No
quiero yo intentar despertar en la conciencia del lector lástima por los
indígenas. ¡Dios me libre! La lástima es un sentimiento que lleva en sí
una suerte de enfermedad. Sí; es cierto que ellos llevan una existencia
miserable, que están llenos de parásitos, que pasan hambre todos los días,
que se enferman de tuberculosis tempranamente, y que no son dueños ya de
nada.
Particularmente,
creo que desde hace mucho tiempo, nosotros, como sociedad, no funcionamos
como deberíamos funcionar. Y eso es más que lamentable. Es alarmante,
diría.
La sociedad no funciona a través del Ministerio de Salud.
¿Qué pasa con los centros públicos de salud? No asisten a los indígenas,
enfermos (a la vista) de desnutrición.
Se sabe que sus pies tienen racimos de piques en cada dedo.
Bien podrían ellos sacarse los piques, caramba, pero esa pequeña cirugía
no soluciona todos sus males.
La conciencia de la sociedad está muy enferma, pues permite, a través de
su indiferencia, excesiva miseria humana abandonada en la plaza.
¿Por qué no se encaminan con urgencia, programas de salud y nutrición,
para ofrecer dignas condiciones de vida a nuestros hermanos aborígenes?
¿Por qué no se los enseña a cultivar?
Este es el primer mandamiento: ¡Cultivar la tierra!
Si todo el esfuerzo para conseguir víveres, medicamentos y tierra para
ellos pasa por papeles y más papeles, pues rompamos con la burocracia,
que lo parió, y gritemos públicamente (o sea, en los oídos de los
gobernantes) la necesidad imperiosa de asistir a los indígenas. Anteayer
fue ya tarde. En realidad, hace 515 años que estamos en deuda con ellos.
Cierto que son como son. Pertenecen a la selva, a la profundidad de los
montes; están acostumbrados a convivir con la naturaleza en su infinita
sabiduría. En suma: Vienen de otras costumbres, de otros códigos, de una
cultura distinta, y no encajan, por supuesto, en nuestro pequeño cuadrilátero
urbano. Pero qué bueno, santo Dios, sería que se les ofrezcan los
instrumentos necesarios para que manifiesten sus cualidades artísticas y
manuales en las muchas cosas que saben hacer. ¿Qué, por ejemplo? Pues la
artesanía.
Me pregunto, a veces, dónde está nuestra conciencia cristiana. Ella no
despierta, airada, frente a la grosera indiferencia del Gobierno, que
siempre da la espalda a los hijos del dolor, de la desesperanza y de la
desgracia. Sé muy bien, como lo sabe toda la gente, que los políticos
han estado más que a menudo en el relajo permanente (vivir de la política,
por ejemplo).
No han hecho presencia, sino en forma mínima, donde hay necesidades
apremiantes. Ahora que corren los tiempos electorales, son varios los
politiqueros que se acercan a los indígenas para hacer un poco de prensa
y levantar votos.
Cuánto dinero sucio va a parar en las campañas electorales del
oficialismo que promete (o sea miente) salud, educación y trabajo.
A mí me duele observar las caritas sucias de los niños indígenas. Ay!,
verlos jugar con los perros, abandonados a un futuro sin futuro, es
demasiada aflicción para el alma. No les aflige a los politiqueros los
rostros de esos inocentes, sin embargo. Ellos sólo están empeñados en
llegar, a como dé lugar, a sus cargos. Se apuran con alzarse con un
sueldo que les permita vivir en la mayor de las comodidades por el resto
de su existencia.
De los indígenas era la tierra, la naturaleza salvaje con su ruido de
colores, los animales silvestres, las limpias aguas de los arroyos y de
los ríos. De ellos era la flor, la hierba, las aves y el canto. Hasta que
vino Colón, el visionario. Y luego, más recientemente, mejor dicho
ahora, vino un Gobierno ladrón. Vea usted hasta dónde han sido devorados
nuestros hermanos indígenas. |