No pretendo que se me
ame, como cuando tenía veinte años, pero con mis sesenta no he perdido aún
las esperanzas de encontrar un hombre apasionado. Un hombre que me oiga
tocar el piano aplaudiendo efusivamente mis interpretaciones de Mozart.
Sería cosa más fácil todavía echar a caminar con él por la avenida de los
olmos, respirar el fresco aroma de la tardecita, que suele ser prodigioso
a las seis, y compartir aquellos sencillos proyectos de pasar el fin de
semana en el hotel La
alameda.
Elegiría un traje de
baño en tono mostaza para sentarme a descansar en la arena.
Hablaríamos de cosas
tales como: Aquello. Lo otro. Mentira.
Verdad. Mentira. Tú ganas.
Compraríamos collares
con semillas de frutas verdes que venden los indios, estremecidos cada uno
por el temor de ser reconocidos a pesar de nuestras gafas y de nuestro
maquillaje por los jóvenes nadadores. Nuestros admiradores nos pedirían,
de tanto en tanto, autógrafos. No es poca cosa haber escrito más de veinte
libros de amor, ser tan famosa como Corín Tellado y levantarme un galán de
treinta años.
Nos sentaríamos en uno
de los tantos miradores del hotel para ver la puesta del sol. Todos los
atardeceres son magníficos, pero ninguno se compara con el que el mar te
enseña a través de los catalejos. Ahora la ola arriba, ahora la ola abajo,
ahora la ola cubriendo los peñascos, ahora dejando ver el puñal de piedra,
y, por su parte, el corazón que no se queda quieto, el corazón subiendo y
bajando hasta la altura de las golondrinas que rompen el viento.
Felipe, mi ultimo galán,
amó más mi nombre que mi persona. ¿Con
que eres tú quien ha escrito Veinte besos para Isolda?, me dijo
aquella lluviosa noche de mayo mientras probábamos caviar en la
abundante cena que ordené para dos personas. Nos habíamos conocido en el
hotel Los búhos y habíamos jurado
amarnos para siempre. Hacía bastante frío. Yo juré con lágrimas y
vehemencia. Felipe me había mentido. Tenía la triste apariencia de un niño
desprotegido; sentí tanta lástima por él cuando lo vi, pero mi lástima se
transformó en amor apenas me llevó junto al murallón de la azotea de las
palomas para besarme en la boca.
Besaba tan bien.
Juntos escribimos una
novela de amor inspirada en la famosa emperatriz Sissí. Quita aquello, quita eso, me decía
constantemente durante la penosa tarea de hilvanar una historia. No sé si
su ayuda fue válida. Lo cierto es que Felipe se mandó mudar a Francia para
escribir columnas literarias en un importante periódico vespertino. Creyó
haber oído el llamado de la vocación junto a mí. Yo pensé que se había
llevado mi manuscrito; pero aún conservaba un resto de mínima decencia. Mi
libro estaba intacto; sin embargo, ya había perdido su amor.
La tía Constantina, que
ha sobrepasado un poco los ochenta años, me comenta en su última carta que
se ha enamorado de un joven de dieciséis.
Dice que lo cuida, que
le peina la larga cabellera después de cada baño, que le prepara una dieta
especial de cereales y panes tostados para que no le salgan granitos en la
cara.
La tía será vieja,
viejísima, pero sabe llevar con coquetería sus ochenta años, y hasta es
capaz de provocar escándalos cuando se lanza a las aguas del mar con su
traje de baño color topacio. Hay que verla, metiendo y sacando la cabeza
del agua como un delfín, mientras sus fuertes brazos rompen las olas
acercándola rápidamente hasta el buque de ultramar. Ha sido siempre tan
vital.
Desearía enamorarme.
Otelo, el joven levantador de pesas que vive en el piso nº 14, me mira a
veces, o parece que me mira. ¿Qué ha visto en mí? Tal vez mi definitiva
voluntad de amar, la majestad de mis ojos azules y este coraje endemoniado
que me anima a derribar árboles sin sierra eléctrica. Tengo tanto para dar
aún.
A veces sueño que Otelo
está escondido dentro de uno de los varios placares de la casa.
Precisamente, el juego de niños que tanto me gusta. De pronto, aparece
ahorcado. De pronto, vestido con mis prendas íntimas. Es
tan simpático Otelo. Como un ahijado. Y ya siento su cuerpo
caliente, al lado de mi cuerpo, en la cama. Amalia qué bella estás, me dice
desenredando las violetas de mi larga cabellera. Y ya sueño que vamos por
la avenida de los olmos, tratando de abrirnos paso ante la copiosa lluvia
de palomas que levantan vuelo. Otelo me besa en la boca diciéndome cosas
bonitas que no llego a comprender del todo, pero que endulzan mi
corazón.
Es tan reconfortante
soñar.
No importa que él pase
en estos momentos con Micaela, la chueca, por mi vereda, y le sonría, y le
ponga flores en el ojal de su vestido, y le convide con helados de
frutilla haciendo tanto alarde. Yo soy su novia, y eso es
todo. |