Trabajamos
con las palabras, que son sonidos en el aire, hilos de sangre en la razón
humana, y laboriosas hormigas trajinando sobre un espacio; ellas adquieren
la frondosidad del enjambre de las abejas cuando está por llover y las
nubes comienzan a lucir relámpagos en el firmamento.
Cuántas equivocaciones cometemos los periodistas, en nuestro apuro, y
luego alguien, el más inesperado de los lectores, nos las hace saber.
Pero de equívocos y de aciertos está hecha, sin duda, la palabra.
Cuando la palabra quiere reunir en torno suyo a los hombres y hacerse
motivo de sus sentimientos, un soplo que viene de no sé qué costilla
divina toca la mente humana y las letras acumulan montañas de rebelión
contra los corruptos que usurpan los derechos de los pobres.
La palabra suena ausente en la boca de los infelices que hablan por
hablar, sin tener conocimiento del grado de pobreza y de marginación de
la gente, a la que nombra vanamente. ¡Ah!..., esa palabra no debió haber
nacido nunca porque no sirve, sino para tener en más desprecio a quien la
pronuncia.
Hay frases idiotas, inútiles, que toman un principio de omnipotencia y
llamado al orden en las expresiones de quien pretende poner claridad y
dominio de las circunstancias en un conflicto determinado. Toda la
oscuridad viene en un tren ruidoso en la expresión del soberbio que, rascándose
la barbilla empieza a decir: “Yo opino...”.
Ocurre. Suele haber maestros de la palabra, que conocen la realidad, los
nervios, los pulmones, y el corazón de la realidad profunda y desnuda, y
sobre ella trazan los mejores argumentos humanos. Nunca puede haber luz más
útil para el prójimo que aquella que ilumina los pabilos de la
inteligencia colectiva, deseosa de encenderse.
El Gobierno hace bien en temer a quienes dan en el corazón de la verdad,
pues a la luz de sus palabras, el pueblo puede ver sus ilícitos y señalar
a los gobernantes descalificados y enviarlos a la cárcel.
No sé quiénes son los periodistas que intentan hacerse eco de los
dolores y de las quejas del pueblo.
Sí sé que a muchos nos mueve la necesidad imperiosa de mejorar un poco
el mundo, de levantar las causas perdidas, de apuntar con el dedo índice
el foco de la infección social, y esto es mucho, y quizás nos sobrepasa,
pero hemos decidido ser periodistas, y aquí estamos, con nuestras ganas
de hacer bien las cosas, aunque a veces pagamos un precio muy alto, pues,
¡ay!, ironía de las ironías, las personas nos suelen tratar mal.
La palabra tiene un deber.
No puede ser anodina.
No tiene que caer en la petulancia.
No debe venderse.
No debe tenerse por mucha por quien la escribió, pues siempre hay algo
que puede añadirse y un pelo que pueda corregirse para que le sea más
llevadera su misión.
Hay un sentimiento claro, abierto, conocido, de respeto hacia la persona
que se esfuerza en publicar esa palabra que ha venido a hacer lo suyo:
echar luz donde todos tropiezan.
Me parece que estar al servicio de la palabra es un apostolado.
Infelices son quienes lo deshonran.
Dueños de su lengua son aquellos que la dicen sin temor y ayudan a hacer
conocer sus derechos a quienes la ignorancia los tiene en una esquina.
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