“No volveré a ser joven”, es el título del poema, y tal vez yo sabía que, en efecto, no volvería a ser joven nunca más.
Durante
muchos años, por ese error de cálculo tan común en la juventud que
consiste en creer que la vida es eterna, me permití cambiar de país y de
ciudades (e incluso de mujeres y de amigos) casi con la misma
despreocupación con que cambiaba de camisa. En cada mudanza perdía
libros, almohadas, cubiertos, abrigos, y al llegar a otro sitio intentaba
retomar el hilo de la vida en otro idioma, otro clima, otros paisajes. Así
viví en México, en Italia, en Alemania, en España y en Estados Unidos.
En España aprendí que a estos seres errantes, vulgarmente, se nos acusa
de ser "culo de mal asiento". No hay sofá ni silla ni sillón
que nos parezca lo bastante cómodo para quedarnos quietos. Y en esa fuga
sin fin se nos escapa la vida.
Acabo
de volver a Boston, una ciudad en la que viví hace casi 10 años. Cogí
el metro -que allí le dicen T- y fui al cruce de Beacon con St. Paul,
donde vivía. El edificio no era blanco, como yo lo recordaba, sino color
ladrillo. Entré al zaguán y aproveché el descuido de un vecino para
colarme adentro. En el oscuro corredor del tercer piso la nariz me
sorprendió con un olor remoto y fui hasta la última puerta, la nuestra,
y la toqué tres veces, pero el pasado no me abrió. Caminé por la acera
y los católicos que rezaban el rosario y mostraban fotos de fetos
sanguinolentos frente a la clínica de abortos, ya no estaban allí. Fui
al supermercado, Trader Joe's, y no pude encontrar mi torta de pacanas
preferida, pero sí la miel de mapple auténtica, que encima de una
tostada me devolverá a un remoto desayuno mágico, o trágico, no sé cuál
de los dos.
El año pasado volví también a Turín, mi ciudad italiana, donde nació
mi hija mayor, y donde creo que alguna vez fui feliz sin atenuantes. Me
metí a una cantina, solo, y aunque nadie lo crea, al rato me arrebató
por los parlantes un tango incongruente con el sitio: Volver. Fue una vergüenza
que la frente marchita y la nieve del tiempo me produjeran el efecto del
humo en los ojos. Así fue, por suerte sin testigos. Sin saberlo, tal vez,
me he dedicado a deshacer los pasos, lo que dicen que hacen (no sé bien)
los moribundos o los que ya están muertos. Creo que sigo vivo y no muy
enfermo, pero ya sé que el tiempo dura poco, que "la vida iba en
serio", como dice un poema de Jaime Gil de Biedma, y que morir y
envejecer son "el único argumento de la obra".
Ese poema lo leí en Madrid en el año 90. Me lo regaló una muchacha de
la que yo estaba, o creía estar, enamorado. "No volveré a ser
joven", es el título del poema, y tal vez yo sabía cuando lo leí
que, en efecto, no volvería a ser joven nunca más. Pero fui joven, sí,
en ese instante, y mi cuerpo recuerda, como recuerda el cuerpo en un poema
de Kavafis, que otros cuerpos -entonces- todavía temblaban por él. Ahora
que sé que ya nunca en la vida volveré a Madrid, ese recuerdo se vuelve
más valioso para mí.
Empiezo a escribir esta divagación sobre los viajes en una ciudad que se
llama Ítaca, o mejor, Ithaca; la sigo en el tren que me lleva a otra
ciudad donde viví pocos meses hace 30 años, Nueva York, y la termino en
el avión que me devuelve a Medellín. Esta Ítaca a la que he viajado no
es exactamente la isla de Grecia, esa a la que Odiseo regresó después de
20 años de errancia por el mundo. No es la isla griega sino una ciudad
del norte de Estados Unidos, que tiene este nombre clásico y alberga una
de las mejores universidades del mundo: Cornell. Allí un grupo de
colombianos (y una uruguaya y una china) debíamos hablar sobre las
migraciones. Me impresionó la forma cálida y profesional en que varias
estudiosas colombianas nos acogieron en Ithaca: Claudia Pineda, Ana María
Bidegain, Mary Roldán, Elvira Sánchez-Blake, María Antonia Garcés…
No habrán sido Circe, ni Nausicaa, ni Sirenas, ni Calipso, ni Penélope,
pero todas ellas tenían algo de los tipos de mujeres que hay en la
Odisea.
En Ithaca, oyendo a estas profesoras hablar de la dura vida de los
emigrantes colombianos, me acordé de otros versos de Kavafis, donde el
gran poeta de Alejandría nos dice cómo debería ser el viaje de nuestra
vida. El poema se llama, precisamente, Ítaca, y creo que los cuatro
millones de colombianos de la diáspora lo deberían leer: "Si vas a
emprender tu viaje hacia Ítaca / pide que tu camino sea largo, / rico en
aventuras, lleno de experiencias. / A Lestrigones y a Cíclopes / o al colérico
Poseidón, no les temas, / no hallarás tales seres en tu ruta / si no los
llevas dentro de tu alma. / Pide que tu camino sea largo. / Que numerosas
sean las mañanas de verano / en que con placer y alegría / arribes a bahías
antes nunca vistas. / (…) Lleva siempre a Ítaca en tu pensamiento. /
Llegar allí es tu destino. / Mas no apresures el viaje. / Mejor que se
extienda muchos años / y en tu vejez atraques en la isla / enriquecido
con lo ganado en el camino / sin esperar que Ítaca te enriquezca. / Ítaca
te ha regalado un hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el
camino. /Pero no tiene ya nada que darte. / Aunque pobre la encuentres, Ítaca
no te ha engañado. / Así, rico en saber y en vida, como te has vuelto, /
entenderás al fin qué significan las Ítacas". |