Cuando
el señor Bradbury llegó poco después de
que cayera la tormenta ofreciéndonos una
aspiradora americana, ni mi madre ni yo podíamos
saber cuánta influencia llegaría a tener
aquel anciano hombre en nuestras vidas. Era
tan increíblemente anciano. Y tan frágil y
enfermizo en apariencia. Por donde quiera
que se lo mirase tenía mucho más de cien años.
El señor Bradbury vestía un sobretodo de
color azul eléctrico, cuyas mangas,
ensanchadas y extremadamente largas, le
llegaban casi hasta las rodillas. A decir
verdad, no se desenvolvía con gracia como
suelen desenvolverse los viejos a esa edad,
pero sabía llevar con distinción su
hermoso bastón de caoba.
Aquel
bastón de caoba con punta de oro debía
valer muchísimo dinero. Me animaba, a
veces, el tonto deseo de preguntarle cuántos
dólares había pagado por él, pero de
inmediato desechaba la idea pues ese tipo de
interrogatorio no se hace a un hombre mayor
de edad. ¡Y que además vendía aspiradoras
americanas!
Con
rapidez nos explicaba las múltiples y
apasionantes funciones de los botones
mientras limpiaba el aparador inglés y la
vieja alfombra de la sala. Quedamos encantadísimas
con los resultados y decidimos comprar el
producto en el instante. Ciento noventa dólares.
Trato hecho. El señor Bradbury, en señal
de profundo agradecimiento, prometió
visitarnos a la tarde para tomar con
nosotras el té.
No
sabría cómo explicarlo, pero llegó a la
cita convenida con un traje verde claro de
estupendo corte y un aspecto casi juvenil.
No parecía el mismo señor Bradbury que había
aparecido durante la gran tormenta. En
ciertos momentos de afectuosidad se lo veía
hasta seductor. De hecho, sobrepasaba
largamente los cien años. Misterio.
Conversamos sobre tantas cosas. Las pinturas
de Miguel Ángel, los cuentos de Borges, la
promoción de nuevas invenciones lingüísticas
que aumentaba el tiraje de las novelas
breves, la naturaleza, las flores... Mi
madre, que apenas intervenía en la
conversación con un sí o con un no, tuvo
la buena idea de dejarnos solos yéndose a
la cocina para preparar el segundo servicio
del té.
Me
encantaba oír hablar al señor Bradbury. Él
me explicaba, sin sonrojarse, misteriosas prácticas
sexuales de los pájaros. (Mi madre hubiera
pegado un grito de escándalo de haberlo
estado oyendo). Precisamente, una pareja de
palomas había bajado sobre las ramas del
duraznero del patio cuando sentí que toda
yo me había transformado en una paloma. El
señor Bradbury, en cambio, era un cuervo.
Un arrogante y hermoso cuervo. Dando breves
aleteos conseguimos subir sobre el aparador
inglés. Sin embargo nuestros picos no
conseguían sujetarse el uno del otro por lo
que caímos violentamente en el piso. Aún
intentábamos besarnos. Yo sentía que amaba
a aquel hombre; lo amaba mucho antes de que
viniera a golpear nuestra puerta ofreciéndonos
la aspiradora americana. Me seducía su cultísima
charla, la ligera aspereza, como de nueces,
de sus manos, el misterio de sus ciento
cinco años, sus largas uñas, más propias
de una mujer, con las que se rascaba el mentón.
Oh, yo lo amaba. Sin embargo, nuestros picos
no conseguían amoldarse al beso. Podía
sentir su aliento de cuervo en mi rostro,
pero eso no me bastaba. ¡Qué difíciles
son los caminos del amor!
Cuando
mi madre apareció con el segundo servicio
de té, levantamos vuelo, huyendo por las
ventanas abiertas. La bandeja y las tazas de
porcelana cayeron al suelo con una explosión.
Nunca olvidaré el rostro asustado de mi
madre mientras lanzaba un grito de horror. |