Se
habla mucho y mal del cambio. La gente, con el ceño fruncido y la mirada
gastada, dice en las despensas, en las reuniones, en los lugares de
trabajo, expresiones de esta naturaleza: “Esto no puede seguir así. Las
cosas tienen que cambiar. Todo está mal. Los gobernantes son unos
corruptos de mierda”.
“Sí;
cierto, cierto; se necesita un cambio, vamos de mal en peor”, reflexiona
alguien.
El caso es que el paraguayo se rompe la cabeza con este pensamiento: “El
país debe cambiar”. Le tengo malas noticias, señor lector: Los políticos,
aun aquellos que son movilizados por la más buena voluntad y la
espontaneidad más optimista de servir al pueblo, se verán con enormes
dificultades para cumplir sus promesas.
¿Cómo modificar el estado económico, social y educativo de un país,
cuando los hombres y mujeres designados para trabajar en cargos o
dignidades de urgencia, pecan de corruptos o de ignorancia suprema? Hay
una incompetencia abrumadora en el Ministerio de Salud y en el ministerio
de educación. Pocos son quienes están listos y buenos para todo.
Cualquier presidenciable, aun el de probada buena fe, no sabrá cómo
diablos poner en marcha el tan buscado progreso para el pueblo. ¿Es
posible echar a andar un plan importante, si la falta de jurisdicción y
la corrupción flamean en todos los espacios públicos?
Por eso es preciso que usted, señor lector, cambie. Si las gentes
cambian, si se manifiestan contra el Gobierno, reclamando mejor servicio
en los centros de salud y excelente educación para el estudiantado, la
situación será distinta por efecto matemático.
Pero si ustedes, hermanos míos, no adoptan una postura radical, si se
abastecen solamente con el plagueo diario, si no terminan de enterarse que
con su indiferencia a los males sociales están permitiendo que la economía
en el Paraguay sea un desastre, olvídense del cambio.
El cambio es usted mismo. Debe dejar de ser sumiso y apático. Precisa
desear fervientemente el bienestar suyo y el de los demás. Necesita
reaccionar con energía contra los hechos delictivos con que nos aporrean
los gobernantes. Tome ejemplo, lector, de los argentinos, de los
venezolanos, de los bolivianos, quienes pelean a morir por sus derechos.
Ya es una tradición, algo folclórico, un vicio como el tereré, que los
paraguayos se quejen del estado calamitoso de nuestro país, puertas para
adentro. ¡Por favor!
Cuando se hace un llamado público a manifestarse contra los corruptos,
son muy pocas las personas que dejan sus casas y marchan al frente.
Y luego todos nos quejamos. El !ay! ya se ha convertido en una costra de
nuestro corazón. Ponderamos lo sufrido, dolido y estoico que es el pueblo
paraguayo. Pamplinas.
A mí me da bronca observar a algunos pocos manifestantes pronunciándose
contra los ilícitos que comete el Gobierno. ¿Y? ¿En qué quedamos,
entonces?
Hombres y mujeres deben estar en las calles exigiendo que se revise los
tratados de Itaipú y Yacyretá. Urge arrancar de cuajo nuestra falta de
patriotismo.
En tanto no nos avivemos y no tomemos una postura inflexible contra el
Gobierno, no pasará absolutamente nada. Y nada es nada. Desde luego, qué
mejora pública puede darse cuando el pueblo, libre y soberano, se queda
sentado sobre un sillón, sonándose las narices como una comadre. Con su
plagueo en el comedor de la casa, el pueblo se va quedando a un costado
del tiempo, de la vida, del futuro.
Le doy un consejo: No se queje. ¡Reaccione! ¡Actúe! |