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Hora nocturna |
La anciana se hallaba sentada sobre la silla de ruedas, siguiendo con los ojos los movimientos del animal. Era un angora de ojos relampagueantes sumergido en la penumbra del patio cuya humedad parecía oler, por momentos, a las adelfas. De un salto estaba caminando ya sobre el tejado de la casa vecina, y los perros de la calle, al divisar su figura escribiéndose en la luna llena y rojiza, se largaron a ladrar con el juicio perdido. - Ella no da casi trabajo - me dijo la señora Esperanza. Tenía la nariz aguileña y las gafas oscuras y esa atención falsa que ponen las mujeres apresuradas a las personas desconocidas y humildes. No hubiera querido trabajar como dama de compañía, pero la larga enfermedad de mi padre, con su pobre cara de vela derritiéndose, y el cigarrillo apagándose - a menudo - en su boca salivosa, me empujó a presentarme como la candidata solicitada en el diario: “Se necesita señora de buen trato, limpia, con conocimiento de primeros auxilios, mayor de treinta años, sin retiro...”. El té de chamomilla estaba caliente. Y la bienvenida afectuosa, aunque difícil de sostener por la mujer, quien parecía cansada. Después de decir que sí a cuatro recomendaciones puntuales de la dama, llevé a la anciana, sentada en su silla de ruedas, a su habitación. El reloj de pared marcaba las ocho de la noche. Con la cabeza reclinada sobre la almohada de su cama (usaba dos jergones viejos) se largó a hablar: “Él estaba enamorado de mí. Cuando yo ejecutaba “Para Elisa”, de Beethoven, en el piano alemán de la familia, sus sentimientos parecían accidentarse porque se le caían las lágrimas. Claro que Beethoven es trágico, patético, apocalíptico. No hablábamos casi. Es decir, sí, un poco. No nos decíamos aquellas palabras con que se aprietan los novios en la oscuridad, pues éramos dos tímidos chicos de la alta sociedad que siempre teníamos la vergüenza puesta. Tratándome de usted me preguntaba si había leído el libro de San Agustín, o de Platón, y cómo me sentía; yo, con el usted siempre en la boca, le contestaba que mi bien era su persona, su presencia, o sea su esmero: aquel traje de gabardina azul que olía a sustancia parisiense y esa tira de seda negra anudada a su cuello; le juraba que mi contentamiento estaba en él, sentado sobre la silla de mimbre, a una baldosa de distancia de las penumbras de la sala, siempre decente, como correspondía, aunque pasando de largo el horario de visita”. Así son las personas mayores. Rememoran a sus novios muertos hace años. Hablan de largos viajes que hicieron en un trasatlántico, y te preguntan si has viajado con ellos en el buque de la compañía tal, o si recuerdas los apellidos que salieron a relucir en los saludos de presentación, los saludos de aquellas nuevas amistades italianas que alegraban los paseos sobre la cubierta del barco, al caer la noche titilante sobre el mar. Le indiqué que debíamos dormir. No me respondió; estaba ya dormida. No podía conciliar el sueño y eran pasadas las diez de la noche. Un benteveo aventaba una queja lastimada al viento y una fina llovizna caía sobre los cipreses de la vereda; estaba pues yo cargando con el fardo de la hora nocturna que se acentuaba con el silencio asmático de la habitación. El benteveo empezó a picotear la rama; la anciana habló. “Aquel día de octubre apareció por el pueblo un hombre cojo y acuciado por la sarna. Quería ganarse unos cuantos pesos; llegó hasta el portón de mi casa, me ofreció su servicio de jardinero, y no se lo creí. Cuando yo no creo me suelo enojar. Lo dejé pasar, sin embargo. Me habló de las flores, de las petunias, de las hortensias, de las caléndulas, y me contó las propiedades medicinales de ellas, que las anoté en el papel de mi delantal. Para el alma, los jazmines; para el despecho, los ranúnculos; para la traición, las rosas imperiales; y las plagas de las violetas para el dolor del corazón”, dijo con una voz a la que veces parecía no llegar a tiempo, acuciada como estaba por sus bronquios llenos de catarro y el inicio de una tos ferina. - ¿Y usted le creyó? - Pues sí. Además me leyó el futuro. Me dijo que sería adinerada. La vieja estaba fantaseando demasiado. Por momentos me preguntaba si ya había amanecido; le contestaba que no. Entonces ella me explicaba que era la hora en que las aguas del río se limpiaban y que la gran crecida llegaría en tres días de modo que la casa perdería, para siempre, su collar de diamantes. Un acceso de tos le tapó la boca. Y un sueño pesado cayó sobre mí. Dos personas en la calle discutían mientras orinaban en la vereda. Estaban ebrias. El de la voz grave quería ponerse de acuerdo con el de la voz aguda para cesar de discutir y perpetrar de una vez el delito. Como no existía perro que defendiera la mansión pensaban que se meterían con facilidad en la sala y se llevarían las alhajas en oro, y aquel anillo de diamante de la Lynch, que sobrevivió al saqueo de la guerra grande. Los oí discutir mientras la calle los llevaba para abajo, hasta que se los tragó una esquina sin iluminación y el último fogonazo de un auto que perdió la dirección. A las diez de la mañana serví a la anciana café con leche, huevos de codorniz revueltos, rosquillas de anís untadas con dulce de leche y una presa de pollo. Comía sin apuro y bien. Se tomó su tiempo que era mi tiempo. - Lleve la bandeja al perro para que lo limpie - dijo. No estaba enterada de que no había lebrel, ni dogo, ni perdiguero, ni pastor alemán, ni criatura parecida a un perro, ni pulga, salvo la sombra de la estatua de la pitonisa de bronce, en el corredor, que tomaba, a veces, la forma de un animal agazapado. Calamidad: La señora Esperanza desapareció. Me echó el fardo, o sea su madre, encima. Ninguna nota, ninguna carta, nada. La busqué en las calles. Y más allá de las calles, en los domicilios de los muertos, o sea las aguas. Pero los estibadores no habían visto a ninguna mujer con sus características andar caminando por las orillas del río. Y las olas, con su piel escamosa, sus láminas doradas sólo habían arrojado a las playas dos enormes pescados muertos. Pasaron tres días y tres noches. Ella me contaba, a la hora nocturna, los cuentos de sus delirios como quien se enteraba de algo y me debía informar. Aquella noche goteaba. El sacudón de un relámpago en el cielo apuró sus palabras. “Mi esposo me amaba. En el primer aniversario de nuestra boda me regaló un collar de diamantes y un traje enterizo de color bermejo. Un auténtico Chanel. Yo le dije que para qué, que con sólo su cariño me tenía por bien vestida. Ah.... el collar...”, suspiró. “Y pensar que lo perdí”, sollozó. - Dónde está el collar - me encontré diciendo, desesperada, pues nuestra situación era calamitosa por donde quiera que se la mirase. - ¡Ajá! ¡Conque resulta que me crees! - respondió, triunfante. Por fin alguien le daba un voto de confianza antes de caer el telón sobre su vida. - Siempre te creí. - Búscalo en la chimenea, debajo de un ladrillo marcado con una cruz. Salí disparando de la habitación. Escarbé. Forcé la caída del ladrillo con una horquilla para heno. Ahí estaba, con sus ojos de perro en la obscuridad, mordiéndome casi la mano, como si se defendiera rabiosamente de la luz. Volví cantando a la habitación de la anciana. Y ella, maravillada de mi humor, empezó a cantar. Afuera llovía. Era noche cerrada con sol. |
Delfina
Acosta
Asunción,
Paraguay, 21 de Octubre de 2009
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