GADAFI,
FÍSICAMENTE —HACIÉNDOle honor a la vieja creencia fisionómica—, se
parece a Daniel Ortega: la misma grasa facial, la misma barbita de chivo
arrecho.
Por
algo serán amigos. En cuanto a perversiones también está cerca de su
cuate Berlusconi: las mismas inclinaciones por las menores de edad. Aunque
no sólo por eso son amigos: a Italia le gusta hacer negocios ventajosos
en el norte de África desde los tiempos de Mussolini. Le encanta, como a
Mao, rodearse de vírgenes. Para el dictador chino éstas encerraban entre
sus piernas el secreto de la longevidad; para el tirano libio las 200 vírgenes
que lo rodean (o rodeaban, en la guerra verdadera ya no se han vuelto a
ver) eran una especie de amuleto y de cinturón de seguridad. Del chino
tomó también la idea de un libro que resuma su inmensa sabiduría de
estadista. Mao tenía el libro rojo; Gadafi, el libro verde. Como Chávez,
tiene muchos pozos de petróleo y la pasión por los discursos
grandilocuentes.
Pero no sólo tiene parecido con este tipo de personajes. Los tiranos
ricos tienen el poder de seducir y de comprar apoyos en el mundo entero.
Después de haber volado aviones y de haber sido inspirador y gestor económico
de atentados terroristas, se reconcilió con las grandes potencias
occidentales, que le sacaron muchas veces el tapete rojo, cerrando un ojo
y olvidando, a cambio de miles de millones de dólares, sus crímenes
contra civiles inocentes. En esto, además del dinero, influyó también
un prejuicio racista muy arraigado entre las grandes potencias: los árabes
musulmanes sólo están preparados para dictaduras feroces; su religión
les impide pensar con libertad e independencia.
La vieja izquierda del mundo, la que creció con la idea de que la única
revolución es la bolchevique, no ve nada interesante en una revolución
liberal: los que piden las más elementales “libertades burguesas”, en
vez de soñar con el comunismo y la dictadura del proletariado, están
cambiando un tirano por otro, es decir, cambiando un dictador unipersonal
por la dictadura del capitalismo. Ahí está su miopía: la libertad de
prensa, de pensamiento, incluso de vestuario, les parece poca cosa:
maquillaje. Lo único que realmente cambia la realidad es lo que quedó
escrito en las biblias marxistas. Por eso no ven en estas revoluciones del
mundo árabe sino señales de gatopardismo: cambiarlo todo para que todo
siga igual.
Nadie dice que esto no pueda ocurrir. Pero lo que se siente en estas
revueltas y revoluciones juveniles es que los viejos anhelos de libertades
(de género, de movimiento, de credo, de iniciativa personal, de expresión)
tienen la misma fuerza de hace 300 años y ahora se manifiestan a través
de las nuevas tecnologías. En las fraudulentas elecciones de Irán, hace
pocos años, esto se vivió por primera vez: los teléfonos móviles,
internet, Twitter, las redes sociales, fueron el gran factor de cohesión,
el gran catalizador de la revuelta. Y los más sorprendidos de todos han
sido los extremistas religiosos, que ahora intentan cabalgar sobre la ola
del cambio, que de alguna manera los descoloca y los supera.
Gadafi llama “perros, ratas, cucarachas” a sus propios conciudadanos,
a los cientos de miles que se oponen a su aviación con armas
rudimentarias o con sectores del ejército que no dispara a los civiles.
Un mundo que parecía sólido se desmorona. Los árabes, que supuestamente
eran distintos (de otra “civilización”, casi genéticamente
atrasada), piden lo mismo que predicaba Voltaire y que se consiguió con
las revoluciones liberales: democracia y libertad. Y esto no les gusta a
los conservadores, que aman siempre el orden antiguo, cualquiera que sea,
y tampoco a los predicadores nostálgicos de la revolución comunista,
pues para ellos esto no es suficiente, o no es nada. Pero los ciudadanos
de Túnez, de Libia y de Egipto están demostrando a sus dictadores, y al
mundo entero, que no son perros, que no son ratas, que no son cucarachas. |