Con el libro en la mano
Delfina Acosta

Yo sé que no me pasa sólo a mí. A usted también le ocurre. Nos encanta llevar un libro a la cama. El autor puede ser Gustave Flaubert (¿quién no se ha dado el gusto, o el tormento de leer Madame Bovary?), o Ricardo Güiraldes con su novela Don Segundo Sombra.

Pasa que quiero, que queremos sentir la obra, su lomo, su áspero olor, pues el libro estuvo mucho tiempo en la biblioteca, cerrado, sin asomar los ojos a la luz solar que se cuela por la ventana.


Y abrimos el tesoro; hojeamos el volumen, vemos sus páginas señaladas y tratamos de descubrir qué más esconde esa caligrafía, ese mensaje cariñoso del dueño del texto, con una larga dedicatoria a su próxima dueña.


En conjunto, leer un libro sentado en el banco de una plaza, o en la intimidad de una habitación, reclinada la cabeza sobre una blanda y perfumada almohada, es un lujo.


La lectura de los libros de papel (no los que vienen a nosotros a través de las computadoras, por los pasadizos recalentados de Internet) nos suelen invitar a cierto ceremonial: cerrar los ojos, dejar el señalero puesto en la página donde pareció agolparse la mejor literatura del día e ir en busca de un poco de gaseosa o de café.


Cuando leo un libro, cuando discuto para mis adentros sobre el sentido de las metáforas y del lenguaje, me tomo la libertad de acostarme en la cama y cerrar los ojos como si durmiera.


No soy de subrayar líneas, pero sí de volver a leer unas rayas que quedaron ocultas a mis sentimientos hasta que termino de enterarme de su significado.

Internet es el medio de comunicación más eficaz que se ha conocido. La gente acude en masa a él. Todos lo usan en los países del Primer Mundo.

Se dice que para 2018 serán más los libros digitales que los de papel. Una encuesta realizada en la Feria del Libro de Fráncfort, de la que participaron miles de profesionales relacionados con el sector editorial de todo el mundo arrojó este resultado.

Ya son más los lectores que frecuentan las páginas de Internet. Una de las explicaciones corrientes dice que es porque se puede saltar de una lectura a una información o a una comunicación con alguien que está al otro lado del mar.

Eso, desde luego, no es un ritual.

Leer es un vicio. Un viejo vicio es el cigarrillo. Cambiar el estilo del vicio de fumar por uno distinto no se puede concebir.

Yo creo que cambiar el vicio, el estilo lento, descansado de la lectura de un ameno libro por una variedad llena de vorágines -como es Internet- resulta improbable.

Pero no imposible.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 16 de noviembre de 2008

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