Levanté la mirada y caí rendida de desolación. Cómo parecía crecer la casa, cuán grande era, con sus habitaciones descascaradas y húmedas por donde corría - alocadamente - el viento frío de la tarde de agosto.
Un agosto ventoso y huraño.
Pensé, no sé por qué, en mi amigo Antonio, que estaría - seguramente - aguardando las campanadas de las cinco de la tarde para ir a misa, y salir luego de ella, a las siete, entre los empujones de la gente feliz y apurada; distraído él, con los ojos marcados por profundas ojeras, se dejaría empujar. Pobre...
Nada podía hacer ya Antonio; los oficios religiosos no le servían; sin embargo prefería el olor a incienso y a nardos de la iglesia, que le producía un modo distinto de tristeza a aquella otra, tan bien conocida desde sus veinte años (ahora tenía treinta y cuatro), aquella tristeza que le hacía reclinar su cabeza sobre el respaldo mullido del sofá, mientras Frank Sinatra cantaba “A mi manera”, y un hilo de conversación, entre él y su propio yo, se apagaba en el momento de encender un cigarrillo.
Sonó el timbre.
Era Consuelo con su crisis de asma. Parecía una aparición frente al portón de mi casa.
Un estornino amarilláceo que la oyó estornudar levantó el vuelo hacia el cielo; deseé entonces (siempre he sentido una profunda aflicción por los asmáticos) que los pulmones atormentados por la asfixia de mi pobre amiga se liberaran, y su carga fuera llevada por aquel pájaro que partía, aleteando con fuerza y vitalidad, hacia la claridad y la pureza del firmamento.
La hice entrar. Y me contó. Y ya se sabe que contar es reunir los muebles ajados de la casa, el polvo de los pedestales, la desaparición del repartidor de gas, la humedad de la tarde, los ácaros de las gavetas, la pérdida de uno de los biblioratos, todo, en suma, en un suspiro largo, que de por sí lo dice todo. ¿No es cierto, acaso?
Ah..., le dije tomándole de las manos, que estaban frías.
Sentía picazón en su nariz.
Caminamos.
Le comenté que la semana pasada había sufrido un nuevo ataque de melancolía.
Las crisis suelen ser terribles. Pareciera que la enfermedad bajara hasta mí desde la rama pálida del jazminero que crece junto a mi ventana; peor aún, pareciera que la misma rama se sacudiera en mi interior; no puedo evitar que caigan de mi boca aquellos jazmines salivosos las veces que hablo. Hablo para quejarme, sin saber qué me duele, ni dónde, que es la peor manera de doler.
Vivo tan sola. Cuando enfermo no hay nadie en la casa para prepararme un té de chamomilla o de tilo, ni para señalarme que quizás estoy exagerando la nota, ni para prometerme que ya pasará este ruido molesto de puertas que se abren, rechinantes, en mi interior, aunque no hay modo de silenciarlas pues su razón de ser es el propio silbido.
Por las puertas abiertas entra no sólo la lluvia copiosa, con un olor a sal de alta mar y a marineros que bajan a tierra, sino también las formas delgadas de algunas personas a quienes no conozco y que me observan con curiosidad y atrevimiento; ellas ven en mi melancolía la repugnante figura de una enorme araña; no es difícil darme cuenta de que aquellas personas sienten temor de mí, mas allí están, embelesadas con mi estado melancólico que va cambiando de color y avanza sobre sus cuatro patas peludas (sus pobres y horribles patas de arácnido) en una enloquecida huida hacia cualquier parte, porque, alimaña al fin, la observación de tantos ojos humanos moviliza su instinto de conservación, su pánico a los zapatillazos...
Consuelo miró de arriba para abajo mi abatimiento. Se sabe que dos personas tristes no hacen más que observarse y suspirar por lo mucho que se comprenden y lo poco que pueden hacer el uno por el otro.
-Te queda bonito ese rouge purpurino. Y esa blusa celeste combina con tus zuecos, porque los corchos... - me dijo; había en su voz un sonido de violín que subía de tono o se languidecía según el pulso, la tensión con que el arco hacía vibrar las cuerdas.
Ah... la obra de arte de sus pobres bronquios.
Hace tiempo se me había ocurrido un pensamiento. Y se lo comenté.
Mis amigos, marcados por la depresión o la melancolía, solían aparecer por mi casa con frecuencia. Formaría el club de los melancólicos, entonces. Ya está. Consumado es. “No puede haber peor idea”, le dije, entre irónica y entusiasmada.
-¿ La decisión está echada, en serio?
-Sí.
Los requisitos para ser miembro del club (exagerados, desde luego, porque la exageración fue siempre mi rúbrica) los escribí en una hoja de folio que guardé dentro de una carpeta. Estas extravagancias ( ¿o debo decir locuras? ) se me ocurrieron en el siguiente orden: Amar el arte en cualquiera de sus expresiones. Concebir la vida como un disgusto, un desaire, un pensamiento triste que despeina; entender la perra vida desde la perspectiva del desentendimiento, o del suicidio, que podría considerarse, un domingo, a las cinco en punto de la tarde, como una magnífica oportunidad de escape. Esquivar a los felices, quienes suelen hacer la existencia imposible a los demás con sus chistes ruidosos y sus risas que ruedan como pelotas de fuego hasta nuestros pies. Resumir el mundo en la forma de un tren de infinito viaje, sin posibilidad de bajarse en alguna estación, con un paisaje muy a propósito para suicidas: un sol negro alumbrando los grandes cactus de brazos deformados y los cuervos volando encima de un silo abandonado y oscuro sobre el cual el pueblo, supersticioso, prefiere no hablar.
Consuelo se entusiasmó.
-Estás loca de remate, pero nunca dudé de tu genialidad - dijo mientras atajaba un estornudo
El club se formó como se forma cualquier club.
Cada sábado, la casa se convertía en el refugio perfecto de mis amigos.
Caían a las cinco en punto. Antonio hablaba y no paraba, y todos los escuchábamos en silencio, o sea, en estado de rendición, y a veces de parálisis. A mí, no sé por qué, se me presentaban en la mente hongos gigantes y una pared pobre por la que subía una fila de hormigas rojas que me remitían a números perdidos cuando él hablaba. Antonio iba secando el sudor de su frente con un pañuelo de satén, y eso le daba, por momentos, cierta vuelo de catedrático o de pastor de almas, aunque la realidad es que sólo hablaba y hablaba, tapiándonos. Pero cierta vez, en el punto más desordenado de su perorata, dijo algo que nos emocionó profundamente: “Algún día seremos felices. Se lo aseguro”.
Felicitas, de cara redonda y blanca, levantaba la mano
a menudo pidiendo turno para hablar; su ansiedad provocaba un fastidio generalizado dentro de los miembros del club; ella no les hacía caso (no podía hacerles caso, más bien) y ahí estaba, dale que dale, contando, mientras se comía las uñas, que quería un novio para aventar su soledad. El novio no aparecía, explicaba, porque su imagen de artista plástica causaba mala impresión en los caballeros acostumbrados a tratar con las mujeres simples, tranquilas, de maquillaje tupido y faldas muy cortas. Mujeres que sólo tenían en la cabeza la idea de una aspirina para encarar el mundo.
“Tomo alprazolán tres veces al día con agua carbonatada; la mitad de la angustia se me va con el medicamento”, comentaba, y nos miraba durante un largo rato a los ojos como pidiendo opinión, debate... Casi todos los integrantes del club consumíamos medicina de receta controlada pero no nos atrevíamos a contarlo. ¿Temor a qué? No lo sé.
-Te quedarás solterona - le decía Margarita, con el orgullo y la suficiencia de su cutis de loza y la fragancia de su cabellera rubiácea; un gajo de su cabello espinoso usaba para pasarlo a menudo por su largo cuello. Tic nervioso. Margarita hacía terapia con un sicólogo, sin resultado, porque casi todas las entrevistas pasaban por un peligroso juego de seducción. Pero, ¿por qué iba a las sesiones con vestidos de profundo escote y un despilfarro de perfume en sus axilas sabiendo a lo que se exponía? Los psiquiatras suelen enamorarse - a menudo - de sus pacientes. Eso se dice. Qué macana.
Santiago, alto, con bigote breve, poeta de los raros, ya llevaba veinte años en la melancolía. Era adicto a la cafeína. Abriendo y cerrando con descuido las puertas de las gavetas de mi cocina, se preparaba una jarra de café a la turca, apenas llegaba. Y luego, ligeramente eufórico, se presentaba en la sala, se sentaba en su butaca preferida, la de respaldo con forma de hexágono. Al rato prendía un cigarrillo puro y, después de una tos importante, leía una obra literaria. Siempre traía algo para leer.
Cuando leía su poema, los demás empezaban a hablar en voz baja. “No me digas”, “Sólo si lo veo, lo creo”, etc. Esas impertinencias, esos cuchicheos, ese zumbido de abejorros eran un desacato a las reglas y me disgustaban. Una tarde de filosa llovizna, Santiago leyó un soneto alejandrino dedicado a Van Gogh; cuchicheaban los miembros del club; cómo cuchicheaban, y eran tan subidos de tono el desorden y la anarquía, que me largué a llorar.
El sábado siguiente él nos sorprendió con el silencio.
Estoy buscando que madure un poema dedicado a los cocuyos. No tengo nada para hoy; lo siento mucho - dijo. Y todos nos quedamos inquietos. Como sea, extrañábamos sus ojos de luciérnagas echando luz sobre sus versos escritos que, en el momento final de la lectura, le arrancaban una respiración triunfal.
En fin; las cosas caminaban solas. Creo que fuimos progresando. Un paso. Dos. Tres. Cuatro.
Empezamos a buscar la manera de ser razonables. Covinimos en que un tiempo no mayor de veinte minutos era más que suficiente para las exposiciones.
Consuelo vino contenta un día. “Se me pasó el asma”, contó. Y agregó: “La fraternidad del ambiente ha hecho un milagro con mis bronquios. Estoy curada. Adiós a la cortisona, a la efedrina y a las sesiones de inhalación de sustancias volátiles”. Comió dos caramelos y se marchó.
Nunca más apareció. La aguardábamos sábado tras sábado; sonaba el timbre, ring, nos apiñábamos junto a la ventana sacando las cabezas, los codos, y no, no era ella, sino otro miembro del club, o algún chiquilín maleducado.
Juan, de mirada sombría y uñas largas, nos sorprendió durante una sesión comentándonos que prefería la compañía de los gatos a la de una mujer. Era buen mozo y ganaba algo de dinero vendiendo pinturas de peces, de limazas y de cámbaros, cada domingo, frente a los portones de la gente rica.
Se sabe cómo funciona la operación o la venta: el artista, vestido de indigente, pasea con sus obras por las veredas de los millonarios, y ellos, seducidos por los colores refulgentes de la pintura, compran los cuadros sin pensar.
-No; yo no me caso - suspiró Juan.
-No es bueno que el hombre esté solo - suspiró también Felicitas, quien estaba secretamente enamorada de él. Su voz tenía la emoción del llanto que cuesta detener.
-Pero yo no estoy solo; tengo a mis mininos. Son hábiles. No hacen más que aguardarme pacientemente cuando salgo a la calle en busca de dinero. Y me reciben con sus artes y sus maneras milenarias... - respondió.
Sin embargo, a partir de ese día, Juan empezó a observar a Felicitas con más claridad. Sus ojos se posaban a menudo en su blusa transparente que dejaba ver unos senos apretados, lacios, dentro de unos corpiños negros.
Una tarde los vimos llegar juntos. Y tomados de las manos. Y era que llegaban y no llegaban, y cuanto más llegaban más se retrasaban porque se echaban chistes y bromas y otros cuentos que los desternillaban de risa; demoraban una eternidad para observarse mejor y pincharse y tirarse muecas.
El hecho, mejor dicho el noviazgo, ameritaba un ágape, un brindis.
Y el brindis se organizó solo. Aparecieron (aleteando) las palomitas de maíz, el olor de las papas fritas, el calor de las empanadas recalentadas, los tragos de gaseosas, los helados que Antonio fue a comprar de la esquina con una sonrisa fresca en el rostro. Nos divertimos tanto. Qué día, caramba...
Los novios estaban radiantes. Y yo, feliz. Me ponía de buen humor que se amaran así, a su manera. Ella reclinaba su cabeza sobre los hombros de Juan, y él se entretenía una eternidad con sus cabellos.
A veces se besaban en la boca. Cuando eso ocurría todos jugábamos a que volvíamos inmediatamente las caras hacia otro lado, para escondernos de aquellas escenas atrevidas que nos provocaban “vergüenza”.
Ah..., qué diversiones de niños, aquéllas.
El noviazgo de Juan y Felicitas era un logro, una orquídea florecida repentinamente en un tronco amenazado por las plantas biofritas, el puntaje máximo del club de los melancólicos.
Pero hubo otra sorpresa.
Antonio y Margarita cayeron un sábado, media hora después de las cinco, con la novedad de que querían casarse.
-¿Cómo? - quisimos saber.
Ellos se abrazaron fuertemente por toda explicación.
Alguien fumó y tosió aparatosamente. Yo quise hacer un análisis de la situación, magnífica, ciertamente, pero compleja e inesperada desde el sentido común, pues respondíamos a una mentalidad, a un perfil sicológico, rasgados por la angustia y la neurosis. Pero preferí callar. La melancolía era, por lo visto, una caja de Pandora.
Ah... Margarita empezó a moverse al compás del tema musical “Imagine” de los Beatles. Se veía feliz y bella y sobre todo triunfante. Arrojó su gorra con visera azul sobre una rinconera. Fue abriendo su blusa celeste a rayas, botón por botón. Pasó varias veces su mano larga y blanca por su vientre, y como por arte de magia, la forma de su hijo cubierto con la faja que era desenrollada lentamente, reveló un embarazo de tres o cuatro meses.
“Oh...”, dijimos. Y nos entró un sentimiento que nos abrió la boca.
Un niño se añadía a nuestras vidas.
Y éramos sus padres y sus madres.
A la noche, Consuelo me llamó. Otra vez le habían vuelto los pitidos. De nuevo sus bronquios se llenaban de mucosidades. Había un estornino en sus pulmones.
Algo parecido al miedo agitó mi corazón.
No sabía qué decirle. Y no le iría a contar, por supuesto, que en los últimos tiempos me estaba sintiendo mejor. Sería una descortesía.
-Vuelve a las reuniones - le aconsejé.
Un sí, una aceptación suya que sonaba al piar lastimero de un gorrión caído de su nido, oí del otro lado del tubo.
El sábado siguiente un clima de armonía iba y venía por las paredes de la sala.
Santiago leyó un soneto de su creación. Y lo aplaudimos aunque no nos agradaron esos endecasílabos suyos que cabalgaban sin musicalidad, pasando del trote a la estampida. Pero fue él mismo, quien oyéndose, cayó en la cuenta de la falta, del imperdonable error: “¡Qué desastre, Dios mío!”, confesó.
A veces pensaba que debía tomarme una vacación, ir a algún sitio donde el clima fuera beneficioso para las grandes fumadoras como yo. Pero no. Acababa quedándome en la casa, y hacía como que no me quedaba, los sábados, cuando los miembros del club tocaban desesperadamente el timbre.
Solía escucharlos.
“Se habrá pegado un tiro”.
“No digas eso”
“Deberíamos llamar a la Policía”.
Y no; no llamaban a la Policía, por suerte.
Sábado tras sábado, allí estaban, insistentes cual llovizna callejera. Cuando llovía, se metían debajo de sus paraguas negros; eran nuevas aves oscuras engendradas por la naturaleza anárquica, la naturaleza marcada por la contaminación de la atmósfera y el agujero de la capa de ozono.
Me enloquecían con los continuos timbrazos.
¡Ring! ¡Ring !
Una tarde no pude más y abrí la puerta. Entraron. No me dijeron nada. Comprendieron mi conflicto. Éste es el estilo con que nos tratamos e identificamos aún en las circunstancias más horribles.
Ahora faltan diez minutos para que ellos lleguen.
Debo estar hermosa, tal vez frágil, esta tarde, porque me sacarán una fotografía para colgarla en la pared de piedras de jade de la chimenea. Un color especial, cuando las leñas son consumidas lentamente por el fuego, se va desplazando (casi con vida, pareciera) por la chimenea ecológica. De hecho, ella es algo así como el sitio de Dios en mi casa.
El epígrafe lo escribí yo misma y será leído por Santiago cuando se descubra oficialmente la foto: Guadalupe Sánchez. Presidenta del Primer Club de los Melancólicos.
Y una tarde, un día cualquiera, de resolana árida, de aquí a unos treinta años, una niña con frenillos preguntará a su madre, insistentemente:
¿Quién es ella? ¿Vive todavía? |