Final feliz |
Siempre he renegado de los finales infelices. Cuando leía La historia del desdichado Werther, del gran Göethe, sabía que el final de las páginas del libro me depararía desánimo, tristeza inmerecida, pero seguía avanzando en la lectura, deseosa de aprender cómo escribir triste y mejor, o sea, cómo hacer buena escritura o tristeza impecable. Echaron
mi ánimo por la borda, aquellos clásicos de la literatura mundial como
Madame Bovary, María, La dama de las camelias, Ana Karenina y otras obras
que deben ser leídas sin rímel, pues te empastelan los ojos a medida que
avanzas en las situaciones infelices del argumento. La literatura amorosa
está llena de finales desgraciados. El sufrimiento es la constante en muchas películas de amor. Cuántas veces hemos salido de una sala de cine como si arrastráramos un estado gripal, ¿verdad? Pero ¿cómo es la vida diaria? Pues la vida diaria es mucho más saludable y armoniosa, y, obviamente, cotidiana. Suelo
observar, desde el ómnibus, a los jóvenes que, como lobos insaciables,
se besan sin cesar en las veredas. A ellos sólo les acontece el amor, ese barullo despojado de razón que recorre sus entrañas. Los encuentro alegres, bromistas y hasta tontos. Conozco
a muchas personas que se resisten a amar. Muy inteligentes son aquellas damas, que celebrando la edad que tienen (no importa cuánto), van por un poco de calor para su vientre. Y qué bueno, de veras, es sentirse acompañada en el amor. Todavía más bello que cualquier cosa del mundo es saber que una lo va a ver, en media hora, en una hora, y que él se fijará detenidamente en algunos detalles de nuestra personita. Alegría
de las alegrías sentir sus manos grandes y tibias sobre nuestras manos,
pronunciar algunas palabras, las más locas, clavar la mirada en su
mirada, mostrarle una pestaña caída. Cuántas mujeres, porque han sufrido dos o tres desilusiones sentimentales, se retiran, quejosas, del escenario amoroso. Y no saben (pero si supieran, cambiarían de actitud) que aún les queda mucho por dar de sí, y, además, bastante por recibir. Deberían dejar de tener miedo, caramba. Yo sé, cualquiera sabe, que salir a la calle y encontrar un amor no es fácil. Pero cuán difícil, cuán penosa, cuán gris es la existencia de una mujer que vive en su casa como en un internado. Qué monótona resulta ser la existencia de una dama vuelta toda timidez, todo silencio, todo desengaño. Qué tristeza podrida, Jesucristo, sentarse en un sillón, respirar la soledad, y rendirse, sin dar batalla, a la vejez. |
Delfina
Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, Lunes 20 de Agosto de 2007
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