Todos
los poetas son monárquicos. Yo me incluyo. Pobre de mí, miserable
criatura que Dios envió al mundo como prueba de su mala voluntad.
Todos los poetas son monárquicos, decía. Una vez, una tía le dijo a algún
curtidor de versos que sus poemas estaban buenos, muy buenos, y desde
entonces, él no acepta crítica alguna. Es más, corres el riesgo de
perder su amistad y de ganar su odio, si le dices en la cara que lo que
está escribiendo no es más que una ofensa al Arte, y que lo que dice
–ahora– ya lo dijeron los gatos.
Hay que ver cuán monárquicos son los poetas.
Como son reyes, suyos son los valles y sus lirios, y el arroyo con sus
peces que va corriendo, ciego, hasta la sombra de una higuera.
También son suyos el desprecio y la burla con que leen las obras de sus
pares. “Pero si esto es una mierda. Yo no escribiría nunca algo así.
Además la métrica deja mucho que desear, y para qué sigo hablando si el
tono de la obra es el reflujo de una cloaca salido de un refugio de
ratas”, dice uno, malévolo, frente a un libro ajeno.
Otra vez, un poeta de juveniles años, ganó un segundo premio en un
concurso de “Juegos Florales”, y desde entonces no hay nadie que lo
baje de su carroza de rosas y de adelfas. El escribe las mejores cursilerías
y va por ahí, mezclándose con la bruma de los cigarrillos de los
escritores en un bar, a buscar un sentido elogio sobre su persona. Y
ocurre que a nadie se le ocurre decirle que es un versificador de tercera
categoría, que sus versos son como arañas reventadas sobre un papel,
para no hacerle pasar un mal rato, nada más, y él se queda pensando cuán
difíciles y mezquinos se volvieron los tiempos para los artistas. “Debo
buscar el reconocimiento que merezco en otro sitio porque está visto que
aquí me han tomado envidia”, dice, y se va, ofuscado, con su carroza a
otra parte.
No se te ocurra, amable lector, decirle a un poeta que escribe mal.
Puedes decirle que es mal padre, mal chofer, mal amante y peor marido,
pero no se te ocurra expresarle una oportuna corrección cuando él te
solicita una opinión sobre sus odas porque pensará que la envidia te
inspira y no tienes la sobriedad suficiente para juzgar una línea, un término.
Ocurre que un viejecito de acento porteño que solía conversar con Jorge
Luis Borges, le dio dos o tres palmadas a un poeta después de leer su opúsculo
sobre las mariposas negras, y él creyó que tendría la aprobación a su
talento de su lado, si el autor de “Fervor de Buenos Aires” viviera.
Podrás, por otro lado, sacarle dientes a un poetastro, pero jamás una
aprobación sobre aquellos versos tuyos que dicen, más o menos, lo
siguiente: “Del jazminero pendía un aroma, y del aroma pendía la
flor”.
Ah... la monarquía de los poetas.
Allá van a respirar el aire de su reino dividido en cuartetos y tercetos.
El sabe de su capa y de su carroza adornada con migas de oro, pero nadie
es capaz de rendirle pleitesía, ni de inclinarse ante su paso que deja
como un tañer de luz del sol sobre su corona dorada.
Escribiré, en la postrimería de mi existencia, un libro sobre la monarquía
de los poetas en el mundo. Y daré nombres y títulos de los libros, para
deleite y confusión de los lectores.
Aquel vate tonto, hoy por hoy idolatrado, será desenmascarado. |