Olvidé cómo se escribe un cuento.
Solía sentarme a las siete de la mañana frente a la máquina de escribir Remington, que ocupaba la mitad de mi escritorio, a un costado de la ventana corrediza que daba a la calle. Durante la primera hora no ocurría nada, hasta que alguien, y otra persona parecida, y muchos individuos o sombras más que se dirigían a la fábrica textil del pueblo, pasaban con prisa por la vereda; entonces me entraba la angustia por escribir las primeras líneas, aquellas frases del destino que definen el inicio cautivante de una historia.
A las diez, Cándida, la vecina que me prestaba el auto para viajar los fines de semana a una villa veraniega cuyo nombre no vale la pena mencionar, salía a hacer una revisión minuciosa de su jardín delantero; yo solía temer que me hablara sobre los cornezuelos que a menudo desfallecían a sus caléndulas y a sus helechos porque entonces, instalada la charla, una larga y dolorosa distancia me separaba de mi cuento hasta que terminaba por perderlo, definitivamente, de vista.
Y ocurría que a veces me hablaba, y otras, no. Tal era su humor.
El caso es que su sola presencia entre esas flores agitadas por los vientos de estío o de invierno me ponía ansioso, desmedido, y acababa levantándome, bruscamente, del asiento, con un cigarrillo en la boca, para observar la borrosa lejanía de la zona portuaria.
A las once, o a las once y media, entraba en el gabinete la empleada doméstica; hacía tal silencio de mosca mientras pasaba un trapo humedecido con alcohol por el único mueble de estilo provenzal de la casa, que me entretenía pensando, con un sentimiento de ausencia, que era un desperdicio tanta precaución de su parte, tanta religiosidad en el aseo; total, al meterse la mujer en la habitación, ya no me venía una línea a la cabeza.
Es difícil escribir sin interrupción.
Ocurre que alguien te llama por teléfono y te dice esas cosas que uno escucha fastidiado y como desde lejos: “Fue imposible hacer nada... Tendré que comprar otra camisa. La tinta no ha desaparecido ni siquiera con cloro...”.
A la hora del almuerzo, cerraba con la fuerza de un latigazo que hace brincar a la bestia, la puerta del gabinete. Debía asegurarme de que mis personajes se quedaran bien encerrados en aquella habitación de luces apagadas, para que yo pudiera, sin apresurar el sabor, disfrutar de aquella tregua del mediodía: un plato de milanesa de pollo y otro de escabeche de berenjenas, acompañados de una botella de buen vino rosado. Luego vendría la modorra...
Como a las cuatro y media de la tarde, cuando el calor caía sobre el aljibe sin roldana del patio, yo me tendía sobre las baldosas de la sala, aguardando la visita de Adelfa. Mi amiga rubia, rubiácea, me solía hablar después de fumar - apuradamente - un cigarrillo, sobre las virtudes y las necedades de mis cuentos. A mí me daba igual que objetara la presencia de una antigua vitrola en la habitación donde sucedía la parte más densa de las acciones; para eso tienes el piano, Miguel, el viejo piano alemán de la familia; me tenía sin cuidado que tanteara una crítica sobre determinada situación o trama por su estilo tan apasionado y de otro siglo; me era indiferente que desaprobara un nombre común como José o Pedro, y que, a veces, me restregara en las narices la muerte del protagonista, quien merecía ¡vivir, vivir, vivir !
No es que fuera terco. Pero yo conocía a mi criatura. Ella era un bosque donde todos los animales (ciervos de ancas ligeras y vientres suaves, leopardos de ojos relampagueantes y aves de plumaje azul mezclado con el color de la sangre) convivían en cósmica armonía; su enorme cascarón resistía maldiciendo, pero resistía, los embates y las furias de las tormentas estacionales.
Mi criatura era una luz que se abría paso entre los gajos de los eucaliptos, de los algarrobos y de los abedules de su propio bos que para mostrar un camino, hecho con un polvillo como de oro y de azúcar, que tentaba a los hombres y a las mujeres cuando intentaban cruzar el río, para que desistieran de su propósito, y se internaran en él.
Al llegar la noche se me presentaban en el gabinete. Una vez fue un hombre canoso que deseaba viajar a un pueblo donde pensaba encontrar a la mujer que había amado. Y llegó, y ella estaba vestida de triste desde los pies hasta los cabellos; sentada en un sillón de mimbre, la dama observaba las formas humanas que tomaba el ciprés según como el viento lo cabalgara.
Entonces escribí: Se vieron y se dieron un beso.
En mis horas nocturnas se me revelaban las profecías.
Y entre humo y humo de cigarrillo cobraban sentimientos mis personajes, y yo debía decidir, desde luego, qué harían: el encierro o la vagancia; la prisión o la libertad; y aun esos detalles no menos importantes: el viaje en barco o en tren.
O la simple caminata por las calles.
Perdí la manera de escribir cuentos. Y con la pérdida perdí mi vida.
Este es el relatorio que - necesariamente - debo hacer sobre la maldición que ha caído sobre mí para que mi familia comprenda la decisión que he tomado.
No puedo más. |