ESCRIBO
ESTO UN VIERNES, VÍSPERA del primer día del Apocalipsis.
El
Juicio Final empezará mañana, 21 de mayo. Según complejos cálculos matemáticos
del ingeniero y predicador radial Harold Camping, el Fin del Mundo ocurrirá
exactamente siete mil años después del día del Diluvio Universal. Los
siete mil años se cumplen mañana. Tal como nos previene el New York Times,
el profeta anuncia que ocurrirá lo siguiente: Desde temprano una serie de
terremotos estremecerá a todo el planeta mientras unos pocos elegidos —sólo
los que crean en esta bobada— serán transportados al cielo en una nave
espacial (una especie de Arca de Noé contemporánea). Los demás terrícolas
seguiremos aquí sufriendo durante cinco meses más (plagas, hambrunas,
inundaciones, sequías, devastación), hasta la destrucción total del
globo, el próximo 21 de octubre.
Hace casi veinte años el predicador Camping ya había anunciado lo mismo
para 1994, pero luego repitió mejor sus cálculos numéricos con la Biblia
y esta vez la profecía, nos dice, es segura. Miles de creyentes lo siguen y
recorren las calles tratando de salvar cuerpos y almas para la abducción
celestial de mañana. Sólo el 3% de la población mundial se salvará en el
rapto del sábado: unos 200 millones de personas. Los demás caerán al
abismo oscuro y sin fondo de la nada. Sin embargo, si usted me está leyendo
este domingo 22 de mayo, querrá decir que el mundo no se acabó ayer (al
menos no del todo) y que hubo otra falsa alarma de los religiosos
catastrofistas.
Por mucho que el mundo se fuera a acabar ayer, el predicador Camping no dejó
nunca de pedir plata para financiar su pequeña secta milenarista. Y no le
ha ido mal. En los últimos años ha logrado reunir donaciones por unos 80
millones de dólares. Primero se acaba el helecho que los marranos. ¿Para
qué plata si el mundo se va a acabar mañana? ¿Para construir la nueva
Arca de Noé? No se entiende. Los mismos hijos de algunos predicadores
apocalípticos les dicen a sus padres, cuando estos los despiertan: “Si el
mundo se va a acabar ¿para qué levantarse temprano?, ¿para qué tender la
cama?, ¿para qué ir al colegio?”. Y sin embargo los obligan y los
mandan.
En realidad todos vivimos como si el mundo y nosotros mismos fuéramos a
durar para siempre. Pero como todos sabemos, en el fondo, que el mundo se va
a terminar (el Sol se apagará, nos caerá un meteorito, seremos destruidos
por radiaciones cósmicas o nucleares), las profecías apocalípticas caen
siempre sobre el terreno abonado de una certeza. Sabemos lo que ocurrirá;
lo que no sabemos es cuándo. Y esta visión apocalíptica del mundo se
corresponde con la visión mortal de nuestra vida personal.
Mi mejor amigo, Aguirre, un ochentón, de vez en cuando me dice: “Yo tengo
la sospecha de que algún día me voy a morir”. Cuando lo dice nos reímos.
Yo también sospecho que me voy a morir algún día. Y me temo que el mundo
tarde o temprano se va a acabar. ¿Mañana? Es posible. Pero muy poco
probable. Es domingo: ¿estamos vivos el mundo, Aguirre, usted y yo? Supongo
que sí.
Debo interrumpir esta columna. Hay un incendio en la casa. Parece el
principio del fin del mundo. ¿El fuego eterno en este momento?
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