Ella
misma se levanta omnipotente, para derrocar el muro del silencio, con
golpes de voz cada vez más profundos y alargados que revelan los modos y
las maneras del más rotundo y acabado lirismo.
LOS ESPONSALES DE LAS PALABRAS
Su primer libro vio la luz en 1938, bajo el título de Canto.
Sabemos que el casorio, o los esponsales de las palabras, que han de
amarse y sonar en el verso, son oficio consumado del artista, del ser
predestinado a las mejores letras.
Sara Iglesias Casadei (luego Sara de Ibáñez al casarse con el escritor,
ensayista y crítico Roberto Ibáñez) conocía tal oficio hasta en los más
pequeños detalles; ese conocimiento la llevó a recorrer el fondo y la
forma de un poema, con una maestría que le valió el respeto y la
admiración de vates como Pablo Neruda y Amado Alonso.
Qué manera de encender las palabras, de convocar a los elementos de la
naturaleza dentro de una métrica, de unos sonetos que nos remontan a lo más
granado de los versificadores de España.
Porque el ritmo y la palabra de la autora se ceñían a un todo, sin obrar
de manera independiente, puede afirmarse que la Ibáñez fue una poetisa
que tuvo la belleza en el puño de su mano.
Hay un dejo de soledad en su existencia, en el latido de su escritura, en
el soplo de su silencio que también, a veces, serpentea por sus versos.
Existe en la autora una intención de volar, de deshacerse de esa eterna
inquietud de “existir sin saber a dónde vamos ni por qué venimos” a
través del único recurso que le queda justo al molde de su alma, y también
de su espíritu: la poesía.
Sara de Ibáñez, presa de una angustia, de un sentimiento casi fatal
ligado a la escritura, quiere dejar testimonio, mediante la belleza, de la
más alta expresión de la belleza, y de la contemplación ensimismada de
un extraño abismo; quiere dejar testimonio, decía, de su recorrido por
un mundo apasionado, azul y triste que le toca en suerte.
Su testimonio son sus poemas.
Leemos en el libro de la Colección Torremozas, la lista de las obras
publicadas por la autora. Y son las siguientes: Canto (1940), Canto a
Montevideo (1941), Hora ciega (1943), Soneto a Julio Herrera y Reissig
(1943), Pastoral (1948), Artigas (1952), Las estaciones y otros poemas
(1957), La batalla (1967), Apocalipsis XX (1970), Canto póstumo (1973),
Poemas escogidos (1974).
La artista falleció en Montevideo, en 1971.
Sara de Ibáñez tiene una voz lírica sostenida, alta, ingeniosa,
inquietante, creativa, llena de gracia, de originalidad y de contrastes.
“Hoy que sus ojos ya perdieron la dimensión de las imágenes convocamos
sobre este muro frío de la muerte todo el sol que bruñó su lenguaje,
porque fue pez de azúcar en fiesta de vocablos, golondrina de espejos que
bebieron su aire, triunfadora del verbo, camoatí de palabras a quien Dios
escuchó, porque su polvo anda entre el cielo y la tierra eternamente
pensando”, escribe la Dra. Sylvia Puentes de Oyenard.
Leerla hoy, gracias a la editorial Torremozas, es un acto de belleza y de
justicia. |