En
el primer aniversario de la muerte de Reyles (1) Alberto Zum Felde |
El
homenaje tributado a Carlos Reyles, en este primer aniversario de su
muerte, pone de relieve una circunstancia que nos complacemos en destacar,
ante todo: el poder comprobar la razón que nos asistía en la hora misma
de la desaparición del escritor eximio, cuando nuestra voz se alzó ante
el féretro insepulto, para afirmar que su personalidad y su obra debían
estar por encima de toda otra consideración ocasional y de orden
distinto, tal como la discrepancia de opiniones y actitudes en el plano
político. Un
año ha transcurrido de la hora aquella en que despedimos a Reyles, desde
esta ribera temblorosa de la gran noche universal que nos rodea, y en la
que estábamos, formas, casi fantasmaa, angustiados por la presencia del
tránsito fatal, viendo su imagen alejarse en el supremo límite. Y nos
han sido devueltas en realidad, las palabras con que lamentamos la
ausencia voluntaria de muchos intelectuales y escritores, en aquellas
exequias solemnes, donde todo lo que había sido carne, pasión y
esfuerzo, se trocaba en cifra y perfil de una idealidad pura, sustancia
sin sustancia, presencia sin presencia, y no obstante más categórico que
el cuerpo; pues, si como se dice en el verso de Píndaro, “el hombre es
el sueño de una sombra”, aquel hombre, polvo electrizado, había
logrado hacer perdurar en su arte la vida fantasmal de su sueño, cuando
ya su sombra misma era borrada en el gran sueño, sin sueños, de la
tierra. Un
año ha bastado, para que la verdad primara ante toda pasión, asentando
su imperio severo y luminoso sobre las almas. El Comité de homenaje a
Reyles, que acaba de constituirse, por iniciativa de ese fino espíritu de
mujer y de escritora que anima a la Sra. Lerena de Blixen, y que preside
el Dr. Vaz Ferreira, cuenta con la adhesión de hombres de todas las
ideologías y las tendencias. Las
pasiones — o si se prefieren, las razones — de orden político, han
sido superadas, y relegadas a término secundario, ante las razones y
las pasiones que verdaderamente deben señorear en el primer plano del
discernimiento, cuando se trata de una figura de escritor como la de
Reyles, cuyos merecimientos no pueden ser afectados por circunstancias
ajenas a su valor intrínseco: razones de deber, pasiones de justicia. Porque
Reyles — y quien dice Reyles, dice, en igual caso, todo otro escritor de
su jerarquía — está y estuvo siempre mas allá y por encima de
cualquier actitud suya en el campo de la realidad inmediata de los hechos,
que pudiera prestarse a discusiones de opinión y de tendencia, aun para
aquellos que con mayor dogmaticidad de doctrina o de moral, las creyeran
erróneas o censurables. Los
errores de un escritor en el plano político, no pueden, no deben — para
los que así, sinceramente, los juzgan — primar sobre los merecimientos
de su obra, que es lo fundamental en él y lo perdurable; porque sólo la
obra perdura: todo lo demás es deleznable y efímero en el río del
tiempo. Y esto es así, máxime cuando, como en el caso de Reyles, se
trata de un escritor, y no de un político, es decir, de un escritor que
solo ocasionalmente ha soslayado el campo de lo político, sin sentar en
el su tienda de viajero del mundo del espíritu. De
todos modos, he aquí la verdad y la razón triunfantes, en la conciencia
de los hombres; y el orden legítimo de las cosas restablecido, sin mengua
para nadie y honor para todos. Se acerca así, pues, la hora justiciera en
que — libre de preocupaciones subalternas — todos los que en el país
tienen ministerio de intelectualidad — sin distingo de ideologías y
posiciones personales con respecto a problemas de la realidad social y política,
nacional o mundial — puedan concitarse al pie del monumento que
perpetuará nuestro homenaje al ilustre escritor. Monumento
hemos dicho; pero ha de despojarse a esta palabra, de todo lo que pueda
sugerir de grande y de pomposo. No hemos pensado en uno de esos altos
promontorios de mármol o granito, que, en las grandes plazas céntricas
de las ciudades, se erigen para proclamar, entro apoteosis de símbolos,
la memoria de los héroes nacionales; sino en algo simple y más bien
pequeño; una cabeza señera y altiva sobre una herma de piedra, en la
discreta calma de un parque, cuya paz de árboles y de palomas sea
propicia a la contemplación serena y meditativa. En
tanto, conformémonos cumpliendo el propósito de este homenaje, al trazar
una somera exposición de la labor literaria de Reyles, sin mayor afán y
ahincamiento de crítica; sin mayores despliegues, tampoco, de galas
decorativas, retóricas; simplemente una exposición, que será, por lo
demás, dada la propia valía de sus trabajos, la apología más
elocuente, y por ende el más cabal tributo. Despojado
de toda gala apologética exaltativa — conforme al rito convencional de
los homenajes — este esquema ha de estar, no obstante, encuadrado dentro
de esa severa norma de concepto, que de la medida del discernimiento digna
de la seriedad del espíritu que nos anima. A escritores de la valía real
de Reyles, basta tratarles en este plano de criterio, sin las hinchadas
pompas del panegírico, para que su personalidad aparezca en el neto
perfil que obliga a nuestro homenaje. Sigamos
la línea de su propia trayectoria vital, el desarrollo de su parábola en
el tiempo, duración pura, según Bergson, para la conciencia viviente y
evolucionante. Desde su adolescencia en el Internado, mostró Reyles su
temperamento voluntarioso e indisciplinado, alejándolo del paciente
normalismo de las aulas. Su cultura es toda autodidáctica. A
los veinte años, el romanticismo byroniano, llena aun su inquietud de
rebeldías satánicas y de anárquico orgullo. La literatura de que se
nutre cultiva en él su índole individualista, un poco soberbia. A esa
edad, si las fuerzas de la fermentación vital no encuentran un escupe en
la acción, buscan extraños desahogos. Su vocación se manifiesta
imperativamente en su primer intento de novela, escrita cuando apenas le
asomaba la barba, que tituló “Por la Vida”, mezcla de autobiografía
y de imaginación, cosa ingenua como casi todas a esa edad, y que el
escritor exigente nunca recordó después. Mas,
he ahí que, apenas salido del Internado, muere su padre, el recio pionner
de la ganadería nacional, hombre de vasta fortuna. Y el joven Reyles
se encuentra así, hijo único y heredero universal, libre, solo,
millonario, y demasiado joven todavía. El mundo de sus ansias se abre
ante él, sin obstáculos; Europa le ofrece sus caminos fascinadores. Sin
embargo, no lanza su mocedad en desmedida carrera, por esas vías del
placer y del derroche. Respondiendo al deseo in-extremis de su padre, se
instala en la estancia para atender personalmente al cuidado de la heredad
pecuaria, revelando entonces las mismas cualidades de energía práctica
que hicieran del progenitor uno de los grandes ganaderos de la república. Pero,
siendo en él la vocación intelectual un imperativo categórico, lejos de
desatender entonces su cultivo, lo intensifica. Cada viaje del gentleman-farmer
a Montevideo, significa un nuevo pedido de libros hecho a Europa. Y su
cultura superior y refinada, se va elaborando así, sin más guía que su
propia intuición, en la soledad de la estancia. Tipo
de individualidad muy definida, lejos de entregarse a tales o cuales
influencias, o de imitar a éste o aquél, va organizando su cultura en
torno a su propio eje personal y relacionándolo todo con su posición en
la vida. De tal modo logra establecer en su conciencia el vínculo
entre su intelectualidad y su condición de cabañero. Su experiencia del
medio rural y sus conceptos de civilización, ye amalgaman con el instinto
de creación literaria y el aprendizaje de los maestros. De tal conjunto
singular de factores nace “Beba”, su primera novela seria. Publicada
en el 97, “Beba” es, ante todo, un canto al trabajo rural, al esfuerzo
civilizador de los cabañeros, encarado en su doble faz de elemento de
progreso social y de afirmación de la voluntad realizadora del individuo.
Tito, el protagonista de la novela, es ya el tipo especial del héroe
reylesco, y, puede decirse, el prototipo de todos los personajes de su
obra, en quienes ha encarnado su sentido y su concepto realista y pragmático
de la vida. La psicología y la ideología de Tito, aun la psicología y
la ideología predominante en toda la novela de Reyles; más aun, en su
persona y su vida propias. Pues Reyles no es de aquellos novelistas
objetivos al modo de Balzac, sino de los que se han manifestado siempre a
sí mismos a través de la objetividad de la novela, creando personajes y
situaciones en los que pone su pasión y su tendencia. Ello
no impide, por cierto, que “Beba” — como sus obras posteriores —
sea una excelente novela, llena de interés dramático en su asunto, de
verdad psicológica en sus personajes y de escenas de ambiente y colorido
vigorosamente trazados; todo lo cual da, asimismo, un cuadro de la vida
social del país en aquella época, exacto hasta la documentación. Cabe,
además, señalar que, es esta novela de Reyles — publicada a loa
veintiséis años — la primera novela grande, seria, medular, bien
construida, bien escrita, que aparece en el Uruguay, excepción hecha de
las de Acevedo Díaz, que pertenecen al género histórico.
Como
si, al publicar “Beba”, Reyles hubiera ya cumplido con un deber
elemental e ineludible de su conciencia, se decide a emprender su primer
viaje a Europa, abandonando su labor rural, después de haber engrandecido
y modernizado la heredad que recibiera. En
las grandes ciudades transatlánticas, el joven gentleman-farmer rioplatense,
lleva vida opulenta y refinada, gustando con pasión sibarítica y
curiosidad de analista, todas las sutiles y sugestivas esencias de las
civilizaciones maduras. Bebe, el joven escritor, en la crátera áurea de
Lutecia — esa Lutecia, maga de la generación americana fin-de -siglo,
en la fiesta pagana cuyo anfitrión era Darío — el veneno amargo y
delicioso de la Decadencia. La neurosis de la hora entra en él, con todas
sus torturas psicológicas y sus perversidades morales. Publica entonces
sus “Academias”, serie de novelas breves, en las que se trasuntan las
influencias decadentistas del momento, precedidas de un prólogo pragmático
en el que hace profesión de su nueva fe intelectual, hablando de “los
estremecimientos e inquietudes de la sensibilidad fin-de-siglo”, y de
“los latidos del corazón moderno tan enfermo y gastado”. De
las tres Academias, la más significativa es “El Extraño”. Su
protagonista, Julio Guzmán, es un personaje representativo de la crisis
moral de la hora; padece en forma aguda el mal de la decadencia; el
intelectualismo esteticista y el nihilismo moral lo han extraviado por
oscuras rutas de perversión v sufrimientos; rotos todos sus vínculos
morales con la humanidad, sólo vive para un torturado afán de
experiencias sádicas; sádicas y masoquistas. Es un jardinero de las
Flores del Mal; un detraqué. “Última
moda de París”, dijo de esta novela Don Juan Valera, que era entonces
el árbitro de la crítica hispanoamericana. Y agregaba el castizo
escritor español, entre otras agrias censuras dirigidas contra ese
trabajo: “El autor, en mi opinión, aspira a que admiremos a su héroe;
pero sólo logra que nos parezca insufrible, degollante y apestoso”. Sin
embargo, debe hacerse notar que esa censura, si bien puede ser aplicable
al personaje de Reyles, no le atañe exclusivamente; de igual modo alcanza
a gran parte de los más eximios ejemplares de la novela de esa época. Lo
mismo podría decirse de los héroes de Barrés, de Wilde, de D'Anunzzio,
de Lorraine, y aun del famoso Marqués de Bradomin de las Sonatas de Valle
Inclán, primo hermano del Guzmán de “El Extraño”; y por sobre todo,
del héroe de “A rebours”, de Huysmans, aquel Des Esseintes,
progenitor de toda esa estirpe de refinados, extraños y detraqués. Fue
aquel, no obstante, un estado de alma literario momentáneo en la biografía
psicológica de Reyles. Tres años después, en 1900, publica “La Raza
de Caín”, que significa una total reacción contra el mal de fin de
siglo que lo había sugestionado. Purgándose de la intoxicación
literaria de lo decadente, Reyles se vuelve en un violento viraje al plano
del realismo pragmático. En verdad no hace sino volver a lo suyo, a sí
mismo, ya que tal es la modalidad predominante de su temperamento de
escritor y de hombre, manifestada en toda su obra y en toda su vida, con
excepción de aquella aventura fugaz de “El Extraño”. “La
raza de Caín”, una de las mejores producciones de Reyles, pertenece al
tipo de la novela llamada psicológica, cuya modalidad advino después del
realismo naturalista zoliano, y por reacción con respecto a su
objetividad demasiado grosera. En ella el autor hace el proceso de su
propio estado literario anterior; erigido en duro inquisidor, hace
comparecer a Guzmán, el Extraño, para juzgarlo y condenarlo. En efecto,
el Guzmán de “La Raza de Caín” es el mismo personaje de “El Extraño”;
pero, despojado de todo lo que el autor había puesto antes en él de
simpatía y complacencia, reaparece sólo con sus deformidades y sus
vicios; borrada la falsa aureola de satanismo decadentista con que le había
idealizado la víspera, sólo queda del personaje un diletante abúlico,
un enfermo moral. “Libro
doloroso pero saludable”, llama Reyles ahora, en la dedicatoria, a su
nueva novela. Ello implica su propósito de dar una lección a la
juventud, mostrando lo funesto de aquella aberración intelectualista. Y
aquí aparece otro aspecto característico de toda la producción de
Reyles: todas sus novelas entrañan una tesis, tienden a un fin
moralizador, de acuerdo con su propia ideología realista y pragmática.
Tanto en “Beba”, su primera obra seria, como en “La Raza de Caín”,
como en “El Terruño”, que aparecerá mucho más tarde, como en el
mismo “Embrujo de Sevilla”, su novela culminante, la tesis está
siempre presente, más o menos explícita, pero orientando todo el
desenvolvimiento de la acción y de los caracteres, como su deus-ex-machina.
Sólo falta agregar con respecto a este punto, que las mismas ideas
orientadoras de su creación novelesca, aparecen expuestas de manera dialéctica
en sus libros de Ensayo. “La Muerte del Cisne”, “El Ideal Nuevo”,
“Los Diálogos Olímpicos” y otros trabajos de distintas épocas de su
vida, coinciden plenamente en su doctrina con las tendencias inspiradoras
de sus novelas.
Diez
años median entre “La Raza de Caín” y la aparición de “La Muerte
del Cisne”. Durante ese período de relativo silencio literario, la vida
del gentleman-farmer millonario se reparte entre largas estadías
de placer y estudio en Europa, y saludables temporadas de trabajo rural en
sus establecimientos ganaderos del interior de la República. En
este tiempo, el escritor ha asimilado a Nietzche, amalgamándolo con su
propio realismo pragmático. Logra así definir y organizar en cuerpo de
doctrina, las ideas que ya informaban el espíritu de sus anteriores
escritos. Proclama Reyles, en este su primer ensayo filosófico, el
fracaso definitivo de todos los valores éticos tradicionales del
Humanismo. En las tres partes en que se divide su libro, “Ideología de
la Fuerza”, “Metafísica del Oro” y “La Flor Latina” desarrolla,
con lujo dialéctico y vigoroso estilo, la tesis nietzcheana de “la
voluntad de potencia”, pero aplicada al plano del hecho económico; por
manera que, siendo el oro, el dinero, la forma concreta del poder real del
hombre, la riqueza significa el signo y la técnica de la verdadera
superioridad en la tierra. Así,
todas las categorías intelectuales y morales del humanismo, que el llama
“Las entidades de las filosofías espiritualistas”, pasan a término
secundario, y aun a convertirse en modos de inferioridad para el individuo
y para las culturas, en la nueva tabla de valores de lo real. “La Muerte
del Cisne” se perfila, pues, en el escenario de las letras
hispano-americanas, como el Anti-Ariel, ya que su numen es, evidentemente,
Calibán: un Calibán áureo y mundano, gran magnate de la banca
internacional. Empero,
Reyles mismo ha de enmendar el radicalismo y la crudeza de esta tesis,
tres lustros más tarde. “Los Diálogos Olímpicos”, aparecidos entre
1914 y 1920, vienen a rectificar en parte sus conceptos de “La Muerte
del Cisne”. Intenta Reyles en estos Diálogos entre los dioses — de
magnífico alarde polémico — una conciliación de antinomias,
procurando armonizar su trágico naturalismo económico de antes, con los
principios ideales del Derecho y de la Justicia, tal como los ha
establecido el humanismo filosófico. Un
acontecimiento inesperado y tremendo como un terremoto, ha determinado, al
parecer, el cambio de actitud del escritor: la Guerra europea de 1914.
Como la inmensa mayoría de los intelectuales latino-americanos, Reyles
sufrió el choque espiritual de aquella conflagración, que hería en
carne viva su profundo amor por Francia, y la médula de su cultura, a
pesar de todo, principalmente francesa. Aquel
su magno requiero sobre la Flor Latina, no impedía que, en el fondo de su
corazón siguiera amando a París, como a una mujer.. . Al fin de cuentas,
no era Wall Street a donde se dirigía en sus viajes este filósofo del
dinero, sino a los Champs Elysées. En fin; que era Reyles, en aquellas vísperas
de la guerra, como un hijo rebelde de la cultura francesa, humanista ante
todo, cuyo símbolo estaba en la Cúpula de la Sorbonne. El
avance alemán sobre París, la peripecia decisiva del Marne, despertaron
en su conciencia el íntimo amor por la dulce Francia. Se encontró en una
posición difícil y ante un problema arduo. Su tesis de “La Muerte del
Cisne” implicaba, quieras que no, la razón del Imperio Alemán. Su
filosofía de la fuerza, la voluntad del poder, la primacía de los
valores de lo real sobre lo ideal, coincidían con las doctrinas de los
filósofos germanos que postularon la legitimidad de la guerra de
conquista y de predominio. El ejército alemán venía a matar al Cisne,
precisamente; a tronchar la decadente Flor Latina. Pero,
he aquí que el autor se rebela contra las consecuencias lógicas de su
tesis, y se declara por Francia contra Germania, que es decir, — según
él lo entiende — por el idealismo de la razón contra el realismo del
hecho, por los principios de derecho contra la voluntad de poder. En
“Apolo y Dionisos”, el primero de los Diálogos, revisa, precisamente,
el eterno y esencial conflicto de la Fuerza y del Derecho, de la Idea y
del Hecho, de la Libertad y de la Necesidad, del Hombre y del Cosmos; en
suma, la antinomia de lo real y lo ideal, dentro de la cual se
desarrolla el drama de la humanidad. El autor se esfuerza, en armonizar el
naturalismo trágico de Dionisos con
el racionalismo ordenador de Apolo, empleando los más sutiles argumentos;
y llega a reconocer, en fin, la legitimidad y aun la necesidad de los
valores ideales en la vida humana, si bien llama a esos valores del espíritu,
“ilusiones vitales”. Estas ilusiones serían, en su concepto, lo único
que puede dar un sentido a la vida, “la cual, en sí misma, carece de
sentido...” De
igual modo, en el segundo de los Diálogos, entablado entre Cristo y Mammón,
la conciliación se opera sobre las bases ya concertadas entre Apolo y
Dionisos. Cristo sería en este caso la “ilusión vital”, aunque el
autor se esfuerza — más que en el primer caso — en supeditarlo, haciéndole
servir al imperio realista del dios oro, quien, según él, y por sus
medios, hará efectivo en la tierra el bien de los hombres, que el
Cristianismo no ha podido realizar. El
tercero de los Diálogos, “Palas y Afrodita”, no llegó nunca a
aparecer. Siguiendo lógicamente el plan, hubiera debido responder a la
tercera parte de “La Muerte del Cisne”, “La Flor Latina”, así
como los publicados responden a las dos primeras partes de aquel libro. En
el intervalo que media entre esos dos libros de ensayos filosóficos,
aparece la novela “El Terruño”, editada en 1916. Su tesis está en
concordancia con la ideología expresada en aquellos por el autor. Sus
dos personajes protagónicos encarnan, a su manera, la contradicción
entre el idealismo intelectual teorizante quimerista, y el buen sentido
realista y pragmático de la existencia. Don Temístocles Pérez y González,
caricatura más que retrato, es una especie de Quijote, de jaquet y pluma,
abogado, político y literato, utopista y charlatanesco enderezador de
entuertos sociales, que fracasa en todas sus empresas; Mamagela, en
cambio, robusta y sencilla matrona rural, atenida a la realidad inmediata
y empírica, es la que lleva la corona del triunfo, apabullando a su
yerno, quien, maltrecho al fin se rinde y acoge a la protección de la
sabia matrona, en cuyo fogón doméstico, quema sus títulos, sus libros y
sus ideales. Ese fogón matronil exhala un sabroso tufillo de estofado; es
el Cisne que se está cocinando, y ha de servir de plato fuerte en el
almuerzo con que se celebra el triunfo del buen sentido práctico sobre el
idealismo libresco. También en esta novela como de “La Raza de Caín” — aun cuando, como novela, aquélla sea muy superior a “El Terruño” — Reyles ha querido presentar un ejemplo “doloroso pero necesario”. Aquí el ejemplo es más ridículo que doloroso, pues el personaje, como dijimos, es una caricatura, bastante grotesca, de acuerdo con la intención burlesca del autor; en tanto que en la otra, Guzmán, tipo trágico, es detestable, pero no ridículo. “El Terruño” es más bien una sátira. Su único episodio serio — y el pasaje más hermoso de la obra — es la muerte del caudillo gaucho Pantaleón, del que dijo Rodó, en el Prólogo, con frase feliz, que era digno de “los oxidados bronces de un cantar de gesta”.
En
“El Embrujo de Sevilla” — la mejor y la más difundida novela de
Reyles - la más intensa y la más lírica, se expresa ante todo uno de
los rasgos más íntimos e imperiosos en la individualidad del escritor:
su erotismo de artista, amador apasionado y profundo de los valores
“vitales”. Este erotismo estético realista, halló su punto máximo
de condensación en su pasión por Sevilla, en lo que Sevilla tiene de más
sanguíneo, irracional y trágico; — de más dionisíaco. En
ninguna parte del mundo occidental, efectivamente, la voluptuosidad, la
bravura, la gallardía, el embrujamiento, el fatalismo, han logrado el
punto de sazón estética que en la luminosa capital andaluza, acaso por
que, en su copa han vertido su ardor y su molicie el moro, su orgullo y su
arrojo el español, su libertad y su brujería el gitano. Ha
dado Reyles esa Sevilla típica en su novela; y no a modo de una decoración
pintoresca — tal como otros la dieron, entre los propios escritores
hispanos — si no en su más íntimo latido, en su más hondo zumo, y
sentida tan de adentro, que no es ya el adentro de la cosa, si no el
adentro de sí mismo. Reyles ha dado la Sevilla que llevaba en su entraña,
en una identidad de consubstanciación vital. Lo objetivo y lo lírico
confúndense así en el proceso de esta novela, que parecería escrita por
el más bajo de los sevillanos. Tal
fenómeno de consustanciación parecería extraño en un escritor
americano, si no se tuviera en cuenta la idiosincrasia temperamental de
Reyles. Sevilla ejerció sobre él, desde muy joven, un poderoso hechizo.
Sólo dos cosas le atraían en Europa: París y Sevilla. Pero le atraían
de distinto modo. París era el centro cosmopolita de la civilización, el
emporio de la cultura occidental, el gran bazar mundial de antigüedades v
novedades, el gran circo de la vida contemporánea, el crisol donde todas
las corrientes se refundían en un producto único, al que sazonaba el sprit
francés. Como antes a Roma, se iba ahora a París por todos los
caminos: la Ciudad-Luz era la moderna Roma del imperio de la cultura. Sevilla,
en cambio, era la copa donde Reyles gustaba el más profundo sabor de la
vida, un sabor más esencial, más ancestral; era allí donde su más íntima
sustancia sentía la caricia más honda y salvaje de la sangre. A París
le llevaba su lucida curiosidad mental y sus hábitos de hombre civilizado
y moderno; a Sevilla le atraía el embrujo subconsciente. En su misma
persona física, seca, nerviosa, morena, hubo siempre algo de marcadamente
torero y gitano; tal vez por efecto atávico, ya que su madre era de cepa
andaluza. Así nos lo presenta el famoso retrato que le pintó Zuloaga: un
majo de frac. Con ser ante todo y por sobre todo obra de arte puro — la más puramente estética de las novelas de Reyles — ésta tiene también sus ribetes de doctrina. No podía dejar el autor de expresar en ella, sus conceptos acerca del sentido de las cosas que pinta, de acuerdo con su permanente y constitutiva tendencia hacia el realismo vital, planteando una vez más el eterno pleito de lo racional y lo dionisíaco, que es el eje de toda su obra. Cuenca, el pintor — en quien se mezclan rasgos de Zuloaga y de Romero de Torres — es el personaje teorizador de la novela, por cuya boca habla el autor. Y en sus discursos de interpretación filosófica de los valores típicos populares: el toreo, el cante jondo, el baile flamenco, la majeza y el rumbo, se afirma la predilección de Reyles por todo eso que España tiene de ancestral, de mágico, de semi-bárbaro, a lo que atribuye el poder de mantener al alma española, varonil y pujante. La ideología — si así puede decirse — de “El Embrujo”, es típicamente reyliana.
Algún
extenso capítulo habrá que agregar a este somero perfil literario del
ilustre novelista y ensayista uruguayo, cuando se hayan leído
detenidamente los dos o tres volúmenes que dejó inéditos al morir. (2) Mucho
meditó y revisó el autor, acerca del mundo y de sí mismo, en los últimos
tiempos, cuando, vuelto ya definitivamente a su patria, la estrella de su
fortuna personal en eclipse, el destino le deparó una nueva posición,
desde la cual el panorama de la experiencia se le presentaba bajo formas
de equilibrio y de depuración. En
los últimos trabajos, — algunos relacionados con su actuación en la Cátedra
de Conferencia — Reyles parece llegar a la conclusión de que, siendo
todo, en la vida del hombre, un perseguir de aquellas “ilusiones
vitales” a que se refirió en los Diálogos Olímpicos, — las cuales,
en realidad, no son nada objetivamente válido — el secreto de la fuerza
y de la felicidad consiste en el poder espiritual de forjarlas y vivir por
ellas, dándoles una realidad pragmática. Así llegó, en la madurez de su conciencia, por vías del severo desengaño filosófico, a tocar el velo de Maya de las apariencias ilusorias, y poner su pie en las lindes del subjetivismo puro — casi del idealismo absoluto — este escritor realista de gran temperamento y gran estilo, que vivió su vida y su arte con la libertad y el orgullo de los “espíritus fuertes”, terminando en la entereza de su personalidad, la parábola de su existencia colmada. 1 El primer
aniversario del fallecimiento del ilustre escritor Carlos Beyles dio lugar
a diversos homenajes. Entre esos homenajes alcanzó singular jerarquía el
organizado por la Comisión de Escritores presidida por el Dr. Don Carlos
Vaz Ferreira, en el salón de actos públicos de la Universidad, en el
cual el autor del estudio que publicamos pronunció una conferencia a la
que sirvió de base este mismo trabajo. 2 Acaban de aparecer dos, editados en Buenos Aires: “A batallas de amor, campo de pluma” (novela); y “Ego Sum” (Ensayos). |
Alberto Zum Felde
Revista Nacional
Ministerio de Instrucción Pública
Año I - Diciembre de 1938 - Nº 12
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