María Eugenia Vaz Ferreira

por Alberto Zum Felde

 

Aun cuando María Eugenia Vaz Ferreira fue arrebatada hacia la noche profunda, que ella invocara en sus más bellos versos, antes de que la colección de sus poemas, inéditos o dispersos, que preparaba, fuera dada a la publicidad, tuvo tiempo de dejar confiada a las manos fieles de su hermano la selección que ella misma ordenara, y debe ser tenida como la expresión cabal de su lirismo, con exclusión de cualquiera otra estrofa no inserta en tal volumen.

Librada así su obra de la promiscuidad de las ediciones profanas, hechas con fines comerciales, “La Isla de los Cánticos” nos presenta la personalidad de la poetisa en el tallado justo, anticipándose a esa obra depuradora del tiempo, que separando el grano de la paja, sólo deja de la producción de un escritor aquello que es esencial y lo singulariza.

“Mi hermana—dijo en tal ocasión Carlos Vaz Ferreira — proyectaba desde muy joven publicar en libro sus poesías; pero no se decidió nunca a hacerlo; en parte, por su temperamento, al que era más grato lo imaginado que lo realizado; en parte, porque le repugnaban ciertos aspectos de la publicidad.

Lo que hacía fácilmente era dar copias de sus composiciones a personas amigas, o a quienes se las solicitaban para publicarlas en periódicos o revistas.

Así fueron conocidas desde el principio, y ejercieron su influencia.

Últimamente, sin embargo, había llevado más adelante su proyecto: había hecho preparar la composición de un folleto con una selección de poesías, y aun había empezado la corrección de las pruebas, que tuvo que interrumpir por la agravación de su enfermedad. Entonces convinimos en que yo la ayudaría para la parte material de esa corrección, si mejoraba; y, para el caso de su muerte, me pidió que yo publicara el libro. Es el presente.

Las poesías que contiene son exactamente las que ella había elegido (si bien no estoy tan seguro en cuanto al orden)”.

La selección contenida en “La Isla de los Cánticos” (nombre definitivo del libro que antes pensó titular ‘‘ Fuego y Mármol”) es muy breve, en sí y en relación con la labor total de la poetisa, desde sus comienzos, hacia fines del siglo pasado, hasta su muerte, acaecida en 1924; toda su producción, que abarca casi treinta años, llenaría, de haberla juntado, un grueso volumen. De ella extrajo la autora — admirable ejemplo de conciencia artística, capaz del sacrificio más duro — las noventa páginas de ese pequeño libro, poco más que un folleto, que sólo comprende cuarenta y una composiciones en total.

***

Su producción, dispersa en las revistas del Plata, desde que empezó a publicar sus primeros versos, a los quince años de su edad, allá por el 90, puede dividirse en tres grandes periodos, cuyos caracteres distintos aparecen netamente definidos. En el primer período, hasta el 1900, la poetisa manifiesta la influencia directa y dominante de Heine. Sus “rimas”, a pesar de la reminiscencia becqueriana, transparentan aquella gracia triste, aquella dulzura irónica, aquel ritmo fugitivo de los Cantares, en cuya fuente germánica ha bebido. Hay composiciones suyas de esa época, tan impregnadas de ese vago módulo heiniano, que diríanse nacidas junto al propio maestro; tales: “Berceuse”, “Para Siempre”, “¿Por qué?”, insertas en el nuevo “Parnaso Oriental”, antología contemporánea dirigida por el Sr. Montero Bustamante que apareció en 1905. (El viejo “Parnaso” es el de 1837, editado por Lira).

Aun cuando la poetisa no incluyó ninguna de esas composiciones de su primera época en la selección definitiva de su libro, es lícito dar aquí como pieza documentaría, la titulada “Para Siempre”, por cierto de una fineza, dentro de su modalidad romántica, no indigna del propio Heine. Dice:

Aunque los agudos dardos

Me claves de tus desdenes,

De tu luz seré la sombra

Para siempre, dueño mío, para siempre.

 

Y aunque una herida me abras

A cada paso que sigo,

Mi vida irá con la tuya

Para siempre, para siempre, dueño mío.

Ye, no mas, como un fantasma

Tras el supremo deleite

Del amor y de la gloria,

Para siempre, dueño mío, para siempre.

Que después que te hayas muerto

Yo me volveré al olvido

Y te guardarán mis brazos

Para siempre, para siempre, dueño mío.

A poco de cursar ya el Novecientos, la poetisa se aparta de esa primera modalidad suave y melancólica, seducida por el brillo y la sonoridad verbales: brillo de gemas imperiales, sonoridad de metales guerreros, polifonía orquestal de vocablos. Trueca así la dulzura por el brío, la melancolía por la dureza, la ironía por el énfasis. Es segura, en esta su nueva modalidad, la influencia del mexicano Díaz Mirón; es probable también la del uruguayo Vasseur.

De tal época son “Triunfal”, “Invicta”, “Rendición”, “Heroica” y otros poemas en los cuales, al retador orgullo de la actitud, corresponde la verbalidad altisonante de la forma. Blasona en ellos, la poetisa, de una casta dureza, de una bravura púgil y de una olímpica soberbia, semejante a una Amazona que, a la cabeza de sus ejércitos de palabras, presenta al mundo batalla campal y nunca vista.

Yo soy como la firme roca erguida

Que el oleaje amenaza en su bravura

Y eternamente ante la mar vencida

Su cresta eleva en la gigante altura.

Como la cumbre hundida entre los cielos

Más allá de los astros inmortales,

Que no pueden tocar los raudos vuelos

De las más fuertes águilas caudales.

Es inútil que rujas y seguro

Contra mi pecho tu potencia esgrimas,

Yo tengo un corazón helado y duro

Como la blanca nieve de las cimas.

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Así como aquella primera modalidad heiniana corresponde, en la vida de la poetisa, a su primera juventud, a su dulce y liviana primavera, esta segunda manera, enérgica, egolátrica y retumbante, — cuyo defecto esencial está en su énfasis verbalista — corresponde a la plenitud cenital de su existencia, al meridiano antártico de sus treinta años de virgen fuerte y orgullosa, admirada por sus talentos y amada por los hombres, a pesar de su zahareña coquetería.

En sus versos se mostraba entonces como en su trato personal: superior a cuantos la requerían, desdeñosa del mundo, indiferente e inaccesible al amor, desconcertando a todos con sus burlas, como si sólo esperase al Superhombre digno de su soberbia. Como mujer, no era propiamente hermosa; pero su persona tenía dos poderosos hechizos: sus grandes ojos negros, de terciopelo, y su voz de un cálido timbre de contralto. Caprichosa en sus gustos, extravagante en sus actitudes, atrevida y desafiante en su conducta, se complacía en hacer lo contrario de todo-el-mundo y en asombrar a las gentes. Parecía convencida de que, a ella, y por ser ella, todo le estaba permitido.

En verdad, sino todo, le estaba permitido mucho. La alta burguesía mundana, tan celosa guardadora de las formas convencionales, le toleraba todas sus extravagancias; y hasta sus impertinencias, que las tenía. Invitada a fiestas y comidas, entreteníase en boutades. Lejos de censurársele, celebrábanla: “Locuras de María Eugenia”, — se decía.

Mucho de posse había en ello, ciertamente; mas, si no era tan loca como se hacía, distaba mucho de ser una mujer como las otras. Esa misma exacerbación de su orgullo egolátrico, llevado luego hasta la tragedia, nos la presenta como una criatura excepcional y rara; bajo esa su posse intelectual y su risa burlona, se ocultaba una de esas “almas malditas”, cuyo horror nadie, ni ella misma entonces, comprendiera.

Este segundo período de su vida y de sus versos, presenta así mismo dos distintas faces; tras los años de plenitud magnífica, en que, como una leona, jugaba con los amorcillos, vino un tiempo en que la mujer dejaba de ser joven, y el orgullo de su virginidad tomó en ella la ruta del desprecio hacia el amor mismo, del culto ascético a la castidad del pensamiento, de la exaltación de lo intelectual puro. Es el tiempo de su “Oda a la Belleza”, de su “Canto Yerbal”, de su “Ave Celeste”, poemas en que lo mental puro, superior y ajeno a todo erotismo, superior y ajeno aun a todo lo humano, asume la forma de un idealismo estético absoluto. La poetisa ya no ama sino la frialdad perfecta de los mármoles y el brillo impoluto de las estrellas. Es por entonces que celebra en glosa entusiasta, una frase de Rodó que parece escrita para ella: "el mármol, la carne de los dioses... ”

Y viene luego su tercera etapa, La juventud ya había huido, ligera como una corza; habíanse deshojado las rosas del verano; una misma marchitez otoñal, ajaba ya el seno de la virgen y arrebataba, en frías ráfagas, la fronda caduca de su verbo. Para el que dio sus frutos en el estío, el otoño es la dulzura del reposo; pero aquel era el otoño gris y vacío de los que no han amado, duro como un reproche, acervo como un remordimiento. La poetisa vio derrumbarse, convertida en ceniza de tristeza, la fortaleza de su orgullo; y caer de su cuerpo, en pedazos, la herrumbrosa armadura metálica de su soberbia. Quedó aterida, como un pájaro; se sintió sola y perdida entre los hombres, pobre criatura de Dios, a quien su dios negaba hasta la dulzura del consuelo... Su vida había fracasado y sólo le quedaba la liberación de la muerte.

Otro motivo de dolor vino a hacer aún más aciago ese drama de su alma solitaria; su nombre de poetisa, que antes había brillado soberano y puro como el lucero de la mañana, en el horizonte de la poesía femenina del Plata, — (a punto que, en la Antología de 1905 se dice de ella: “es, sin disputa, la primera poetisa de América y la más grande que ha tenido el país”) — se vio empañado y pospuesto por nombres nuevos; Delmira Agustini primero, Juana de Ibarbourou después, vinieron a brillar con fulguraciones más sugestivas, atrayendo todos los ojos y todas las alabanzas. María Eugenia, reivindicada en la Posteridad, vivió sus últimos años eclipsada por el fuego fascinante de las poetisas eróticas.

Era ya María Eugenia, en esos últimos tiempos, como la sombra lamentable de si misma. Vestida de un modo anticuado, abandonada en toda su persona, veíasele vagabunda y solitaria por las calles, los parques, los tranvías, un rictus sarcástico en la boca, un aire de cansancio y desaliento en su figura. Atendía una cátedra de Literatura en la Universidad de Mujeres, de la cual fue así mismo Secretaria. Al fin la atacó una aguda neurastenia, pasando en reclusión los últimos meses de su vida.

De esta etapa penosa de su tránsito, datan, sin embargo, sus mejores poemas. Junto con aquel su antiguo énfasis orgulloso, cayó, marchita, la fronda verbal de sus cantos; su alma y su arte se desnudaron, al par, de toda vana retórica; escribió sus confesiones, dijo su verdad íntima y tremenda, cantó humildemente su dolor, se arrastró gimiendo en el polvo humano que antes no querían ni pisar sus fríos coturnos literarios. Y su verso adquirió así una palpitación dramática, una profundidad de sentido, y una pureza formal que antes no conocieran. Esta producción de su tercera época: Los Desterrados, Barcarola, El Ataúd Flotante, Invocación, El Regreso, Fantasía del Desvelo, Único Poema, y otros que integran el libro, — es lo que, en verdad, consagra a María Eugenia como una poetisa de personalidad original y altos valores.

La selección de “La Isla de los Cánticos”, está hecha con una exacta conciencia estética. De las composiciones más literarias y verbalistas de su primera época, la poetisa eligió para rodear el núcleo esencial de su lirismo, posteriormente revelado, aquellas cuyo brillo heroico y metálica sonoridad de escudos, componen en torno a su ¿olor humano como una sinfonía de sobrehumanos énfasis...

Semejante a una Walkiria de soberbia dureza, la poetisa se presenta en “Heroica”, en “Oda a la Belleza”, en “Sabia Armonía”, revestida de yelmo y escudo, ceñido por diamantino cinturón el vientre casto, altiva la frente soñadora, cabalgando, en el bravo corcel de sus rimas, hacia un Walhalla estético. Como la orgullosa hija de Wotan, condenada a sufrir la condición humana, pide al dios que la rodee de un círculo de llamas, para que sólo un héroe magnífico se atreva a despertarla, en su lecho de piedra.

En “Heroica” dice:

Yo quiero un vencedor de toda cosa,

invulnerable, universal, sapiente,

inaccesible y único.

En cuya grácil mano se quebrante el acero

el oro se diluya,

y el bronce en que se funden las corazas,

el sólido granito de los muros,

los troncos y los mármoles,

como la arcilla modelables sean.

 

Yo quiero un vencedor de toda cosa,

domador de serpientes

encendedor de astros

trasponedor de abismos.

 

Así canta, con voz grave de contralto, la orgullosa virgen, bajo el alado yelmo de plata, en versos de una sonoridad guerrera.

 

Su soberbia castidad que desdeña el sensualismo de las blandas criaturas, sólo rinde culto a la Belleza inmortal, diosa fúlgida y severa como Minerva:

 

Olí, belleza, que tú seas bendita,

ya que eres absolutamente pura,

ya que eres inviolada,

límpida, firme, sana e impoluta.

.......................................

Eres inaccesible,

eres pasiva y sola,

sencilla y sobrehumana,

no inspiras ni padeces

el dominio sensual de la materia  

ni la sensible turbación del alma.

Pero esta Brunilda cristiana no encontró su libertador; y su sueño sobre la piedra se trocó en irredimible dolor de soledad. Prisionera en el círculo de llamas de su orgullo, su alma despertó un día aterida; y desde entonces fue condenada a vagar sobre la tierra de los hombres, como una sombra extraña... Fue una incomprendida y una desterrada; no conoció el amor humano; no tuvo más confidente de su pena que la noche estrellada, ni más esperanza de liberación que la muerte.

Pocas veces la poesía lírica ha llegado a tener acentos tan profundamente trágicos, como los que nos estremecen en los poemas donde María Eugenia invoca a la muerte, vencida sobre el regazo de su única gran amiga, la Noche. Clama en “El Regreso”:

He de volver a tí, propicia tierra,

como una vez surgí de tus entrañas,

con un sacro dolor de carne viva

y la pasividad de las estatuas.

He de volver a ti, gloriosamente,

triste de orgullos arduos e infecundos

con la ofrenda vital inmaculada.

 

Tú me brotaste fantásticamente

con la quietud de la serena sombra

y el trágico fulgor de las borrascas.

Tú me brotaste caprichosamente,

alguna vez en que se confundieron

tus potencias en una sola ráfaga.

 

Y no tengo camino...

mis pasos van por la salvaje selva

en un perpetuo afán contradictorio

............................................

Así dice a la Vida la poetisa erguida sobre la roca solitaria de su orgullo. María Eugenia es la gran desterrada del amor; su cuerpo está condenado a la fría castidad, su alma a la tristeza. Vagabunda en su propia soledad, ella mira a su alrededor la simple dicha natural de los otros seres y envidia la alegría de la mujer que palpita en brazos del esposo. En el poema. “Los Desterrados”, uno de los más entrañables gritos de angustia, la poetisa anda, en una fría tarde otoñal, por una apartada calle, al azar de sus paseos solitarios; por un ventanal ve, curvado el torso vigoroso sobre la fragua, a un joven herrero, que canta al ritmo recio de los martillos. Y de su pecho se escapa esta queja:

Dios de las misericordias

que los destinos amparas

¿ por qué no te plugo hacerme

libre de secretas ansias,

como a la feliz doncella

que esta noche y otras tantas

en el hueco de esos brazos

hallará la suma gracia?

La suma gracia del amor humano, no será para ella, la criatura singular, erguida sobre la cálida tierra de la vida, como las estatuas sobre la agitación de la multitud. Y de esa soledad suya sobre la tierra, nace el amor de la gran desterrada por la Noche, hermana del sueño y de la muerte, bajo cuya fulguración de fuegos remotos se alzan sus manos que nunca tocarán la carne de la vida.

Sólo tú, noche profunda me fuiste siempre propicia, noche misteriosa y suave, noche muda y sin pupila, que en la quietud de tu sombra guardas la inmortal caricia...

¿Esa dura castidad de la poetisa, esa absurda y desolada negación del amor físico, proviene sólo del tremendo orgullo de su alma, o responde también a algún oculto factor psico-fisiológico, a una especie de insensibilidad erótica, a una extraña inhbisión de su libido...? Sea como fuere, ello es una de las causas principales de esa tragedia que ensombrece y arrastra la última etapa de su vida, como antes fue la causa de aquella su guerrera dureza de amazona lírica, bajo la brillante armadura de sus versos. Y sobre todo, en ese misterio de su ser y de su destino, radica la originalidad de su poesía, la clave de su personalidad. El dolor que ha cantado María Eugenia puede ser, hasta acierto punto, el de todas las vírgenes otoñales, que sólo ella ha podido cantar; y su voz sería así, para siempre, la voz de la soledad sin amor. Mas, sólo hasta cierto punto, decimos, porque la poesía de María Eugenia trasciende ese círculo humano común, y es aún más profunda que la humilde tristeza de la carne sin destino. En María Eugenia hay la tragedia de su tremendo orgullo humillado, y hay un dolor más hondo todavía: el de su soledad espiritual absoluta, el de su desprendimiento de todo afecto humano y de todo humano consuelo. Tampoco siente destino para su alma; y como si fuera en verdad una criatura abortada y maldita, fuera del orden cósmico, — una ironía divina — su aspiración suprema, su suprema necesidad, es desaparecer, aniquilarse.

***

De todas las almas femeninas que la poesía ha revelado en América, la de María Eugenia es, tal vez, la más trágica. Más que la de Delmira Agustini, y más que la de Gabriela Mistral. Porque si Delmira conoció el tormento de los sueños fulgurantes en el cuerpo sombrío, su vida ardió, al menos, en su propia llama, y su carne perfumó al quemarse, como un pebetero ... Y si Gabriela Mistral supo de los sufrimientos que anonadan, si fue abatida por el rayo del destino, si quedó desposeída y abandonada como Job sobre la tierra, vio también levantarse su alma purificada sobre el estrago, y, como Job, supo de los sublimes diálogos con su Dios...

Pero María Eugenia sólo conoció la soledad. Fue la gran desterrada de la vida, para la cual no calentaron nunca los fuegos de los hogares ni ardieron los cirios místicos del consuelo.

Si Delmira Agustini es el tormento del supremo Amor nunca alcanzado, cuyos ardientes ojos sonámbulos aman más la profundidad del sueño que la realidad de los días; si Gabriela Mistral es el alma que ha triunfado de la tragedia del amor, purificándose en una transfiguración mística, María Eugenia Vaz Ferreira es la desolación del amor encadenado en una torre de orgullo, la tristeza de la carne convertida en cenizas mortuorias sin haber sido llama.

Delmira pide a la vida la realidad quimérica de su sueño, el más intenso sorbo que guarda en su copa vedada; Gabriela, espíritu libertado de todo egoísmo, mano ungida de bálsamos evangélicos, quiere de la vida fuerzas para hacer el bien; María Eugenia, sólo quiere la Muerte, la eterna noche “muda y sin pupila”.

En el ardiente suelo donde se abren “Los Cálices Vacíos”, país de volcánicas montañas y de selvas oscuras, se sienten los fragores del huracán y las furias de las bacantes. En el camino áspero de “Desolación”, árida cuesta pedregosa en que los pies sangran, brilla el haz de luces de lo alto, que cegó a Pablo en el camino de Damasco. Pero en el desierto por donde María Eugenia camina sin rumbo ni esperanza, “en un perpetuo afán contradictorio”, sólo existe la soledad... “La Isla de los Cánticos” es una isla desierta, sin más horizonte que la infinitud monótona del mar y la eternidad muda del cielo.

***

Exteriormente, profesaba la religión católica. Llevaba consigo medallas y escapularios; concurría fielmente a los actos del templo; integraba congregaciones; se confesaba y comulgaba con frecuencia.

Pero, ¿era sincero su catolicismo?...; caprichosa, ¿era aquél uno de sus caprichos? ...; posseur, ¿era aquella una de sus posses? ... Difícil establecer con certidumbre este punto. Mas, sea cual fuere la verdad de su actitud religiosa, casi puede afirmarse que, en el fondo, no llegó a sentir nunca esa fe que sostiene o que salva, esa fe de las almas sencillas que es roca firme en medio al tempestuoso oleaje de las cosas, o puerto de paz para el regreso fatigado de los navíos...

“La Isla de los Cánticos” no contiene un solo verso católico; ni su fe se transparenta e ilumina en ninguna de sus imágenes, al modo como la luz traspasa los vitrales historiados de las ojivas; más aún, el desolado pesimismo de su poesía es la negación de toda fe religiosa.

No era preciso, ciertamente, que, en testimonio de su fe, escribiera como Santa Teresa sabias estrofas teologales, ni entonara, como Verlaine, ambiguas letanías a la Virgen. Podría no exigírsele, en fin, poesía mística; pero, ¿cómo podría admitirse que existiera la fe donde no hay rastros espirituales de ella, donde todo es soledad, tedio, desesperanza, desconsuelo, deseo de aniquilamiento, vacío y negrura absolutos, es decir, ausencia de Dios... ? Es chocante constatar que, precisamente en los versos de una poetisa católica, es donde se halla menos sentimiento religioso, y en cambio, más orgullo egotista y más desierto horizonte. La poetisa llevaba crucifijo de oro sobre su pecho; pero el espíritu de la Cruz no está en sus versos. La muerte que ella invoca, no es el camino al más allá de las esperanzas celestes: es una sombra total y eterna, es la muerte materialista.

Ah, si pudiera desatar mi día,

la unidad integral que me aprisiona,

tirar los ojos con los astros quietos

de un lago azul en la nocturna onda...;

tirar la boca muda entre los cálices,

cuyo ferviente aroma sin destino

disipa el viento en sus alas flotantes...;

darle el último adiós

al insondable enigma del deseo;

cerrar el pensamiento atormentado

y dejarlo dormir un largo sueño

sin clave y sin fulgor de redenciones...

...........................................

En todo caso, su sentido de la Eternidad se parecía más al no-ser del nirvana búdico que a la angélica beatitud del paraíso católico. Los místicos hindúes aseguran que el Nirvana búdico no significa el no-ser, sino el ser-absoluto; pero tal abstracción equivale, para la sensibilidad occidental, al simple no-ser, puesto que la conciencia personal ha desaparecido. Lo que, en cierto modo, correspondería al cielo católico en la concepción budista del cosmos, sería lo que ellos llaman el Devachán, — cielo de los Devas — estado post-mortem en que las almas permanecen larga etapa dichosa, antes de volver a la reencarnación; pero en el Devachán se vive una existencia subjetiva, como de sueños, tanto o más real para el alma que la propia existencia física; y lo que María Eugenia pide en sus versos es: “un largo sueño sin clave y sin fulgor de redenciones”, vale decir, un sueño sin sueños, una nada absoluta...

Cierto que en una de las estrofas que hemos trascripto, — de una de las más humanas y dolorosas de sus composiciones — reprocha al “dios de las misericordias” que la haya hecho tan rara y distinta de las otras criaturas, vedándole la simple dicha terrena. Pero el tono general de esa composición (“Los Desterrados”) carece de todo espíritu religioso, y ese dios de las misericordias que invoca, más parece una imagen literaria que un objeto de fé.

Cierto también que, según lo ha declarado su hermano, introdujo en composiciones anteriormente publicadas, ciertas modificaciones “por escrúpulos de otro orden que el artístico”, y que no pueden ser sino religiosos, ya que no morales, pues, nunca escribió versos eróticos.

Ello probaría su respeto por los preceptos y las normas exteriores del catolicismo que públicamente profesaba; mas no su fe interior. Esa fe, — que es el tesoro de los humildes, la verdad de las almas simples — sólo podía ser, para espíritus tan recios como el de María Eugenia, una divina gracia. Lo más probable es, pues, que a pesar de su sincero afán religioso, esa gracia de la fe — amor divino — le haya sido también negada, como le fue negada la gracia del amor humano... En vano seguía el consejo de Pascal: se santiguaba con el agua bendita de las Iglesias; pero el rayo divino no hería su corazón. En vano sus puños golpeaban el bronce oscuro y sordo del cielo; el cielo permaneció para ella tan duro y cerrado como la tierra. No la estrecharon los brazos hercúleos del herrero — que ella vio una tarde otoñal, martilleando en su fragua; mas tampoco la estrecharon contra su pecho, hecho de lirios, los brazos del Cristo que sonreía, amoroso, en los altares ...

No perfumaron sus senos, como paganas rosas, en la embriaguez dionisíaca de los tálamos; dulces palomas no se posaron tampoco sobre sus castos hombros monacales. Su boca no gustó el sabor del beso terreno; mas tampoco el arrobo eucarístico de la hostia... Sus manos, que “no tocaron nunca la carne de la vida”, nunca sintieron la caricia del ala de los serafines. Para su oscura desolación en el mundo, no le fue dada la esperanza de una compensación eterna; y así, su pesimismo desolado llegó a concebir la vida como un eterno juego de olas sin objeto, sobre las cuales volaba su pensamiento, pájaro de la luna.

Tal, “Unico Poema”, su creación culminante:

 

Mar sin nombre y sin orillas

soñé con un mar inmenso,

que era infinito y arcano

como el espacio y los tiempos.

 

Daba máquina a sus olas,

vieja madre de la vida,

la muerte, y ellas cesaban

a la vez que renacían.

Cuanto nacer y morir

dentro la muerte inmortal...

Jugando a cunas y tumbas

estaba la soledad.

 

De pronto un pájaro errante

cruzó la extensión marina:

"Chojé! Chojé! ...” repitiendo

su quejosa mancha iba.

 

Se perdió en la lejanía

goteando: “Chojé!..., Chojé!... ”

 

Desperté, y sobre las olas

me eché a volar otra vez.

Ver, además, María Eugenia Vaz Ferreira, en Letras Uruguay

Homenaje a María Eugenia Vaz Ferreira

 

Alberto Zum Felde - Alberto Zum Felde (Bahía Blanca, 30 de mayo de 1887, 1888 o 1889 - Montevideo, 6 de mayo de 1976) fue un crítico, historiador y ensayista uruguayo.
"Proceso intelectual del Uruguay y crítica de su literatura" Tomo II

Imprenta Nacional Colorada

Montevideo, 1930

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

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