A Elisa, vestida de luto entero, como correspondía, pues venía de enterrar a su padre en el cementerio del pueblo, le llegó una anticipada alegría al golpear con la aldaba la puerta de su casa.
Escuchó ladrar a los perros. Sólo para oírlos, le venía el propósito de dar golpes y más golpes. Golpes de quien sabe que lo dejarán entrar porque la puerta se compadece (más tarde que temprano, pero se compadece) del mendigo, del vecino insomne, del forastero perdido en la noche de frío y de tormenta, cuando Zeus envía un rayo y el trueno empieza a galopar.
Siguió golpeando. Era como si la casa ladrara, dispuesta a clavar sus colmillos y sus alfileres en el desconocido que se atreviera a meter el polvo o el lodo de la calle en su recinto.
Con dos vueltas de llaves se introdujo en el interior; una vez que estuvo adentro, empezó a sacarse el luto. Y el luto fue colgado de un colgadero de seis escarpias, doblado y guardado en un cajón de la cómoda, arrojado en una esquina, junto a otros zapatos, y convertido en una pequeña pelota al caer en la gaveta destinada a las medias de seda.
Al cerrar y guardar su abanico en el cajón de un viejo escritorio, no solamente cerró el despliegue de colores de la bailarina de flamenco con la mantilla de adelfas y rosas sobre sus hombros, y el chusco de camisa a lunares que rasgaba una guitarra, sino que también tuvo la sensación de haber cerrado todos sus suspiros.
Estaba sola con sus treinta y nueve años y aquellos muebles de porte antiguo que eran su suprema compañía. Por ejemplo aquel cuadro enorme, de firma borrosa, un poco inclinado y enfermo de humedad. En él se veía una casa blancuzca largando humo por la chimenea; un camino delgado pero impaciente, de tierra roja, parecía invitar al contemplador de ocasión para que se dejara llevar por él.
Ah..., dejarse llevar.
Elisa había observado una tarde que una mosca de alas ligeramente verdosas (la única, la misma de la sala), la mosca que acostumbraba pasear por las salvillas de oro y por los candelabros de plata, iba y venía por el cuadro, por la copa del solitario árbol del paisaje, por las tejuelas, por el humo azulado, casi lueñe, de la chimenea, por la firma ilegible del artista, y hasta por la pieza de madera pintada que hacía de marco, pero evitaba el camino.
El cielo azulino, sí.
El camino de tierra roja, no.
Mas luego, resistiéndose a avanzar, intentando inútilmente levantar vuelo, luchando con estoicismo contra su destino de mosca en una vieja aunque valiosa obra de arte, fue por el camino que llevaba a la oscura puerta de la casa. Y ésta se la tragó.
El insecto había desaparecido.
Recordó haber contado la historia a su padre. Tomaban el mate de la mañana en el patio de los azafranes, y los perros se lamían las patas junto al brasero con aquella pereza animal que tiene cierto aire de realeza. Algunas chispas de los carbones convertidos en brasas alcanzaban su rostro, sin embargo, ella no se daba cuenta. Sólo sabía que estaba contando a su padre la historia de la mosca, aquel díptero atrapado y sometido a encierro por la misteriosa casa de la chimenea y el humo azulado. Y a medida que hablaba, que redondeaba las frases, que intentaba buscar una explicación en torno al misterio, que recuperaba el aliento y volvía a contar, era como si la mosca buscara salir de aquel cuadro grande y húmedo por su boca.
Pero su padre no dijo nada. Sorbía la bombilla lentamente con una expresión lisa y ausente en la cara. Ella insistió, y mientras insistía escuchaba su voz tomando lentamente distancia de ella hasta que se le hacía cada vez más difícil y más enredado ir tras sus palabras.
Alguna vez nos ha pasado un susto mayúsculo, un hecho inexplicable, algo que hubiéramos deseado contar al instante a alguien que nos creyera en el momento. Pero luego, al contárselo a los demás, al tratar de conservar en su estado de huevo fresco la historia contra natura que nos ha tocado vivir, hemos sentido al cascarón rajarse lentamente y a la yema escurrirse por nuestros dedos, dejándolos sucios, viscosos, pegajosos.
Quienes nos escuchan, con la incredulidad y la confusión subidas a sus ojos ante nuestra expresión nerviosa, nos dejan en estado de vergüenza; caemos en la cuenta de que nuestros “confidentes” están a un paso de tratarnos de mentirosos y fabuladores. Finalmente, muy desorientados, ya ni sabemos si en realidad ocurrió o no “aquello” que empezamos contando con la voz inflada de pasión y de entusiasmo, y el rostro rojo, encendido, iluminado. Y nos damos por vencidos.
La casa y los muebles con cierto aire victoriano le pesaban a Elisa.
Observó su pierna coja, fruto y castigo de una polio mal curada. Miró sus viejos zapatos de charol, y así, en conocimiento de su pobreza, se puso a pensar.
Cuánto pensó dentro de su pobreza.
Se le presentó en la mente la fiambrera vacía.
Observó el cofre sobre la mesa donde solía colocar las llaves de la casa y algunas monedas de níquel. ¿Habría tal vez algún dinero dentro de él? La posibilidad de encontrar monedas en esa caja con cerradura de bronce iluminó sus ojos verdes. Le vino el recuerdo de haberse levantado la noche anterior, durante el velorio, para guardar el cofre, temerosa de un robo; lo tomó, lo abrió, y su vaciedad le cayó con tristeza polvorienta sobre sus ojos.
Recordó que no había manteca, ni lentejas, ni arroz, ni sal, ni limones en el árbol del patio. Y para echar a rodar un castigo sobre la penosa situación, los perros la observaban fijamente, y ella se sentía culpable de sus grandes ojos fijos, hasta que no pudo más y les ordenó que se fueran al fondo a buscar un gato que no existía, gritando “¡¡¡michi, michi, michi!!!”.
Ah... Pero le vino a la memoria la figura del escribano Pablo Álvarez, un hombre flaco, de sombrero muy a propósito de la elegancia masculina, y de ojeras profundas, que parecía estar lejos de sus veintinueve años.
Dentro de dos días él vendría a su casa para quedarse a vivir bajo su techo definitivamente. Y ella tendría, conforme a las estrictas cláusulas del contrato, el dinero de la venta de su casa y de sus muebles.
Ocurre a veces, que cuando una mujer solitaria se vuelve anciana, se ve en la necesidad de ofrecer su vivienda a un extraño, con ella adentro, hasta que se muera.
La anciana en cuestión guarda el dinero de la venta para pagar sus gastos, que no son muchos, ciertamente, pues un guisado de judías sin sal o mandiocas fritas le caen bien, y las velas de cera son siempre demasiadas para alguien que se vale cuanto puede de la luz del crepúsculo para buscar broches, agujas, pinches, estampas religiosas y cosas perdidas, y el jabón es un lujo aparte porque la ropa que lleva puesta todavía le dura y le seguirá durando; además los lavados con jabón echan a perder las mangas y los puños de las prendas de vestir.
Es común que el comprador de la vivienda aguarde, para desligarse de una presencia incómoda, indeseable, propensa a las pústulas y a la tos nocturna, que la vieja muera pronto, cosa que casi nunca ocurre.
Elisa había vendido al escribano Pablo Álvarez su casa, sus muebles, y de alguna manera, su propia persona, por una suma importante. El contrato estaba firmado. Hasta hicieron bromas ácidas.
“¿Quién de los dos morirá primero?”, dijo Elisa.
Y el escribano le deseó vida eterna, frotándose la risa con el dedo índice. Era un tic.
Con suspiros de satisfacción y el rostro reflejando señales de haber dormido profundamente la noche anterior, Pablo Álvarez se presentó ante ella, en el día previsto, que tenía un fuerte olor a humedad despedido por la flora. En el fondo del patio los perros ladraban.
El escribano le pasó la mano larga y mojada por la lluvia, y le pidió un perdón desmedido, y ella le dijo, inclinando ligeramente la cabeza, que no se preocupara.
Después de algunas zonceras más que se dijeron para agasajarse, y de cerrarse el pago, Elisa fue a su cuarto, una pieza distante donde estaban su lecho, una mesa pequeña con patas de hierro, un ropero de luna, una cómoda y algunos objetos con olor a herrumbre colocados sobre un mueble de grandes entrepaños.
Se sentó en el borde de la cama, abrió la bolsa llena de fajos de billetes de los grandes, y empezó a contar.
El escribano se dirigió a la biblioteca, que a partir de ese momento pasaría a ser su gabinete. Silbaba diferentes canciones, y caminaba distinto y raro, que era su manera de expresar su contento.
Al cabo de una semana (las decisiones se toman generalmente siete días después de una mudanza), el hombre le comentó a Elisa, con voz afectuosa, casi tanteadora, que deseaba vender aquel candelero de madera de ébano para comprar un sillón giratorio.
Ah... Elisa no podía permitirlo. A la luz de ese velador, y con la sola compañía de un grillo que la molestaba, pero al que no se decidía a matar (porque podía aplastar a las cucarachas, pero a los grillos no), había descubierto el placer lúdico de la lectura: Las mil y una noches y Madame Bovary. Después vinieron más tomos y libros: Don Quijote de la Mancha, Fortunata y Jacinta, Misteriosa Buenos Aires, y también más grillos.
“Yo se lo compraré”, le dijo con un tono rotundo. Y el escribano se quedó asombrado y con la boca cerrada. Reclinado contra la ventana que daba a la calle, observaba cómo ella, tratando de disimular su cojera, con un rebusque que lo intrigaba y lo desorientaba, se iba para el fondo.
No tenía recuerdo de su rostro. Le pasaba a menudo que revisando papeles, folios y otros documentos, para entrar en los detalles de los trámites de tal o cual caso, no se fijaba en la cara del cliente sentado frente a él; sólo le llegaba su respiración cargada de aflicción, su silencio respetuoso, o su voz ansiosa preguntando cuándo estaría resuelto el caso.
Elisa regresó con un apuro desmedido.
Le pagó lo que valía la lámpara. Negocio cerrado con billetes nuevos. Con un sentimiento animado la prendió. Y fue como si su rostro también se prendiera.
El escribano la miró largamente. Y vio en su rostro amable, sonriente, permiso para hablar.
Pero se contuvo.
Razón tenía su primo Joaquín, cuando le decía, mientras fumaban y caminaban en dirección a cualquier parte, que le costaba hablar porque era un educado crónico.
Para Elisa, alguien que luchaba contra el piano para que no se notara el calamitoso estado de desafinación del instrumento, fue la excusa.
- ¿Le gusta la música?
- ¿Se refiere a la música clásica, como aquélla?
- No. Quiero decir la música en general. Alguna vidalita, un tango, lo que mejor salga de las teclas o de las cuerdas.
- Pues sí. Claro que cuando cocino, no suelo escuchar la radio, pues los boleros me dan vuelta la cabeza, y echo la sal en la olla como si lloviera, y el estofado no lo quieren comer ni los perros de la calle.
- ¿Cuándo tendré el gusto de probar un bocado preparado por sus manos? No pido gran cosa. Un guisado de arroz, un simple caldo, un humilde plato de lentejas ... Soy un distraído comensal venido del campo.
Elisa sonrió. La simpleza de su conversación le caía bien.
Y entonces se animó y le contó que una vez tuvo un novio con saco de gabardina y zapatos con piel de tortuga, que venía a su casa los días de visita, o sea martes, jueves y sábado, y no se quería ir. Ya estaban las casonas de enfrente sumergidas en la pastosa oscuridad nocturna, y los pájaros chistaban en la enramada, pero él seguía sin querer moverse, descansando en el sofá. Y le confesó al escribano que la situación le molestaba, porque es motivo de chisme en un pueblo pequeño que los novios no se quieran retirar de una casa decente a la hora de la luna en punto.
Cinco días después, el escribano, que ya conocía la debilidad de Elisa por los muebles, le comentó así, con la confianza que ella le inspiraba por hacer tan fácil cualquier conversación, que le vendería el tapiz del tigre colgado de la pared. Necesitaba una nueva máquina de escribir. La tecla “a” estaba ya carcomida, y le salía un ojo pequeñito como un punto en el papel.
El animal miraba con no sé qué de indefensión en los ojos al hombre de la escopeta.
Pero sólo Elisa caía en la cuenta del peligro que la bestia corría, y de su eterna necesidad de escapar, de correr, de ser parte de la misma velocidad, para perderse en el follaje espinoso, tupido y húmedo de la selva del Amazonas y no volver jamás al tapiz.
Los demás no veían lo que ella.
Antes, cuando venían sus tías de Buenos Aires, echaban una mirada seca, de paso por la obra, tocaban la seda del paño, respondiendo a un gesto automático, y mientras una desliaba ruidosamente un caramelo de menta o de café, y la otra hacía pequeños ejercicios de respiración, porque decía estar cansada del largo y penoso viaje, pedían con voz postiza y exagerada a su padre, que las llevaran al patio para tomar un tantito de sombra y desplegarse en las reposeras.
A veces pensaba que aquella habitación llena de objetos de arte sofocaba a las tías y a otras visitas que a menudo aparecían pues su padre poseía una selecta colección de té. Y cada pieza artística tenía su ánimo. Sobre todo el tigre.
La mujer acabó trasladando casi todas las obras a su pieza. Y el escribano fue trayendo muebles apropiados para una oficina a la sala y a su gabinete.
Y Elisa, caída la noche, mientras oía la radio, se ponía a hacer cualquier cosa. Esa cualquier cosa comenzaba, a veces, con el intento de recordar dónde había dejado la aspadera, y como no le venía el recuerdo, buscaba entonces, para conformarse, dos gemelos de su saco marino, que sí sabía en qué sitio se encontraban.
Y él en lo suyo, y ella en sus cosas, sentían, a ratos, que se debían una pavada de conversación, y la charla venía por el viejo camino que casi siempre viene pues se ponían a hablar dale que dale de los demás, y hablando de los demás, le vino a Elisa, una tarde, el recuerdo de la viuda de Fleitas, doña Ángela, que se había quedado sola con su alma, pues la señorita Aurora Paredes, quien había comprado la casa con la viuda adentro, había muerto.
La primera en descubrir el cadáver no fue doña Ángela, como se podría esperar. El perro de la casa, un labrador de pelaje negro, se había largado a aullar. Y algunos vecinos, despertándose en plena medianoche, se pusieron a arrojar piedras y cascotes hacia cualquier parte pues no sólo el perro de doña Ángela se soltaba en ladridos sino también los animales de la vecindad que se estaban acabando de enterar de la tragedia y cumplían en avisar.
Doña Ángela tuvo que levantarse, sin entender todavía qué hacía estando de pie. Alguien golpeaba fuertemente las manos en su portón. Era la señorita María Concepción, una mujer viejecita, de ojos achinados y de manos llenas de pecas. Le dijo que pasara. Y una vez que entró en la casa, la mujer se dejó llevar por el labrador. Allí estaba Aurora Paredes, con su camisón blanco de seda inglesa y su maquillaje de geisha sin sacarse, muerta sobre el piso.
Pero Elisa cambió de tema. Y le hizo una broma. Y otra broma más pues la primera no fue entendida del todo. Esas cosas suelen pasar, ¿no es cierto?
A la mañana siguiente, el escribano vio a la mujer ir y venir, haciendo no sé qué cosa. Elisa se puso a cantar mientras pasaba un trapo húmedo por sus muebles. A veces, cuando la veía así, con casi todo el mobiliario de la sala llevado a su habitación, como si la casa hubiera tomado partido por ella, le entraba el extraño pensamiento de que ellos eran un matrimonio en crisis.
Ah... ella y aquellos pájaros de plata dentro de una pajarera enorme, y el espejo redondo y corredizo, y la estatua de Adonis en perfecto estado de conservación, y el tapiz con la figura del hermoso e imponente tigre, y aquella reproducción de “Los girasoles”, de Van Gogh, y esas abstracciones artísticas que pasadas por el análisis y la explicación de un experto sólo para él, seguirían siendo un absurdo para su comprensión.
Simulando cansancio pasó a lo de Elisa.
Tomaron mate.
De vez en cuando la miraba.
Y ella, dándose cuenta de que la miraba, le preguntaba nerviosa, si el mate estaba en su punto, y él le contestaba que sí, y Elisa, de pronto, con los ojos arrasados por las lágrimas, le contó que la noche anterior, un hombre mató a su mujer, y luego se suicidó. El matrimonio había comprado hacía tres años una casa con una anciana adentro.
Ah..., suspiró ella.
Se quedaron en silencio.
Y ese silencio de hormiga se iba desdoblando, alargando, desenrollando, corriendo como agua, como vino de tinaja tumbada, pues ambos se morían por hablar. Por decir lo mismo. Lo que les iba comiendo el cerebro. Lo que les calentaba la lengua.
Pero luego se dieron cuenta de que a través de ese mismo silencio tan callado, iban nombrando, repitiendo, como con golpes de tambor que llaman a guerra, la palabra muerte.
Pasó un largo rato y Elisa habló, y era que se quedaba encantada con sus propias palabras cuando le decía a Pablo que se iría muy lejos porque no quería ser la causante de su desgracia.
Un ave surcaba el cielo. ¿O era un murciélago?
El escribano se quedó mirándola.
Estaba bella con esa expresión de pena.
Atardecía y la luz se iba filtrando por última vez, a través de la claraboya, en la habitación donde estaban los muebles y los objetos artísticos.
Una luciérnaga, que parecía una bella aparición, hizo un giro en el aire y luego se dirigió hacia ella, y él quiso salvarla de aquel cocuyo hermoso, resplandeciente, con un movimiento de la mano derecha. Rozó sus largos cabellos trigueños y Elisa cerró los párpados.
Si no fuera por eso, y por la noche que ya se avecinaba y empezaba a respirar a través del frescor del jazminero; pero sobre todo, si no fuera porque algunas gotas de lluvia estaban empezando a caer, Pablo Álvarez no se hubiera atrevido a tomar ese rostro triste entre las manos y a besar esa boca.
Estuvieron así...
Y se quedaron callados.
No fuera que la palabra tomara una forma, un sonido, un color, un alargamiento incapaz de estar a tono con la noche.
Elisa notó, de pronto, a la luz de la lámpara central, que aquella vieja mosca que había quedado atrapada hacía tiempo en la casa gris del cuadro, salía repentinamente de su encierro siguiendo el vuelo de un moscardón. Ah... la libertad de los insectos.
Algo le decía que aquella era una buena señal, un mensaje de la providencia para Pablo y para ella. |