Mas el hombre y la mujer deberían saber, que la verdadera fuerza que mueve a la gente hacia horizontes superiores y dignos de su condición, es la del amor.
El amor nos levanta, nos reconforta, nos motiva, nos da más de doce razones para estar alegres durante la jornada laboral y nos lleva a procurar mejores condiciones de vida para el obrero, el campesino, el hombre común y corriente, y aún el niño que está dentro del vientre de su madre.
Perdón, pero puedo convivir con los egoístas. Su presencia es a veces fastidiosa para mi espíritu. Ellos me hacen ver, con su interés puesto solamente en su ombligo, hasta qué punto pueden llegar a destruir lo que los generosos queremos construir.
Si los egoístas ejercieran la autocrítica, si cayeran en la cuenta de que cierran con candados las puertas a la solidaridad, un sentimiento parecido al asco los invadiría, y mirarían con ojos diferentes a las gentes pobres, a los marginales, a los necesitados de comprensión y de socorro.
Del mismo modo, observarían con ojos distintos su detestable humanidad y cambiarían de actitud.
Veo que hay escasez de amor en estos tiempos aunque muchas personas, de boca para afuera, hablan y prometen ligeramente, instancias positivas para nuestra sociedad en crisis.
Amar nos lleva a saber que ese prójimo que duerme, con ropas rotosas y malolientes en un lugar cercano a la plaza Uruguaya, es nuestro hijo, nuestro padre, nuestro hermano.
Deberíamos tomar conciencia del dolor de los desamparados, de los que hurgan en las basuras, de aquellos compatriotas que van al exterior en busca de un futuro menos oscuro, de los que no tienen los billetes suficientes para comprar los medicamentos necesarios para traer salud a su organismo deteriorado.
Un niño raquítico y enfermo es una luz roja, un llamado de atención para los indiferentes.
No podemos dar la espalda a una realidad social doliente si tenemos conocimiento del amor.
Verdad hablan los pobres cuando dicen que no hacemos nada por ellos.
Pasamos de largo ante tantas quejas de los miserables pues el egoísmo ha echado raíces profundas en nuestro ser. Estando bien alimentados y vestidos poco nos interesa ya la suerte de los demás.
En pocos términos, cuán ignorantes somos, no importa el título académico con el que nos hayamos recibido, y los libros que hemos leído, si no llevamos a la práctica las dulces palabras de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Falta de solidaridad. He ahí nuestro pequeño crimen de cada día, que no merece indulto, mas sí condena grave.
Creo con certeza que el amor no solo mejora las condiciones de vida y el ánimo de quien ama, sino que lleva a desear mejorar y cambiar el mundo.
Usted que ha venido al mundo, no deje que su paso por él sea una simple circunstancia, un número más, un acto sin luz alguna, un mero detalle de fechas (nacimiento y fallecimiento) en el Juzgado de su pueblo.
Trate de hacer el mayor bien posible a la sociedad desde sus humanas posibilidades. No permita que su presencia en la Tierra se convierta en una deposición.