Fuera yo perra |
Cuando
era niña, muy niña, tenía yo una perra que se llamaba Laika, como
aquella perrita callejera de Moscú, que fue enviada a la Luna, y ahora
está, seguramente, con sus ojos abiertos, mirando fijamente las
estrellas. Siempre he sentido amor hacia los animales, cual cualquier piba
de siete u ocho años. ¿Cómo no quererlos, si nos hacen compañía, si
nos dicen con su mirada blanda y húmeda, que están para defendernos con
sus ladridos de quien toque el picaporte de la puerta?. Hablar
no necesitan, pues nos ponemos de acuerdo en todo con ellos. Estamos de
acuerdo en que la vida es linda y triste a la vez, que los ratones no son
buenas visitas, y que las oscuras noches son para ladrarlas, aunque sólo
el ruido de las ramas en movimiento altere los nervios y provoque miedo. Recuerdo
que la escritora Josefina Plá tenía -casi siempre- una veintena de gatos
en su casa. Se le hizo costumbre a los vecinos tirar en su patio a los
mininos desheredados. “Aquella se llama Maleva, la que está sentada
sobre la mesa es Gitana y aquel comilón no tiene nombre”, me decía señalando
a sus gatos. Ellos se lamían las patas y tramaban una noche de luna y
tejados. Tomemos su ejemplo y no permitamos que el frío y el hambre se
coman a las bestias. Tan buenos que son los perros, tan humanos que
parecen. ¿Cómo dejarlos librados a su suerte, cómo no volver el rostro
en dirección a ellos, bañados en aceite y asediados por las moscas? Son
obra del Creador, como nosotros, pensantes y civilizados. |
Delfina
Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 10 de setiembre de 2007
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