En el genial libro Don Quijote se da fe y constancia de que los poetas
tienen la verbalidad contagiosa y que es bueno mantenerse a distancia
prudente de ellos. Dicho en términos simples, en la obra de Miguel de
Cervantes se nos acusa de locos; debemos defendernos como podamos; ese es
el asunto.
En todos los tiempos se ha cuestionado la presencia de los vates en el
mundo; las sociedades burguesas han discriminado a ese ser humano que no
aporta a las reuniones de dispersión y coqueteo sino un trato melancólico
y una conducta retraída.
El poeta ha nacido con una capacidad diferente para llevar al arte la
realidad de la muerte, la guerra, la injusticia, el maltrato a los débiles
y desprotegidos, el dolor y el amor.
Los filósofos, los teólogos, los artistas plásticos, los tenores, los
pianistas, los novelistas, los licenciados tienen un lugar en la sociedad.
Así puede leerse en sus tarjetas: “Doctor Juan Contreras. Especialista
en terapia grupal”.
Hay ubicaciones selectas en las butacas para ellos. Para los poetas, de
oficio abstracto, seres sin tarjetas de presentación, no. El conserje los
detiene en la puerta. Les dice que no son bienvenidos.
¿Cómo puedes vivir de la poesía?
Pero el poeta insiste. Y la gente también insiste: ¿Qué haces tú? ¿Cómo
puedes vivir de la poesía? Y hay quien te dice, como si no terminara de
entender qué diablos has hecho con tu existencia y con el buen pasar que
anteriormente poseías: “¿Es cierto que ahora te dedicas a escribir
poesía?”.
La gente rumorea: “Fíjate, Juan; anoche llegó a casa un tipo de lo más
enredado, de apellido Molinas Cabrera. Desde lejos se notaba que era un
poeta, pues tenía la mirada de aquellos individuos que levantan de golpe
sus ojos del tránsito de las hormigas en el suelo para atender un reclamo
de arriba. Me entregó su libro, que no pienso leer ni loco. Hay de todo
en la viña del Señor, ¿no te parece?”.
Y así, hablando pestes de nosotros, espantando nuestros nombres,
queriendo saber qué diablos hacemos dentro de una sociedad que necesita
respuestas urgentes, las gentes intentan cortar nuestras manos. Yo creo
que, aun tullidos, seguiremos versificando y poniendo un acento de aroma a
las rosas, y un relámpago de luz celeste al horizonte, pues nuestro reino
no es de este mundo.
Burlas
Se burlan a nuestras espaldas, pero cuando leemos nuestros poemas
amorosos, algún enamorado, sentado en la última fila de una biblioteca pública
(y junto a la ventana abierta al jardín donde una paloma aletea), piensa
durante un momento en el rostro de su amada, y se convence de que el amor
le ha traído de vuelta a la vida.
No escribimos sino lo que somos, o sea, una ligera brisa, una sombra
vagando por los corredores de la conciencia del mundo, un intento por ser
otra razón que no sea la razón de la matemática y el cálculo exacto
del valor de la última joya de la familia que agiganta la riqueza del
usurero.
Nuestro placer está en construir la forma de los endecasílabos.
Nuestro triunfo despliega sus alas de pavo real cuando trazamos una carta,
una epístola, un soneto, donde contamos nuestra historia de seres que
hemos venido al mundo sin saber que luego creceríamos y escribiríamos y
provocaríamos tanto escozor, tanta molestia en algunos individuos empeñados
en elaborar sus ensayos sobre la no importancia de nuestra existencia.
Tanta escritura con aliento a odio lleva la firma y rúbrica de la gente
que cree hacer justicia pidiendo nuestra muerte en vida.
Conozco dos poetas geniales: El mexicano Humberto Garza y el uruguayo
Mario Benedetti.
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