La lengua castellana
por Juan Zorrilla de San Martín

Memoria presentada en el "Congreso Literario Hispano-Americano" celebrado en Madrid, (31 de octubre a 10 de noviembre de 1892) en la que se desarrolla el tema 1º de la sección filológica: "Razones de conveniencia general que aconsejan la conservación en toda su integridad del idioma castellano en los pueblos de la gran familia hispano-americana".

(Actas de sesiones del Congreso Literario Hispano-Americano)

SUMARIO: El descubrimiento de América, hecho inicial de la edad moderna. — La lengua castellana en América. — Necesidad y conveniencia de su cultivo y conservación, ante todo en España y para España. — Proporciones y efectos de su difusión en América. — El maestro Lebrija y su primera gramática. — Necesidad y conveniencia de la conservación del castellano en América. — Proposición de don Andrés Bello. — La unidad de lengua signo de progreso y esplendor. — Las lenguas americanas. — Su infinita variedad. — Causas de ésta. — La procedencia del hombre americano. — Las tribus aisladas. — La conservación del idioma conciliada con su vida y su desarrollo orgánico. — La influencia popular conciliada con la científica. — Influencias que han obrado sobre la lengua castellana en América. — Acción de las lenguas extranjeras. — El vocabulario y la sintaxis. — Principios fundamentales de Max Müller. — La herencia común.

Señores:

Es un error, que la historia deberá rectificar, el haberse establecido la toma de Constantinopla (1453) como el hecho inicial de la edad moderna.

No es, por supuesto, menos errónea, a mi sentir, la opinión de los que indican la predicación de la Reforma por Lutero, (1517) o la revolución francesa (1789).

No faltan autores, como sabéis, que sólo admiten dos edades, limitadas por el nacimiento del Redentor del mundo: la antigua o pagana, y la moderna o cristiana. Aun predominando esta opinión, el hecho de la difusión del Evangelio en un continente aparecido a la humanidad, no podría menos de establecer una subdivisión fundamental en la segunda de esas edades. El descubrimiento de América, determinando un cambio de ley o de estado en un mundo nuevo, tiene que dar origen a una nueva edad, si es que por edad debe entenderse, como es opinión general, un período de la historia iniciado por una de esas transformaciones.

Pero aún aceptando las divisiones corrientes, creo que los sucesos que determinan el tránsito de la época medioeval a la nueva época son, sin ningún género de duda, la toma de Granada y el descubrimiento de América. Esos dos acontecimientos cambian la faz de la humanidad; cierran un pasado y abren un porvenir; radican definitivamente la civilización cristiana en Europa, y, haciéndola dar un paso inaudito en su marcha providencial, que, como la del sol, avanza de oriente a occidente, abren el occidente desconocido, la cuarta parte del planeta, al paso triunfal del Evangelio.

La marcha de la cruz en la sobrevesta de los cruzados al través de Europa, pero de occidente a oriente, para reconquistar el santo sepulcro; su mismo paso de las catacumbas a la corona de Constantino, ejercen, a mi sentir, menos influencia en los destinos humanos, que su salto desde las almenas de la torre bermeja de Granada hasta las playas del nuevo mundo, al través de las tinieblas impenetrables del mar ignoto.

Cupo a España la gloria de abrir ese nuevo horizonte a la humanidad, y de descubrirle sus nuevos destinos.

Dígitus Dei est hic.

Era quizás el premio que discernía la Providencia a su esfuerzo de ocho siglos; era que la Providencia ponía la cruz que debía pasar al mundo nuevo al través del Atlántico, en la misma mano que, como ninguna otra, había sostenido esa cruz en el mundo antiguo, con perseverancia secular; era que la sangre que debía poblar el continente reservado al más digno de poseerlo, tenía que ser la misma que había llenado los fosos del antemural de la civilización cristiana en Europa, de ese baluarte pirenaico, en cuyas crestas y gargantas los siglos medioevales vieron siempre de pie, con la mano en la cruz de la espada, y el corazón en la cruz de la bandera, al obstinado pueblo ibero, al centinela de hierro que guardó las puertas últimas del mar que se apoyaban en las columnas de Hércules; era por fin, señores, que en la misma lengua en que había sido pronunciado el nombre de Dios en Covadonga y las Navas y el Salado, para que fuera oído con pavor por el infiel, al cerrar tras él para siempre aquellas puertas, debía ser pronunciado por primera vez en el mundo recién nacido, a fin de que fuera escuchado con asombro de esperanza por la selva virgen, por el desierto, por el hombre americano.

Esa lengua castellana tomó entonces posesión de aquel mundo iluminándolo, y aún hoy es su dueña en gran parte.

¿Debe arrebatársele ese dominio secular?

¿Hay alguna lengua que pueda ejercer, a justo título, contra la castellana, el derecho de reivindicación?

¿0 hay, por el contrario, razones, no sólo de conveniencia, sino también de naturaleza, que aconsejan e imponen la conservación del común idioma castellano en los pueblos de la gran familia fundada por la madre España en el continente que descubrió?

La conveniencia de esa conversación, sus razones, los perjuicios de una desmembración que entrañaría la destrucción del más precioso de los patrimonios, constituirán el tema de esta sintética memoria, cuyas deficiencias deberán atribuirse, no sólo a la escasez de facultades de su autor, a quien, sin merecerlo, habéis honrado con la presidencia de la primera comisión de este congreso, y, por eso, está en el deber de hablaros, sino también a la desproporción entre lo vasto del asunto, y el tiempo de que le es dado a aquél disponer para su racional desarrollo.

Si en América ha habido quien lo niegue, señores, no ha llegado a mi noticia que haya existido en España quien ponga en duda la conveniencia de que la lengua castellana sea conservada en todos los pueblos americanos que actualmente la hablan. Testimonio viviente de la más grande y más fecunda de las glorias nacionales, ya que el descubrimiento de América a que dio cima España es la "mayor cosa, después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó", según la gráfica expresión de Gomara; ensanche inmenso de la esfera de jurisdicción del pensar y del sentir españoles; arteria por donde circulan al través del mundo, como sangre del alma, las tradiciones, las costumbres, el espíritu de esta nación, es indudable que ningún español puede desear que las fronteras territoriales de su patria formen un valladar que detenga el vuelo de su pensamiento, siendo así que el mismo impulso y el mismo esfuerzo pueden hacer que ese pensamiento, sin perder ni el polvo brillante de sus alas, ni el calor del alma en que nace, salve aquellas fronteras, y se difunda por la tercera parte del mundo civilizado.

No cabe en las proporciones de esta memoria, señores, el ofreceros un estudio estadístico sobre el colosal desarrollo que ha tomado y está llamada a tomar la población de las repúblicas ibero-americanas, dueñas de una superficie de más de veinte millones de kilómetros cuadrados; me permitiréis benévolamente, sin embargo, darme la satisfacción de citar como eiem- plo, ya que alguno he de citar, el que ofrece la república del Uruguay, mi patria, la cual, nacida a la vida independiente hace sólo sesenta años, con una población total de setenta u ochenta mil habitantes, diseminados en su privilegiado territorio de doscientos mil kilómetros, ofrece hoy en su sola capital, Montevideo, una población de doscientas quince mil almas, y entrará al siglo veinte con un millón de habitantes de raza caucásica en su casi totalidad. Toda la América de origen ibérico, que ha seguido una proporción análoga, tiene hoy una población de sesenta millones de almas, en una superficie de más de veinte millones de kilómetros cuadrados.

Ese es, señores, el campo de acción, trazado en un solo rasgo, de la lengua castellana en el continente de Colón.

Si se considera además que ese extraordinario aumento de población se ha formado, en gran parte, por la inmigración procedente de todos los pueblos de Europa, de orígenes y lenguas diferentes, y que los hijos de esos millones de hombres, franceses, ingleses, italianos, alemanes, que han convergido y seguirán convergiendo a América, hablarán como nosotros la lengua castellana, a la que, como nosotros, llamarán su lengua madre; si se advierte que todos esos hombres del presente y del porvenir, aunque originarios de diversas razas humanas, oirán en lengua castellana los cantos de la cuna, en castellano pronunciarán el nombre de Dios y el de la Patria, y en lengua castellana darán el último adiós a las generaciones que dejen en pos de sí, legándoles, con el idioma, el espíritu español que lo informa y vivifica, no es concebible que pueda existir un hijo de la tierra de Cervantes, que no vea en la conservación de la unidad de su lengua dentro de la gran familia hispano-ame- ricana, el triunfo más sólido, el verdadero triunfo de la España descubridora de mundos. ¿Qué ha sido, qué queda, señores, de los antiguos dominios españoles en Cerdeña, en Sicilia, en Nápoles, en Flandes? Todo se ha desvanecido en el tiempo; apenas si algún nombre nos recuerda que allí venció España, y que allí dominó. Y en cambio, en nuestra América, ¿qué importa la ruptura de sus vínculos políticos con la metrópoli, si los estados que allí han nacido son arterias por las cuales continúa circulando la sangre melodiosa de la lengua común, que el corazón secular, la madre España, continúa elaborando y distribuyendo por el árbol circulatorio de la familia?

Es indudable, señores: el lenguaje es, para un pueblo, lo que la sangre para un organismo; como ésta determina la constitución en el hombre, aquél determina el temperamento en una nación, sus tendencias, su carácter. El lenguaje es una perpetua sugestión; la misma asimilación de ideas extrañas tiene que hacerse previa traducción de esas ideas a la propia lengua; y la traducción es, en sí misma, una transformación en sustancia propia, una adaptación a nuestro modo de ser.

Cuando el americano, señores, que de veras ama a España, recuerda, como yo lo hago en estos momentos, la deuda de gratitud que la América tiene contraída para la nación que le dio la civilización cristiana, no puede menos de experimentar cierta satisfacción al considerar ese predominio de la lengua española; le parece que, con orgullo filial, puede decir a la madre patria: tú conquistaste América para la civilización cristiana, a trueque de grandes sacrificios que te extenuaron; América, para pagarte tan inolvidable beneficio, conquista gran parte del mundo para tí: ahí tienes esos sesenta millones de hombres, procedentes de los cuatro vientos, que hablan tu lengua; los hijos, y los hijos de los hijos de esos hombres, hasta las innúmeras generaciones, la llamarán, como nosotros, lengua madre; y tú, oh vieja heroína de la historia, tú reinarás en la tercera parte del mundo con sólo hablar. Y tu reino no tendrá fin, mientras haya palabra humana.

Pero señores: para que España pueda ejercitar el derecho que asiste a su lengua sobre el mundo que sacó del mar; para que la madre patria sea, como debe ser, el núcleo de resistencia contra las tendencias disgregadoras, y el de lucha inteligente en pro de la unidad de la lengua en toda la familia hispanoamericana, fuerza nos será convenir en que debe tomar a pechos la conservación de esa unidad dentro de sus propias fronteras, y dedicarse a ella con ahínco. Esa unidad casi se identifica con la unidad nacional, como quiera que ella fue también la conquista a que dio cima el esfuerzo secular de la España que triunfó en Granada.

Notad, señores, una circunstancia muy digna de mención al respecto: en los precisos momentos en que España recoge las llaves del último baluarte moro; en el momento en que entrega tres barcos y un puñado de sus héroes al vidente genovés, para que vaya en busca de la visión surgente del Atlántico, el maestro Lebrija da a la prensa la primera Gramática Castellana, con el propósito, según él mismo dice, de engrandecer las cosas de su nación, y de dar a su patria, en los momentos en que las naves de Colón cruzaban el mar tenebroso, una lengua definitiva, para imponer con ella sus leyes de vencedor a los pueblos bárbaros o naciones de peregrinas lenguas que conquiste, y que tendrán que recibir aquellas leyes. La lengua española se formaba, pues, en definitiva, especialmente para la América, para sustituir con ella las peregrinas lenguas del nuevo mundo.

El insigne maestro tenía razón; el pequeño libro que escribía era más poderoso, para asegurar la conquista, que los mosquetes y arcabuces de los soldados; ella es lo que ha quedado a España de todo su dominio. Es bastante, sin embargo.

Pero hoy ya no existen, como en los tiempos de Lebrija, conquistados y conquistadores, vencedores y vencidos; hoy España, bien que vencedora en el tiempo y en el espacio, no intenta imponer sus leyes: reclama sólo, y no sin causa, el derecho, y cumple solícita con su deber de madre, al estimular a sus hijos, de aquende y de allende el Atlántico, a no dilapidar la preciada y costosa herencia de la lengua común, que hace comunes las glorias, común el caudal literario de los siglos de esplendor, y da a nuestras ideas, al encenderse en nuestro verbo común, la vibración necesaria para brillar, como las constelaciones cenitales, sobre los dos hemisferios.

La América, dignamente representada en este congreso literario, debe adherir, señores, sin vacilar, a tal y tan simpático propósito, y pugnará con vosotros en defensa de su herencia. Sensible es que para ello cuente en este momento con tan débil intérprete; pero para que, cuando menos en su proposición fundamental, tenga esta memoria la debida autoridad, invocaré la opinión del más ilustre de los filólogos americanos, de autoridad irrecusable. El esclarecido don Andrés Bello juzga de tal importancia la unidad del lenguaje hispano-americano, que no vacila en afirmar que ese era uno de los principales fines que perseguía al escribir su Gramática Castellana, obra monumental que es honra y prez de las letras españolas. "Juzgo importante, dice el sabio venezolano, la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación, y un vínculo de fraternidad entre las naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes". Como se ve, la proposición del maestro americano coincide en un todo con la de la primera sección de Filología que me cabe la honra de desarrollar en este congreso literario hispano-americano. Voy, pues, en buena compañía, y recorreré con seguridad el camino.

Sí, señores: la América debe conservar y conservará, de acuerdo con España, la unidad de la lengua común; debe vigorizar los agentes que a ello contribuyen, y combatir los que propenden a menoscabar tan preciosa unidad. Pero, como lo afirma el mismo Bello, es preciso no confundir la unidad con el purismo supersticioso; ella no pugna tampoco, en manera alguna, con el desarrollo progresivo, natural y científico, del organismo vivo del idioma, ni es parte a arrebatarle la fuerza asimiladora que caracteriza la vida, sino que, por el contrario, alimenta su vigor y acrecienta sus energías, a fin de que pueda absorber sin ser absorbido; así podrá armonizar el crecimiento con la existencia, el movimiento con el orden, la autoridad y el uso con la ciencia y con la lógica.

Eso es lo que demostraré en esta memoria.

Con decir que los pueblos que hoy hablan el idioma castellano son, como no es posible dudarlo, sociabilidades civilizadas con personalidad y carácter propios, dicho se está que deben considerar su lengua tan inconmovible y permanente en su esencia y en su genio, como su propia personalidad política y sociológica. Dudar de la primera o suponerla en formación caótica, es vacilar sobre la segunda, es considerarse a sí mismo como un embrión, como la materia cósmica de que se formará o no se formará un ser colectivo, pero no como una persona social determinada y definitiva. Y huelga decir que un pueblo que admite dudas sobre su propia existencia de tal, no puede ser considerado como un pueblo.

La unidad de las lenguas con vasta jurisdicción territorial ha coincidido siempre, en la historia de la humanidad, con las épocas de progreso y esplendor de las naciones; la desmembración del lenguaje, por el contrario, ha sido signo inequívoco de decadencia; ha representado, en el orden moral y social, lo que el feudalismo o la anarquía en el orden político, lo que la descomposición cadavérica en el orgánico. Los hechos que pudiera citar en apoyo de mi afirmación han acudido ya a vuestra memoria, según son ellos notorios y concluyentes; pero ninguno más interesante, oportuno y digno de estudio, que el que nos ofrecían los pueblos salvajes de América al ser ésta descubierta. Una infinita variedad de lenguas, revelación del estado de aislamiento y de ignorancia de aquellos hombres, poblaba el continente, y era indudablemente una de las causas, y no la menos principal, que impedía, y hubiera impedido siempre, su civilización, si una lengua común no hubiera creado allí la comunicación moral e intelectual de los hombres.

La América era una torre de Babel. Los escritores de los primeros tiempos del descubrimiento, Fernández de Oviedo, Solórzano, los misioneros, nos manifiestan su sorpresa al respecto; el padre Kircher, citado por el erudito Fernández y González, lleva el número de lenguas americanas a quinientas; en el siglo XVIII, don Juan Francisco López afirma que se hablaban en las Indias occidentales no menos de mil quinientas; y esta opinión aparece confirmada por el abate Clavijero, que atestiguaba haber distinguido hasta treinta y cinco lenguas diferentes, sólo en naciones conocidas de la jurisdicción de Méjico. En el siglo pasado, los estudios de Buschmann, D'Orbigny, Orozco y Berra, Bancroft, Federico Muller y otros, citados también por Fernández y González, denuncian cifras análogas; y Brinton, el ilustre profesor de arqueología y de lingüística americanas, habla de unos ochocientos cincuenta y cuatro lenguajes, entre idiomas y dialectos.

¿Cuáles eran las causas de esa enorme variedad de dialectos y lenguas en el continente descubierto por Colón?

No hay duda de que la diversidad de origen del hombre americano es una de ellas. Ni mi preparación científica en esta materia, que excede mis facultades; ni la índole y proporciones de esta memoria, me autorizan a desarrollar ese debatido e interesantísimo tema. Yo creo, sin embargo, con las últimas conclusiones de la ciencia, que existieron en nuestro planeta comunicaciones terrestres o marítimas distintas de las que conocemos por la historia del hombre. Cada período geológico ha modificado la estructura de la costra terrestre; aún en nuestros días, sentimos de vez en cuando, como es notorio, bajo nuestros pies, la lenta continuación subterránea de ese misterioso proceso evolutivo de tierras y de mares. Se eleva el suelo submarino del Atlántico, se modifica el relieve de las costas, parece que, como enormes cetáceos dormidos sobre el mar, los continentes, al moverse y cambiar lentamente de estructura, quieren demostrarnos que, aunque sumergidos en sueño secular, no están muertos. Existió un continente en el Atlántico entre América y África; esas constelaciones de islas de los archipiélagos del Pacífico son restos que sobrenadan de otros continentes tragados por el mar, son como palabras que persisten de un idioma extinguido; la Australia es un pedazo de una pequeña América, rota por un zarpazo del abismo.

Sí: ha habido un día, envuelto en niebla, en que el antiguo y el nuevo mundo se han dado la mano; por allí, por el Atlántico y por el Pacífico, desde el occidente de Europa y desde el oriente de Asia, ha pasado a América la emigración humana, hasta que los levantamientos de los Alpes, quizá, del Himalaya, de los Andes, y los derrumbes caóticos acaecidos en el Atlántico y en el Pacífico, interpusieron las inmensidades oceánicas entre los continentes que sobrevivieron al gran cataclismo geológico.

Quedaron, pues, en América, diversos pueblos de distintos orígenes, con diferentes caracteres antropológicos, con diversas lenguas. Pero si bien es cierto que esa es una de las causas, sin duda la principal, de la variedad de lenguajes americanos, no lo es menos que la desmembración o descomposición de éstos, y la consiguiente formación de infinitos dialectos, a que antes me he referido, tuvieron por causa, y fueron causa a su vez, de la decadencia, de la ignorancia y de la barbarie en que la civilización cristiana encontró a los aborígenes de América. Sin terciar en las disputas que se han empeñado a este respecto, a mí me basta saber, para apreciar dicho estado, aun entre los pueblos más adelantados del continente en la época del descubrimiento, lo siguiente: en materia moral, no conocían a Dios, mucho menos a Jesucristo, y ofrecían sacrificios humanos; en materia económica, no conocían la moneda; en materia industrial, no conocían la rueda.

Max Müller cita una observación de Mr. H. Bates, que vivió muchos años entre las tribus del Amazonas, y que es muy digna de ser tenida en cuenta, siquiera sea por el color sugestivo con que está expuesta.

"La lengua, dice Bates, no es un guía seguro para establecer la filiación de las tribus brasileñas, puesto que siete u ocho lenguas se hablan en las orillas de un mismo río, en un espacio de 200 ó 300 millas. Hay en las costumbres indias ciertas particularidades, que acarrean la alteración de las lenguas y la separación de los dialectos. Desde el momento en que los indios, hombres o mujeres, se ponen a conversar entre sí, parece que tienen un placer especial en desfigurar las palabras y en inventar pronunciaciones nuevas. Es ciertamente divertido el ver cómo toda la reunión estalla en risa, cuando el gracioso del corrillo encuentra algún nuevo término de jerga o jerigonza; y esas palabras nuevas permanecen muy a menudo."

"Desde que estas corrupciones de lenguaje se producen en una familia o en una pequeña horda, que permanece a menudo, durante largos años, sin comunicación con las demás tribus, aquellas palabras quedan consagradas por el uso definitivamente. Así es como las hordas separadas, aunque pertenezcan a la misma tribu y habiten las orillas del mismo río, acaban, después de un número de años de aislamiento, por no ser entendidas por sus hermanos. Me parece, pues, muy probable que, en esta disposición a inventar nuevas palabras y nuevas pronunciaciones, y en el aislamiento en que viven las hordas y las tribus, es en donde podemos encontrar las causas de la asombrosa diversidad de los dialectos de la América Meridional."

¿No es verdad, señores, que, si bien en menores proporciones, algo de lo que observaba Bates entre los salvajes podría observarse en el seno de nuestras sociedades cultas, para atribuir a ello la decadencia o la desmembración de nuestra lengua común? ¿No es verdad que ello nos debe mover y convidar a ponernos en guardia, parapetados en la ciencia y el buen sentido, contra la invasión de la ignorancia inconsciente, que así habla de reformar o enriquecer la lengua sin conocerla, como de formar nuevos idiomas al azar?

Como desaparecen las estrellas, cuya luz de plata parece diluirse en las primeras tintas de la aurora, así desaparecieron las lenguas primitivas de América al salir el sol de nuestra lengua castellana; y M incontrovertible que la marcha de la civilización en el continente, ha sido determinada por la ascensión de ese sol en el cielo de nuestra América española. Cuando menos, es un hecho que allí donde su luz no ha penetrado, ha continuado la noche de la barbarie.

Pretender que los pueblos americanos retrograden de esa luí meridiana, si no al caos absoluto de las lenguas aborígenes primitivas, al vago crepúsculo en que se hallaban los pueblos occidentales de Europa antes de la formación de sus actuales lenguas, sería renunciar, sin causa alguna ni pretexto, al legado providencial de los siglos. Y no otra cosa que esa regresión sería la formación de dialectos en las diferentes regiones o estados americanos, sin más base que la ignorancia de la lengua heredada, o el desdén indolente en lo relativo a su cultivo científico, y a la conservación de su pureza y unidad.

Bien es verdad que ha habido quien afirme que la lengua castellana llegará a ser, con el andar del tiempo, lo que el latín clásico: una lengua muerta, que sólo vivirá en sus hijos; éstos serán tantos cuantos sean los estados hispano-americanos, España misma inclusive. Pero esa hipótesis, además de ser gratuita, no puede sernos simpática. No fue ciertamente una ventaja para el mundo romano la desmembración de la lengua común, si es que común pudo considerarse en él la lengua latina, como lo es hoy la castellana entre los pueblos de América, lo que no creo. Si esa comunidad hubiera existido, nada hubiera sido más grande que su conservación. Imaginémonos, si no, a la Italia, la Francia, la Rumania, la España, el Portugal, y todos los estados iberoamericanos hablando la misma lengua, cultivándola, inoculándole la vida intelectual y moral de toda esa gran familia latina. ¡Qué tesoro no sería para ésta la posesión de esa lengua común!

Pero he dicho que la hipótesis es gratuita. La desmembración del latín, y la formación de los idiomas romances, obedecieron a causas que la ciencia ha estudiado y establecido, y que no obran sobre el castellano. Ni las influencias étnicas y antropológicas; ni las sociológicas determinadas por las distintas invasiones del Norte en los diversos pueblos de la Europa occidental; ni el aislamiento en que éstos se encontraban por falta de fáciles comunicaciones; ni las rivalidades seculares de sentimientos e intereses entre los distintos pueblos, ni nada de lo que determinó la formación del francés al lado del español, o del italiano al lado del francés, concurren a formar el argentino al lado del uruguayo o del chileno, ni el mejicano al lado del centroamericano. Las grandes influencias que pueden modificar la lengua castellana se ejercerán por igual en toda su masa, en todos los pueblos que la hablan, España inclusive; las diferencias locales serán siempre accidentales, más de vocabulario que de sintaxis, tal cual acontece con el francés en las diversas regiones de Francia, o con el español en las de España.

Porque es preciso no echar en olvido que la dominación de Roma sobre los pueblos europeos, fue militar y política; pero no sustituyó un pueblo a otro en las regiones a donde llevó sus armas. Las poblaciones europeas primitivas, aunque adoptaron la lengua del vencedor, persistieron como entidades sociológicas, se desarrollaron, constituyeron la única base de las distintas naciones latinas. No así en América: las poblaciones aborígenes han sido allí sustituidas por la nueva raza europea, que llevaba como verbo la lengua española, y es ésta exclusivamente la que ha servido de base a las distintas sociabilidades americanas. La civilización del nuevo mundo es, desde su origen, la civilización europea, la civilización cristiana; no la azteca, ni la incásica, ni la guaranítica, que, como entidades sociológicas desaparecieron desde los albores de la conquista. La colonización europea en América fue una especie de repoblación.

Es verdad que, así como España impuso su lengua a las distintas regiones de América que dominó, Roma había impuesto la suya, el latín, a los distintos pueblos de Europa; ese predominio del latín en Europa, fue, sin duda alguna, tan grande o mayor que el del español en América; llego a creer que lo fue más: creo que los vestigios de las lenguas primitivas americanas en nuestro lenguaje popular, no son menores que los que quedan en el español de las lenguas primitivas de los iberos, de los celtas, de los fenicios y demás pueblos anteriores a la dominación púnica, y aún más que a los que dejaron los bárbaros del Norte y los mismos árabes, con haber éstos dominado durante largos siglos en la península. El español, como el italiano o el francés o los otros romances, es hijo exclusivamente del latín, quíteseles todo lo que puedan tener de celta, de godo, de árabe, y apenas si se echará de menos; hágase con el español, por ejemplo, la prueba que hizo Chevallet con el francés, cuando puso el mismo pasaje de la Biblia en celto-bretón, en tudesco, en latín y en francés, y se verá que el mismo resultado que él obtuvo en su lengua se ofrece en la nuestra: de 71 palabras de texto, las 65 eran latinas, 5 germánicas y 1 celta.

Pero adviértase que, si bien eso demuestra que las lenguas romances de Europa fueron hermanas, como hijas del latín, no por eso queda demostrado que fueron la misma lengua, como lo fue desde su origen, y lo es hoy día, el español, en todos los estados de América. Desde el primer momento de su nacimiento en los distintos pueblos europeos, el neo-latín de cada uno de ellos, por los motivos antropológicos, sociológicos, políticos, geográficos, y hasta económicos a que antes me he referido, tomó su rumbo divergente; y la dispersión hubiera sido mucho mayor, con gran perjuicio de la gran familia latina, si, ial dejar el imperio romano todo el occidente de Europa a merced de las hordas invasoras con la traslación de su capital de Roma a Bizancio, no hubiera existido otra gran entidad que restableciese en occidente el benéfico predominio de Roma, y conservase su preciosa lengua; esa entidad, como lo sabéis, fue la Iglesia que, haciendo de la capital del imperio la metrópoli del cristianismo, y adoptando el latín como lengua cristiana por excelencia, inoculó en él su indestructible vitalidad; y haciéndolo servir de intérprete a la civilización de la edad moderna, reservó a la gran familia latina el honor, que hoy es su gloria, de ser madre de la humana civilización.

Pero ninguna de esas circunstancias, lo repito, concurre, ni remotamente, en el reinado de la lengua española en el continente americano; y nada es, por consiguiente, más contrario a la historia y a la ciencia filológica, que la hipótesis a que me he referido, y que combato.

No es, pues, de presumir, y menos de desear, la muerte de la lengua madre castellana, como condición necesaria para que sus hijos gocen de su autonomía política; ésta no exige la malversación de la preciosa herencia común, tanto más preciosa cuanto mayor sea el número de hombres y naciones que nos entiendan cuando hablemos nuestra lengua materna.

¿Debe ahora deducirse de esa doctrina, que la conservación de la unidad y pureza del idioma importa necesariamente condenarlo a muerte y momificarlo, dejándolo, como la religión de los egipcios, a merced del albedrío de una casta privilegiada, y haciéndolo inaccesible a la influencia popular?

Todo lo contrario: los dos factores esenciales en la formación y desarrollo de las lenguas son precisamente el individuo con su iniciativa propia, y el todo social que en ella influye, que la determina en gran parte, y que consagra por el uso el signo creado por aquél. En la mutua corriente entre ambos factores, consiste la vida del lenguaje, "producto vivo del hombre interior" como dice Schlegel. Podría, pues, afirmarse que las lenguas .están en perpetua formación, en creación indefinida.

Las lenguas cultas, consideradas, no sólo en su desarrollo, sino aun examinadas en su esencia, son hijas legítimas, no de otra lengua madre, sino de los dialectos populares precisamente: por ellos nacen y por ellos se desarrollan.

El latín clásico, que, descompuesto por los distintos pueblos, dio origen a las lenguas romances o neolatinas, era, en su origen, uno de los dialectos de los habitantes de Italia; era, en Italia, el dialecto del Lacio; en el Lacio, el dialecto de Roma; en Roma, el dialecto de los patricios.

El pueblo, pues, ha dado y dará siempre la materia prima, si se me permite la expresión, para la construcción y desarrollo de las lenguas literarias; pero para que éstas tomen los caracteres, de tales, dejando de ser dialectos informes y sin persistencia, es necesario que sean fijadas, organizadas y usadas, ya no por el pueblo solamente, sino por los Livios y los Andrónicos, por los Catones y los Lucrecios, por los Scipiones y los Hortensios y los Cicerones. Por eso el latín prevaleció, y levantó su colosal predominio sobre las ruinas de otros dialectos, que desaparecieron o se fundieron en la lengua soberana, absorbidos y sojuzgados por ella: porque se formó, es decir, porque fue amasado, si me toleráis la frase, por el esfuerzo de la inteligencia humana. Eso es lo que yo llamo formarse. Todo se cubre y envuelve naturalmente en formas, dice Carlyle; la única parte utilizable de la tierra es la formada, la que representa una suma de fuerza invertida en ella por la industria y el ingenio del hombre. Podría decirse, agrega el pensador inglés, si no vamos desacertados, (y ésta sería la definición más breve) que las formas que crecen espontáneamente alrededor de una substancia, corresponderán a la naturaleza real y espíritu íntimo de la misma, y esas serán las formas verdaderas, las buenas; pero las formas que se disponen conscientemente alrededor de una sustancia, serán, por ese mero hecho, falsas, no genuinas.

Así se forman, efectivamente, los idiomas, como todas las cosas; así se formó el latín, y por eso prevaleció.

Otro tanto pudiera decirse de las lenguas romances modernas, y entre ellas de nuestro castellano, que, como el latín en Italia, se formó en la península ibérica por el predominio de uno de los dialectos populares, fundiendo en éste todos los elementos asimilables de origen distinto, e inoculando, por fin, en ese limo depositado por el tiempo en el territorio de la nación española, el aliento vital del espíritu de ésta, que cobró forma definitiva en el verbo de sus grandes escritores.

Ahora bien, señores: si el lenguaje del pueblo es el germen de la lengua; si él tiene tan vital intervención en su nacimiento, ¿cómo no ha de tenerla en su perpetuo desarrollo? ¿Cómo, pues, al pasar a América la lengua castellana, no ha de sentir la influencia de las nuevas sociabilidades cultas establecidas?

Allí dejaron las lenguas y dialectos de nuestros aborígenes sus profundos vestigios; allí los vocablos vulgares de la fauna y de la flora indígenas se imponen, no sólo al lenguaje popular, pero al mismo vocabulario de la ciencia; allí las faenas del campo, por ejemplo, distintas de todo en todo de las europeas, han exigido utensilios propios, instrumentos de labor no conocidos, operaciones características que, para ser designadas, han exigido la creación de nuevos vocablos: el pastor o el tropero, conductor a grandes distancias de nuestros ganados innumerables; el agricultor o el chacarero, habitante del rancho aislado, pues allá no se conoce la aldea; el hombre casi nómada, el gaucho de nuestras pampas o de nuestras colinas; el esforzado soldado de nuestras luchas que, con el flotante poncho al viento y el lazo y las boleadoras sobre las ancas de su inseparable amigo, recorría las llanuras o las cuchillas, llevando por lanza un trozo de tijera de esquilar enastado en una tacuara o caña americana, todas esas faenas, todos esos tipos, y tantos más, tales y tan llenos de carácter, han tenido que dar nacimiento a nuevas voces irremplazables. Ellas, lejos de adulterar el idioma, lo enriquecen, porque agregan a él, no nuevos términos bárbaros, de esos que, como la mala hierba en la vegetación, se desarrollan a expensas de los vocablos útiles y castizos que ellos matan y sustituyen, sino un caudal precioso de voces con etimología racional, intérpretes de ideas, de sentimientos, de necesidades y de objetos nuevos.

Todo eso puede y debe incorporarse al caudal de la lengua común sin adulterar su genio ni romper su unidad científica, antes imprimiéndole, dentro de ésta, una pintoresca y sugestiva variedad.

Otro tanto debe afirmarse, y por las mismas razones, sobre la incorporación al vocabulario de las voces y locuciones de otras lenguas cultas modernas. La influencia de éstas sobre nuestra lengua común, puede serle favorable, y puede serle perjudicial: favorable, cuando aumenta su léxico con voces nuevas necesarias o útiles, que no destierran del uso popular vocablos equivalentes, tanto o más eufónicos y expresivos, y más de acuerdo con el genio de la lengua; muy perjudicial, cuando, no sólo destierra esos vocablos, sino que, introduciendo sonidos y signos gráficos contrarios al genio de la lengua, y hasta a la disposición orgánica de los que la hablan, y, sobre todo, atacando la estructura sintáxica, que es el alma del idioma, introduce en éste el germen de la corrupción y de la muerte.

Bien es verdad, señores, que esa influencia deletérea de las lenguas extranjeras sobre la lengua española, se siente profundamente en los pueblos hispanoamericanos, por lo mismo que ellos son el gran receptáculo de la inmigración cosmopolita de que están formados principalmente; pero no es menos cierto que ella se echa de ver y se deplora también en España, y que no pocos de los giros, locuciones y vocablos bárbaros que inficionan el lenguaje americano han pasado antes por la sanción del uso español. Eso denuncia poca fe en la vitalidad de nuestra lengua común, en su fuerza de asimilación conciliada con la de propia conservación. Y es preciso que los hombres que meditan seriamente sobre el porvenir de la patria, y el de la familia hispánica, se empeñen, tanto en España como en América, por demostrar, recordando las épocas de esplendor, que nuestra lengua castellana, conservada en toda su pureza esencial, y desarrollada científicamente, tiene energías y elementos sobrados para disputar a cualquier otra lengua la soberanía en todas las esferas de la actividad humana; es menester que nosotros mismos adquiramos la convicción de que, si el maravilloso instrumento de nuestra lengua no ha producido, en los últimos siglos, los grandiosos acordes originales de otros tiempos o de otros pueblos, 110 debemos imputar ese silencio al instrumento, ni mirar impasibles su inconsiderada destrucción. Es, pues, común y urgente la necesidad de luchar, tanto en España como en América, contra las influencias disgregadoras a que me he referido, sin que ello entrañe, como algunos han querido suponerlo, la momificación del habla castellana. Hemos sentado que el desarrollo progresivo es la vida de una lengua; y mal puede suponerse que de la asimilación constante, que constituye precisamente la vida, ha de resultar la muerte del organismo de un idioma, es decir, la pérdida de su carácter, de su unidad, o, más propiamente dicho, y para expresarlo en el término más comprensivo, la transformación brusca e irracional de su gramática, de su sintaxis.

Con esto no quiero afirmar que la sintaxis no sufra también, como el léxico, transformaciones; pero, esas transformaciones son tan lentas e insensibles, que no son percibidas por una generación.

Yo, por mi parte, debo confesar que las influencias extranjeras sobre la lengua castellana en América no me sobresaltan hasta hacerme temer por la vida de la última, ni mucho menos. Bien es verdad que esas influencias tienen que modificar algo el idioma; pero lo modifican mucho menos de lo que generalmente se cree, y, sobre todo, es incomparablemente mayor la influencia que en América ejerce el idioma castellano sobre las ideas y costumbres y tendencias extranjeras introducidas allí, que la que los idiomas extraños pueden ejercer sobre la lengua española. Y con decir que las ideas y las costumbres propias quedan vencedoras de las extrañas por la influencia de la lengua, dicho se está que vencedora queda también ésta.

Creo, por otra parte, señores, que nuestra lengua española, como todas las lenguas, contiene en su propia esencia tesoros secretos o inexplorados, potencias desconocidas, gérmenes ocultos, que bien pueden hallar ambiente propicio para desaürollarse en la tierra americana, como otros lo han hallado y lo hallarán en tierra española. Esa nueva eflorescencia de la lengua castellana, será siempre una manifestación y un ensanche del alma hispánica, y no hay que mirarlo con ojeriza.

Entre los filólogos, ninguno acaso como Max Müller, el célebre autor de La Extratificación del Lenguaje, ha sentado y desarrollado los verdaderos principios lingüísticos. De ellos ha deducido dos fundamentales, que califica de verdaderos axiomas: 1° La gramática es el elemento más esencial, y, por consiguiente, la base de la clasificación de las lenguas. 29 Una lengua mixta no es posible.

De estos dos axiomas filológicos, cuyo desarrollo no cabe en los límites de esta memoria, debemos deducir que la inevitable incorporación al lenguaje común hispanoamericano de nuevos vocablos y locuciones no debe ser tan inconsciente e iliterata que pugne con la elemental estructura de la lengua, adulterando su gramática.

Si eso se aceptara, a poco andar del tiempo tendrían distintas lenguas iliteratas e informes, no ya cada uno de los estados de la gran familia hispanoamericana, sino cada una de sus regiones dentro de la república, cada ciudad, dentro de la región, cada barrio dentro de la ciudad. Reproduciríamos la América anterior al descubrimiento.

No podemos aspirar a tal situación los que, en posesión de una lengua como la castellana, somos dueños de un tesoro inapreciable; no es posible sostener que el uso que de esa lengua se hace en el corrillo, en la conversación familiar, aun en la prensa periódica, a la que el vértigo de la labor diaria no permite el esmero y la corrección necesarios, ha de sobreponerse al uso consecuente y científico, meditado y noble de los Cervantes, Granada, Quevedo, Solís, Jovellanos, Lista, Bello, Heredia, Valera, Menéndez y Pelayo, Pereda, Caro, Cuervo, Pardo y Aliaga, Tamayo y Baus, Bécquer, Fernández Guerra, Núñez de Arce y tantos otros que, así en España como en América, significan, no sólo el esplendor y la gloria de la lengua española, sino su marcha y sus modificaciones progresivas, sus palpitaciones al través del tiempo, su energía asimiladora, la conciliación, en una palabra, del movimiento con el orden, del uso con la lógica, del desarrollo con la vida. 

por Juan Zorrilla de San Martín
Conferencias y discursos

Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 64
Ministerio de Educación y Cultura
Montevideo, 1965

 

Ver, además:

 

                              Juan Zorrilla de San Martín en Letras Uruguay

 

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