Y a las escondidas, que siguen de moda, pues no hay niño que
no se esconda y otro que no lo busque y lo encuentre detrás de una
puerta.
Un suceso que me dejó pálida fue que rompiendo cocos sobre una piedra,
Felicita halló un gusano dentro de un coco y se lo llevó a la boca. Vino
a decir que aquel insecto era el mejor alimento. Alguna envidia me
entró, mas una envidia sana, dejo constancia, pues yo deseaba también,
como aquella camarada, dejar con una expresión de admiración y susto a
los demás. Desde luego, el caso ameritaba para los que la habíamos
observado un comentario, un decir casi obligatorio. Y el comentario
generalizado era que si se presentaba la ocasión comeríamos un
gusano.
Los tiempos de la infancia deberían ser felices. A mí me da cierta
impresión, a veces, observar cómo los chicos van de tarea en tarea,
marcados por una disciplina inflexible. ¿Dónde están el entretenimiento,
el relajo, los juegos que alimentan la fantasía y nutren la salud mental
? ¿No es acaso necesario que la niñez se deslice sin mayores
compromisos, que no sean aquellos que puedan ser asumidos dentro de los
límites de la edad ? Digo yo...
¿Y qué hacer, por Dios, con aquellos chicos a quienes se les roba ante
los ojos de la gente su infancia, su derecho al disfrute, pues andan
andrajosos de día y de noche por las calles, pidiendo unas cuantas
monedas?
¿En qué mentiras están metidas las autoridades, que siempre se llenan el
pico de flores a la hora de las promesas electorales?
¿Figura en sus planes un programa fiable, diseñado sensiblemente, capaz
de encarar con resultados eficaces, contundentes, la problemática de la
mendicidad infantil? |