Sarandí
por Juan Zorrilla de San Martín

Discurso pronunciado en SARANDI, el 12 de octubre de 1923

Monumento a la Batalla de Sarandí
Obra del escultor uruguayo José Luis Zorrilla de San Martín
Inaugurado el 12 de octubre de 1923

Himno Nacional de Uruguay

Marcha Mi Bandera

Discurso pronunciado en SARANDI, el 12 de octubre de 1923, aniversario de la batalla, al inaugurarse el monumento del escultor José Luis Zorrilla de San Martín, ofrenda hecha a la Patria por el doctor Alejandro Gallinal.

 

Señores:

 

Me parece que soy aquí algo así como un sobreviviente ... Escucho mi propia voz, como la del pasado recién nacido. El pasado es siempre joven, siempre fuerte y vibrante. El pasado no tiene edad.

 

Mi misión en este acto es la de recibir, en nombre del pueblo, esa filial ofrenda que hace a la Patria el ciudadano Alejandro Gallinal, nuestro hermano, y la de agradecérsela.

 

Lleno esa misión mostrando a ese buen hermano, amigo mío del alma, su nombre escrito en bronce sobre ese pedestal de piedra; la lleno, expresándole, como le expreso, la voluntad de sus compatriotas de que

 ese su nombre perdure ahí, escrito en bronce sobre piedra, y sea, así, refrendado por el pueblo, la más preciada recompensa, y, al mismo tiempo, un buen ejemplo, un perdurable buen ejemplo.

 

¡El pueblo! El pueblo uruguayo, señores, no es sólo la multitud, la conglomeración; es un cuerpo animado de un espíritu; un cuerpo orgánico, cuyos órganos no son otra cosa que el instrumento de ese espíritu inmanente y sustancial...

 

El pueblo uruguayo lo sois vos, por lo tanto, señor Presidente de la República, que, el primero entre los iguales, habéis venido a ser uno con nosotros. Por eso no he comenzado mi discurso, como es costumbre, por la invocación de vuestro nombre: porque sois uno con nosotros en la madre Democracia. El pueblo lo sois también vosotros, los miembros de los poderes públicos que hacéis aquí vuestro acto de presencia. Lo somos, por fin, todos nosotros, las simples unidades, más menos anónimas, de la gloriosa multitud orgánica que forma la Patria, y de la que emana todo poder y toda autoridad.

 

Haré mención especial, sin embargo, de este departamento de la Florida, porque a él ha sido hecho especialmente el obsequio de ese monumento por el que fue su representante y ha querido dejar, en esa estatua, un recuerdo de gratitud hacia el pueblo que le hizo el honor de designarlo su elegido. La haré también de esta población, de esta región privilegiada de nuestro país; privilegiada, porque le ha cabido en suerte la posesión del pedazo de tierra en que gritó esa mujer de mármol que vamos a dejar aquí, y en que rugió a su lado, husmeando al enemigo, ese pequeño león americano que va con ella, haciendo un solo bloque con su cuerpo de diosa, y que, formado de la carne de sus muslos atléticos, es el símbolo pujante de nuestras fierezas primitivas.

 

¡Las fierezas de las batallas necesarias!  ¡Sarandí!

 

¿Os habéis detenido a meditar, señores, en lo que encierra, para nosotros, esa palabra Sarandí?

 

Sarandí es una especie de término cabalístico en esta tierra del charrúa. Notadlo bien, señores: es una palabra nuestra, exclusivamente nuestra. En ninguna otra región de América suena como aquí, aunque en otras partes suene.

Monumento a la Batalla de Sarandí  (detalle)
Obra del escultor uruguayo

José Luis Zorrilla de San Martín

Sólo nosotros poseemos el secreto musical de esa palabra indígena: ¡Sarandí!

 

Andrés Lamas, que pensaba hondamente en nuestra historia, que la sentía, sobre todo, hizo de esa palabra el eje de la nomenclatura, que el compuso, de la ciudad de Montevideo, capital de la república; la calle Sarandí, trazada sobre el divortium acquarum de la colina en que la ciudad se asienta, es el arranque de la gran vía que atraviesa la república de norte a sur. En torno de ella giran los otros nombres: Rincón, Las Piedras, Cerrito, Treinta y Tres, Ituzaingó, Misiones, Juncal... Todo gira en torno del eje "Sarandí".

 

Ese nombre, dicho por un árbol, está en todas partes en nuestra tierra: en los arroyos, en casi todos los arroyos, los sarandíes, los árboles primitivos, se levantan entre los camalotes, de flores moradas o blancas; en las ramas verdinegras de los sarandíes, proyectadas sobre el pálido ramaje de los sauces, cantan los zorzales y las calandrias, van a dormir las torcaces y las palomas del monte, se posa el Martín Pescador, que, con el pico sobre el pecho, sigue el curso de la corriente; bajo los sarandíes, en la maraña de sus raíces, tienen su cueva, en la tierra negra, los carpinchos y las nutrias; de entre un matorral de sarandíes, salió ese pequeño león americano del monumento, ese perro fiel, que, rastreando la victoria, conduce o es conducido por la batalla resonante.

 

¡La batalla de Sarandí! ¡La carga de Sarandí!

 

Es nuestra batalla, señores; fue nuestra hora. Allí estaban todos, atraídos y conglomerados por un espíritu misterioso... todos los bravos, todos los buenos, todos los nuestros. Yo la he llamado nuestro Chacabuco. Chacabuco es el arranque de la emancipación total del Pacífico. Sarandí lo es de la liberación del Atlántico.

 

Pero el héroe del Pacífico, el de Chacabuco, grande entre los grandes, pasó los Andes con dos mil hombres, y cayó en brazos del hermano trasandino, que, heroico como él, lo esperaba armado, con el caballo de la rienda; los nuestros, los de Sarandí, pasaron solos el Uruguay; eran un puñado de indígenas; nadie los esperaba. Venían buscando, según decían, la libertad o la muerte... Sólo podían esperar razonablemente la muerte. No, no iban ellos hacia la libertad... pero la libertad iba hacia ellos... ¡Y los condujo a Sarandí!  

Vivamos un momento, oh hermanos en la Patria, vivamos un momento en aquella mañana del 12 de octubre de 1825. Allí hubimos de morir o de vivir. Montevideo y Buenos Aires miraban hacia aquí. En Montevideo, el enemigo, el usurpador, contaba ya, no sin razón, con su triunfo seguro: "Basta con dejarlos" decía; "basta con alcanzarlos"... Al fin, los alcanzaron; los alcanzaron aquí, en esos campos, felizmente. En Buenos Aires, el amigo, el buen hermano, miraba también anhelante hacia aquí; no era indiferente, por cierto, no podía serlo; pero no todos estaban seguros de si la empresa de nuestros padres era un ensueño del heroísmo, o sólo un delirio de hermanos locos...

 

El día... el sol... una hora... un minuto... un grito... el grito que sale de la boca de esa mujer de piedra; el que está escrito en el plinto de esa estatua clamorosa... la victoria, por fin, la libertad, la patria inmortal ..................................

Que ella sea bendita en ese símbolo de piedra... Yo la miro ahora con vosotros, señores; miro largamente esa estatua, antes de dejarla, y no puedo desechar un pensamiento tenaz; no puedo olvidar que yo la he visto nacer. ¿Me permitiréis, señores, que recuerde que esa estatua ha sido concebida y modelada por uno de mis hijos, José Luis, el escultor, el artista, calentada con el calor de su sangre, animada, por lo tanto, del de la mía y de mi remoto espíritu? Lo hago con alegría, con una grande alegría; pero es esta demasiado santa, para que, en este momento, pueda ser manchada por el orgullo de la vanidad. Quiero sólo, pues que el hijo escultor está ausente, pensando en la Patria, que su memoria, su nombre aparezca, un momento siquiera, en este día memorable, en medio de sus hermanos; que recoja la parte de gloria, por mínima que sea, que pueda corresponderle por haber sido, también él, uno con nosotros, en esta conmemoración de nuestra clásica victoria.

Me permitiréis, señores, que no hable mucho de estas cosas; que no remueva, sobre todo, los sentimientos profundos. Os he dicho, que yo me siento ahora como un sobreviviente. Me oigo a mí mismo... Cuando busco la palabra lírica, musical, que debe sonar en el acorde de este día, me oigo a lo lejos; encuentro esa palabra insustituible en mis cantos juveniles... Yo no decir otra cosa... no diría nada mejor. En presencia de esa estatua que aquí dejamos para los hombres futuros, siento, como un eco, el canto que yo decía a los hombres pasados en aquella Leyenda Patria, mi canto balbuciente pero sincero, ingenuo, que han repetido ya tres generaciones de niños uruguayos... ¿Que es antiguo? En este día de sol, y ante esa estatua que grita el grito histórico, el canto aquel vuelve a nacer. Es nuevo, es original, y hasta me atrevo a decir que es vibrante, y aun bello. Es tanto más nuevo cuanto más patinado por el tiempo; tanto más original cuanto más repetido por los niños; tanto más vibrante cuanto más acordado con una larga vibración popular... Y bello con la belleza silvestre de las cosas no aprendidas, como el ritmo de las tardes, como el canto de los pájaros. No sé decir nada mejor en este momento, señores, nada que suba desde más hondo de mi alma que ese viejo incienso que quemé hace cincuenta años ante el primer altar cívico de la Patria en la Florida, y que, para terminar mi discurso, me permitiréis echar de nuevo en el ascua, ante este de Sarandí, que es la misma tradición, la misma palpitación, el mismo amor, y que veo, con grande alegría, rodeado de los hijos y de los nietos de los que conmigo, y con mis padres, rodeaban aquél hace cincuenta años. Es la permanencia... la persistencia... la Patria inmortal.

Batalla de Sarandí, cuadro de Juan Manuel Blanes

¡Sarandí! ¡Sarandí!...  ¡Santa memoria!,

¡Primicia del valor! Ósculo ardiente,

Que imprimieron los labios de la Gloria,

En nuestra joven ardorosa frente!

Yo al pronunciar tu nombre,

De hinojos, la cabeza descubierta,

Entre las cuerdas de mi lira, siento

Que nace, crece y estridente estalla,

Todo el fragor de las solemnes horas

Que escucharon la voz de tu batalla;

Cuando "el héroe", los héroes encontraron

Tardo el corcel y perezoso el plomo;

Las sedientas espadas abrevaron,

De roja sangre en el reciente lago,

Y, del tirano en la olvidada tumba,

La cuna de sus hijos levantaron.

¡Sarandí! Con tu aliento poderoso

Sus alas formaría la tormenta,

Para azotar la espalda del coloso

Revuelto mar, y publicar su afrenta.

Yo en tu potente espíritu me agito;

Lato en tu corazón, ardo en tus ojos;

Y en la idea, corcel de lo infinito,

Sobre tus rudos hombros sustentada,

Siento flotar mi vida, condensada

En un grito de honor, eterno grito.

En tus vastas laderas

Deja que se dilate el pensamiento,

Y respire el aliento

De aquellas auras de tu honor primeras;

Auras de libertad, que, en su regazo,

Hasta Dios condujeron,

El sello a recibir de eterna vida,

Con las almas de bravos que cayeron,

El alma de la Patria redimida.

Los himnos de tu aurora

Deja que el labio vibre:

¡Paso al pueblo novel!  ¡Sonó su hora!

"Que quien sabe morir, sabe ser libre".

¡Saber morir!... Pero hoy es preciso saber vivir, señores.

 

Vivir es permanecer, continuar, recordar, conmemorar. ..

 

Vivimos, pues, desde que conmemoramos, recordamos, continuamos.

 

Podemos, pues, contestar al unísono ese "Santo y Seña" de aquel día, que está escrito en bronce sobre el pedestal de piedra de esa estatua fuerte y resonante.

 

¿Sentís la voz?

 

Viene de los campos de Sarandí.

 

"¡Quién vive!"

 

Contestemos unísonos lo que también en esa piedra está escrito:

 

"¡La Patria!"'... La Patria inmortal, que alienta hoy en nosotros y alentará en los hijos de nuestros hijos.

 

por Juan Zorrilla de San Martín

Discurso pronunciado en SARANDI, el 12 de octubre de 1923

Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 66
Ministerio de Educación y Cultura
Montevideo, 1965

 

Ver, además:

Lavalleja el Oriental vencedor de la Batalla de Sarandí, por Luis A. Martínez Menditeguy (Uruguay)

 

Ver, además:

 

            Juan Zorrilla de San Martín en Letras Uruguay

 

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