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Prólogo de "Praderas soleadas y otros poemas" 
Giselda Zani

"... melancólico varón varonil"

Pablo Neruda

Si alguna utilidad puede tener el que yo escriba este prólogo, ello quizás pueda consistir en el aporte de un testimonio ambiental. Esto no tiene mayor importancia para la valoración estrictamente específica de una obra, pero cuando obra y vida se dan en tan estrecha unidad de tiempo, lugar y experiencia como las de Andrés Héctor Lerena Acevedo, la "pequeña historia" se vuelve factor suficientemente gravitante para la suma de imponderables con que es preciso contar para asir la totalidad humana del hecho.

 

En uno de los testimonios sobre el verdadero ser de la poesía que se han escrito con mayor profundidad y alcance, Albert Béguin[1] dice: "El poeta es el hombre que expresa en su canto, y por medio de una magia especial, su diálogo con el universo, pero es sobre todo el hombre que asocia la exploración de lo real con ciertas esperanzas, y esto de tan estrecha manera, que el camino de su conquista personal o el calvario de su propio fracaso se confunden con la elaboración misma de su obra".

 

Quizás el lugar exacto para esta cita no fuera el que le doy, como para justificar el decir que es posible que una niña de cuatro años haya visto, en 1913, a un estudiante de dieciocho, domiciliado en la calle Paysandú que continuaba, a dos cuadras de distancia, la suya de Cerrito; que éste le haya sonreído y que esa sonrisa haya contado entre las primeras que le dieron la intuición de la belleza y, por lo tanto, del amor; también es posible que no lo haya visto sino en algún otro lugar, o nunca. Pero es seguro que ambos, con la mirada paralela de los niños y los poetas, hayan mirado algún atardecer, algún amanecer, algún rutilante mediodía y seguramente algunas mismas jarcias, algún deslizarse de velámenes o de anchas chimeneas como a través de las azoteas bajas de esa vecindad portuaria, cosa que todavía hoy, en las últimas estribaduras de la querida Ciudad Vieja, puede hacerse —y se hace— en nuestro Montevideo.

 

También puede ser que no haya sido ese el lugar del ignorado encuentro, aunque si el de la misma experiencia. Puede ser que la niña, enviada todas las tardes al Prado a "fortificarse", (y en realidad a crecer en cuanto a aptitud de contemplación) se haya cruzado allí con un joven pálido y bellísimo que llevase algún libro en la mano a la hora precisa en que a ella, a través de la servidora acompañante, le habían ordenado volver en el "2" antes que "cayera la humedad", como entonces se decía. Y quién sabe si no fue con una pareja —una pareja de extraordinaria personalidad física y refinado atuendo — con quien la niña cambiara una de esas miradas que pueden definir la orientación estética — ¿y por qué no la ética? — de toda una vida.

 

Y esto habría podido ser en el Rosedal neoclásico donde el perfume y los desatados colores de las rosas carnales se sometían a norma mediante las instructivas etiquetas de nomenclatura botánica que podían dar apariencia didáctica a aquella orgía.

 

El proceso de esa posibilidad duró siete años: en 1920, a los once de edad, la niña era llevada a Europa y el poeta moría, a los veinticinco, en la casa del Prado.

 

Todo eso fue cierto, independientemente de la conciencia del encuentro mismo. Porque las circunstancias estaban dadas y porque la niña (es ella, y no yo, quien recuerda) sigue recordando, sigue ambulando en aquel ritmo alegre de tranvía con todas las ventanillas abiertas y recordando, recordando, poniendo de nuevo en el corazón, cada uno de aquellos eucaliptus que todavía están ahí en la acera de enfrente del Rosedal, aquella casa desaparecida, de los Behrens, con los canalones del techo chorreando glicinas en vez de agua sobre la doble escalinata, y más allá la otra donde vivían los Piera Muñoz, tan revestida de "enamorada del muro" como la de enfrente — Lucas Obes 92 — toda ella verde de esa enredadera en verano, y recubierta, además, de rosas, con sus dos pisos, su holgura evidente (algo más rica que las casas coloniales de bajos, del centro, del Cordón, de la Aguada, ya un poco relegadas a menor largueza de vida) pero sin una sola extravagancia, sin una sola jactancia de estilo arquitectónico que denotara el bien demasiado copioso y demasiado recientemente adquirido. Al contrario: la enredadera era como un símbolo del pudor de la existencia de esas familias cuya escala de valores excluía toda manifestación de utilitarismo: si se podía vivir mejor que otros, había que estar a la altura de ese privilegio y ser mejor; en gustos, en sentimientos, en desprendimiento que no cabría adjetivar como "elegante" sin evidente redundancia. El Prado conserva aún hoy algo de ese carácter externo tan afín con las líneas de fuerza de la existencia familiar de una época inmediatamente vecina de la primera guerra mundial —en realidad nuestra "entre deux guerres", puesto que fue el período comprendido entre el fin de nuestras luchas civiles y el de la conflagración del 14 lo que permitió la instauración de ese estilo de vida — que se evadía de los rigores y las estrecheces de la ciudad naciente, colonial, portuaria y comercial, y se "suburbanizaba" en forma de residencias amplias (hubo, antes, un primer período más palaciego, de más vasto parque propio, pero eso se produjo sólo excepcionalmente) que se establecían, como de común acuerdo, mirando hacia el Norte, hacia el interior del país, junto a los caminos por donde llegaban hasta la ciudad no solamente los ecos, sino los productos mismos, con sus conductores, de la campaña nutricia. Estas quintas no eran enormes: sus jardines alcanzaban, excepcionalmente, una manzana de extensión, pero lo corriente era una extensión de un cuarto, un sexto, de manzana: lo suficiente para que hubiera en ellas sombra propicia al recogimiento contemplativo, sol para los movimientos infantiles, áreas donde la jardinería cediera el paso a cierta economía micro-agrícola, micro-avícola que permitía escuchar clarinadas de gallos al alba y traer a la mesa bien guarnecida deliciosas "ambrosías", pingües "tocinos del cielo" derivados del gallinero que algún Árbol del Paraíso semi-ocultaba. Tal la quinta —con alto mirador y todo— que la familia Estrázulas, al conocer la búsqueda a que se enfrentaban con urgencia los céntricos Lerena Acevedo, debido a la enfermedad de su hijo Andrés Héctor —todo un talento ¡y tan buen mozo! — les cedió a éstos en un gesto de elegantísimo sacrificio, puesto que sus cinco habitantes se dispersaron para que los Lerena pudieran ocupar, con todo el apremio que exigía la dolencia, aquella casa: la de la calle Lucas Obes N° 92.

 

De todo el barrio que se había venido formando entre la hoy Avenida Agraciada — y que nosotros conocíamos como "calle Agraciada", simplemente — la calle Lucas Obes era la más próxima al Prado, al Sur. Al Norte era el Camino Castro. En forma casi geométrica el Prado era, para Andrés Héctor Lerena Acevedo, el espacio-vínculo y el espacio-separación de la que eligiera para amar entre todas las que ansiaban que él las amara. Porque así sucedía, exactamente. De las dos hermanas nacidas en el hogar del doctor Don Andrés Lerena, abogado, hijo de Avelino Lerena, poeta y novelista menor que había sido Ministro de Hacienda del Presidente Oribe en el Cerrito, y Paulina Acevedo, hija del codificador Eduardo Acevedo, hermana del historiador del mismo nombre y prima hermana del novelista Eduardo Acevedo Díaz, sólo una vivía: Josefina, más tarde señora de Blixen. Raquel, la menor, había muerto a los cuatro años de edad.

 

Josefina Lerena Acevedo tenía muchas amigas. Bella y culta, bien emparentada, reunía en su tomo a todo un enjambre de "muchachas en flor" con parecidas cualidades: todas ellas, según lo saben los allegados a ese círculo familiar, caían prendadas del adolescente que ya a los cinco años de edad había ganado uno de aquellos célebres concursos de belleza infantil que se realizaban dentro de la todavía sencilla sociedad montevideana. El era amable y gentil con todas. Pero ese "bel indifférent" las desesperaba un poco por aquél característico retraimiento que hacía que, al mismo tiempo, no tuviera amigos íntimos: frecuentaba a muchos hombres de su edad, pertenecientes a lo que constituía una élite social-universitaria de su tiempo. Y algunos eran bastante menores que él, camaradas de su hermano el Dr. Arturo Lerena Acevedo, asi como otros le sobrepasaban bastante en edad. Entre ellos se recuerda a Agustín Minelli, Martín Echegoyen, Fructuoso Pittaluga, Carlos Quijano, Félix Boix, José María Arocena Blanco. ¿Qué nuevas confirmaciones sobre la belleza de ese carácter no podría proporcionarnos una investigación hecha a través de los que aún viven? 

 

Desdichadamente, algunos se han ido como él: entre éstos figuraba uno que fue quien más acompañó, peligrosamente, pues el contagio era amenazante y determinó más de un abandono, el Dr. Agustín Ruano Fournier.

 

La afectividad de Andrés Héctor Lerena Acevedo se caracterizó siempre —los testimonios vivos son numerosos— por una infinita suavidad: sus íntimos saben que nunca se enojaba. Pero este no era un rasgo que procediera de una blandura psicológica, sino que procedía de una infinita capacidad de comprensión, manifestada no sólo en su conversación entretenida y elocuente, de tono rítmico y mesurado, sino también en su concepción del derecho, cuyo estudio proseguía con verdadera pasión, según el testimonio de las palabras que el Dr. Carlos Quijano pronunciara en el acto final de la muerte del poeta, en nombre del Decano de la Facultad de Derecho, Dr. Cremonesi, de los estudiantes del Centro de Derecho, y del Centro Ariel:

 

"...hizo severas las horas de su vida de estudiante por el calor de humanidad y la sustancia ideal que "prestó a la rigidez de las leyes. Esa es la subyugante enseñanza que nos dejó su paso por el aula: el “valor humano” que incorporó a su labor, poderosamente orientada a la conquista del Bien."

 

y, más adelante, continúa Quijano:

 

"Y fue así, por la ahincada persecución de belleza que siempre lo inquietó, por la pulcra realización artística de su verso, por la aristocrática donosura con que manejaba el idioma.”[2]                                                                                                      

 

Este testimonio, a la vez que nos muestra el carácter moral y afectivo del poeta, nos da fe de que en esa época, todavía cercana, la demagogia no había comenzado a corroer la clara etimología de las palabras...

 

Los testimonios familiares añaden, a los rasgos antes señalados, otro, concurrente: una sensibilidad especialmente piadosa para con lo pequeño, humano o simplemente natural. Dicen que siendo niño tenía una inmensa piedad por las hormigas, doliéndose de que las gentes las pisaran "sólo por ser tan chicas". ¿Cómo no habría de ser hombre de un solo amor, de un viril pero casto, viril pero fundado en pureza, amor por una sola amada?

 

Aquí se plantea una alternativa a quien escribe esta evocación: ¿debe seguirse adelante con esta relación de anécdotas, o debe entrarse de lleno a un análisis valorativo de la obra del poeta? La vacilación dura un solo instante, porque vuelve el recuerdo de las palabras, citadas al principio, de Albert Béguin: "...el camino de su conquista personal o el calvario de su propio fracaso se confunden con la elaboración misma de su obra." Y si hay algo indudable, es que la culminación de la experiencia amor-muerte es, a la vez, la culminación de la creación poética en Andrés Héctor Lerena Acevedo.

 

Así como quedan en pie los árboles dé la vieja casa donde el poeta tenía, en su mirador, su cuarto lujoso y acogedor, al decir de alguno de quienes le lloraron en nuestras revistas literarias[3], así deben quedar en el aire, con su fuerza de vivencia de amor, aquellas entrevistas del Rosedal, al atardecer, a veces en invierno, con aquella de quien se calla aquí el nombre. Su imagen lo acompañaba no sólo en la evocación nostálgica y en la aceptación estoica de la ausencia, sino en cuatro o cinco retratos que se encontraban en su cuarto. Al parecer, esas entrevistas precipitaron el fin. La madre intuía, desesperadamente, el mal que podían hacer al poeta esas salidas en el clima inseguro de 0Montevideo, por más al Norte que se estuviese: más que el médico, quien quizás sabía que ningún cuidado podría ya haber mejorado aquél estado de salud y que no daba importancia a ese hecho. El sacrificio se iba consumando y la poesía se alimentaba de él ¿No provoca esto un terror sagrado? ¿No obliga a inclinarse de nuevo sobre el abismo de la relación existencia-poesía?

 

La enfermedad, que se había manifestado como simple secuela de aquellas terribles grippes de la post-guerra ("españolas" o no), como una pulmonía contraída una noche en el puerto, mientras Andrés Héctor y otros miembros de su familia se dirigían a Buenos Aires a presenciar las bodas brillantes del primo argentino Carlos Alberto Acevedo, se reveló violenta, despiadada: ya en esa primera manifestación fue brutal. Andrés Héctor Lerena Acevedo no pudo desembarcar en Buenos Aires. Algunos de los suyos se quedaron con él a bordo, regresando esa misma noche a Montevideo. De ahí a la declaración de la dolencia definitiva pasó muy poco tiempo. En ese momento la familia Lerena Acevedo pasó del centro de la ciudad a la casa del Prado. No es necesario glosar el encanto de aquél ser sobre el cual todos convienen en que, si sus poemas, si las palabras pronunciadas por él en un homenaje tributado cuando apareció su único libro dejan un retrato espiritual, cabal y sumamente verídico, sus retratos físicos, quizás por las técnicas todavía insuficientes de la fotografía en ese tiempo, están lejos de reflejar la belleza alta, pálida, de cabellos rubio oscuro, de facciones muy perfectas y, sobre todo, de una inefable sonrisa que quienes le conocieron afirman encontrar de singular parecido con la de su hermana Josefina. Una sonrisa muy Acevedo, decimos nosotros, que siempre fuimos impresionados por una presencia sutil que está en la sonrisa de muchos miembros de esa familia.

 

Parece llegado el momento de tratar de describir la historia de la vocación cultural de ese ser tan normal y a la vez tan de excepción, ya que la de su vocación poética propiamente dicha se encuentra, como siempre, entretejida en la trama vital de aquel a quien tratamos de representar en su verdadero ser.

 

Todos los hijos, en número de seis, de Andrés Lerena y Paulina Acevedo, recibieron una cuidadosa educación. Otro hermano (mayor que él, Jorge) también murió a su edad: 25 años. Viven ahora Raúl, refinado arquitecto y sabedor de arte, Josefina Lerena de Blixen quien tiene en su haber varios libros de raro tenor en nuestras letras femeninas, el del ensayo aforístico, y Arturo, abogado, hombre muy culto y reconocido experto en economía y finanzas. No podemos olvidar aquí, como estrechamente vinculado a la existencia permanente del poeta, a su sobrino Hyalmar Blixen, escritor, Director de una Biblioteca Municipal de Montevideo, a quien se deben no pocos de los datos que han hecho posible esta empresa nuestra de ahora.

 

Andrés Héctor se educó —educar no era, entonces, sinónimo de impartir información cuantitativamente, sino de preparar a cada uno para el desempeño del papel social que le correspondería más tarde— en el Colegio privado que dirigía Mrs. Ayres en la calle Buenos Aires de esta ciudad. Allí, muy niño, aprendió perfectamente el inglés, que ya dominaría, más tarde, cuando se realizara el infaltable viaje a Europa que toda familia desahogada y culta, en el Uruguay, juzgaba ser un complemento necesario a la formación de sus hijos. De allí pasó al Colegio que, en el Camino Millán, dirigía la Srta. Magdalena Daquó. Preparó el ingreso a Enseñanza Media con María Viera, hermana de Aurelia, célebres ambas como enseñantes. Fue un alumno sobresaliente. En Secundaria fue objeto de especial aprecio por parte de alguien a quien todos reconocen como un profesor "difícil": Osvaldo Crispo Acosta (Lauxar) quien veía en él a alguien que debía destinarse exclusivamente al cultivo de las letras, raro elogio, rara dirección en alguien tan exigente.

 

Ya antes, durante el viaje a Europa realizado por la familia cuando él tenía doce años, quienes le rodeaban —y todos ellos estaban en condiciones de realizar una apreciación exacta— habían comprobado la profunda atracción que el niño aquel experimentaba ante los hechos artísticos. Compañero obligado de su hermana Josefina en todos los paseos de ésta por las capitales europeas, especialmente en París — donde se dilató la estada — Andrés Héctor había llegado, tan tempranamente, al conocimiento cabal y a la admiración vivísima por los museos, las estatuas, los edificios, el "paisaje cultural", en fin. El llamado al arte se había hecho presente.

 

Curiosamente, el primer poema que Andrés Héctor da a conocer a los suyos, de 1912, a la vez que expresaba sentimientos tiernos se asociaba a una "presencia" artística: un niño lloraba ante la estatua de su madre muerta. Desdichadamente, ese poema ha desaparecido. Meditemos un instante en esa extraña inserción de la estatua, dentro del cuadro naturalista que podría haber surgido de la simple evocación del sentimiento de un niño ante la muerte: hay aquí un elemento que la psicología actual del arte podría encontrar onírico; en todo caso, se trata de una elaboración poco común.

 

Una fotografía todavía muy fresca nos muestra el estrado y el público de un homenaje a Andrés Héctor Lerena Acevedo llevado a cabo en el Paraninfo de la Universidad de Montevideo un mes después de su muerte. En el estrado, figuras tan destacadas entonces como las de Hugo Antuña, Juan Carlos Gómez Haedo, José G. Antuña y el espléndido Julio Raúl Mendilharsu, rodean a María Eugenia Vaz Ferreira, por cuya causa, según se cuenta, debido a un marcado distanciamiento entre ambas poetisas, se retiró del acto, lamentablemente, la ya ascendiente Juana de Ibarbourou. En el público, la compacta presencia de selectas personalidades, con una curiosa — y muy elegante — mayoría femenina. ¿Qué sentimientos, qué valoraciones pesaban en aquellas adhesiones a la memoria del poeta?

 

El tono de los comentarios publicados por las revistas literarias o universitarias de la época pone el acento mayormente en el matiz elegiaco: se llora al amigo, al joven, a la "persona" desaparecida. Se tributan elogios al poeta que tienen más que ver con una adjetivación moral —la pureza, el "idealismo" es lo que más se elogia en ellos— que con una valoración verdaderamente artística, verdaderamente poética de su obra. En un solo momento aparece el esbozo de un juicio valorativo que todavía hoy mantiene su vigencia[4]. Creo que todo esto, además de provenir del “tono" de la época misma, se debe a la falta de perspectiva con que pudieron ser estudiadas las etapas del proceso poético de Andrés Héctor Lerena Acevedo. Es preciso no olvidar que en el momento mismo en que se llora la desaparición del autor de Praderas Soleadas, su único libro, publicado en 1918, a los veintitrés años — y el moría dos años después, en 1920, a los veinticinco — se conocen sus poemas póstumos. Es seguro que Gustavo Gallinal habrá comprobado, al leer esos poemas, la desaparición de la excesiva carga retórica reprochada por él al poeta, y la floración plena, llana y conmovedora de las "palabras vivas" cuya presencia se hacía sentir entre las excesivas exigencias verbales de los poemas del libro. Y es este proceso de profundización, de liberación de la expresión existencial en el poeta, lo que deberemos analizar si queremos ser justos con su memoria.

 

Desde su pie de imprenta, el libro nos plantea una interrogante: "Mayo-Agosto 1918", ¿querrá decir, acaso, que todos los poemas que lo componen fueron escritos entre estas dos fechas? De ser así, estaríamos ante un caso absolutamente excepcional de fecundidad literaria. Nos inclinamos a creer, más bien, que ese trimestre marca el período comprendido entre la entrega de los originales y la publicación del volumen, y que los poemas provienen de distintas, aunque muy breves, etapas de producción. Personas de la familia de A. H. Lerena Acevedo afirman que el primer poema conocido por el círculo íntimo era de 1912. Seis años después aparecía Praderas Soleadas. Aún así, el plazo es muy breve para una producción dentro de la cual tiende sus líneas de fuerza una temática discerniblemente estructurada, y se mantiene un tono estético que no tiene nada de casual o improvisado.

 

Son varias las aparentes contradicciones de este libro singular en nuestra literatura de esos años: el epígrafe, tomado de El Tesoro de los Humildes, de Maeterlinck (autor que hacía furor en ese momento aquí en el Uruguay) postula una vuelta a la oscuridad romántica, a un bucear en fondos insondables de lo que ahora llamaríamos el inconsciente: por lo menos demuestra cierto grado de desesperación ante las tensiones entre lo subjetivo y lo objetivable. Es esta, con todo, una preocupación demasiado inherente a la condición misma del creador artístico, para que nos obligue a aceptarla como una postulación estética definida. Es más sensato escuchar al poeta mismo en las palabras de su prólogo, en las cuales define sus poemas como "memorias", esto es experiencias, aunque "trasunto de algún idealismo lejano". Pero es, sobre todo, en las palabras que él mismo pronunciara en un homenaje que se le tributó al poco tiempo de aparecer su libro, donde podemos asir más fielmente las motivaciones del poeta: "¿Cómo deciros que estas Praderas Soleadas que yo he articulado honradamente: un poco de sol vendando una vieja tristeza, un poco de viento exaltando una fresca alegría como se puede flagelar la vela descorazonada de un navío, algún astro piadoso, allí, en el mismo azul del horizonte donde habíamos enterrado un recuerdo; cómo deciros que estas Praderas Soleadas las hemos sentido todos en algún momento de nuestra vida, y que, tal vez las mejores, las más sonantes de músicas, sean las de aquellos que nunca nos dicen nada, las de aquellos que se van sin nunca abrirnos el alma, bien por una refinada indolencia del espíritu o porque las palabras, como acontece con las cosas demasiado íntimas, se les quedan sollozantes en los labios al querer transfundirse en la brisa cristalina? Festejemos, pues, nuestros genéricos e individuales ensueños, las praderas internas y soleadas de todos los que aquí estamos en esta hora de expansión en el correr indiferente del tiempo, hasta que un día, no sabemos si de liberación o de tristeza, nos vayamos sin retorno, como puede irse un pájaro, con las alas tendidas!"[5]

 

De manera muy curiosa, este documento de primera mano — puesto que se trata de sus propias palabras — parece referirse mucho más a la segunda etapa de sus poesías, las que aparecen sólo después de su muerte, que a la primera, la de las construcciones deliberadamente eglógicas, marinas y pesqueras, decorativamente monásticas, en su formulación un poco externas; la de Praderas Soleadas. Volvamos al prólogo del libro y encontraremos en él una reacción: una reacción de salud contra los decadentismos de esa época tan pródiga en una utilería exotizante —exotizante tanto en el tiempo como en el espacio, pues tanto da sólo cantar ninfas y sátiros como vivir imaginariamente en un París que no se vacilaba en hacer rimar con "nariz", con tal de nombrarlo— y en un afán ciertamente ingenuo de presentarse como perversa y decadente. A. H. Lerena Acevedo es ahí claro y tajante: bien pudieron sus palabras ser como glosa del célebre "ni soy un ave de esas del nuevo gay trinar".

 

Andrés Héctor Lerena Acevedo, en sus cortos años, había acumulado varias experiencias intelectuales, aparte de todo lo que pudiera darle, o crecer en él, el destino poético. A los veintitrés anos, edad en que publica su libro, ya era un aventajado estudiante de Derecho que había escrito varios ensayos sobre Derecho Civil. Después de su muerte fueron encontrados algunos esbozos de una Historia del clasicismo literario. Su actuación estudiantil fue, sin duda, destacada, ya que aun encontrándose enfermo, fue nombrado Delegado de la juventud estudiantil uruguaya a un Congreso en la Argentina al cual no pudo asistir. Es decir, se trataba de alguien con propósitos conscientes y definidos sobre la orientación de la propia vida intelectual. No le faltaban, además, buenos consejeros. El primero de ellos, el más importante, fue seguramente Julio Lerena Juanicó, su primo mucho mayor, puesto que, nacido en 1880, le llevaba quince años. A éste fue a quien el poeta dedicó Praderas Soleadas; seguramente admiraba la prosa, elegantísima, de su pariente y la soltura feliz de su escasa, aunque destacable, poesía. De este ilustre abogado y periodista universitario de alto vuelo, de este afinadísimo profesor de literatura en la Universidad de Montevideo, que culminó su quehacer intelectual siendo uno de los historiadores que mejor supieron unir la escrupulosa investigación documental al buen decir narrativo, obtuvieron consejo y recibieron guía no pocos jóvenes poetas antes y después del breve paso de Andrés Héctor Lerena Acevedo. Se sabe que el título de Praderas Soleadas fue el aconsejado por aquel mentor consanguíneo y amigo.

 

"No tienen estos versos alquimias vanas, ni sensuales ácidos. Humildes o sonoros, han despertado extraños a los lujos del siglo y a las sádicas perversiones de los hombres", declamaba, casi, el joven poeta en el prólogo de su libro. Cuando pensamos que justamente en ese período se estaba operando, en la poesía uruguaya, la transformación que comenzaban a imprimirle las grandes odas de intención cósmica de un Sabat Ercasty, el allegamiento a una simplicidad de forma compatible con los contenidos tradicionales que estaba procurando un Silva Valdés, parecen algo vanas esas declaradas intenciones de Andrés Héctor Lerena Acevedo. Pero basta dar una rápida ojeada a las mejores revistas literarias de esos años para ver cuan cierto era que existía —o empezaba a sobrevivirse— una tendencia al exotismo recargado, a una más pretendida que real decadencia moral, a una "modernidad" que lejos aún de renovar formas y crear un lenguaje propio, sólo pedía a la extravagancia, no siempre de buen gusto, las razones de su existir. Y esto hasta en los reputados como más grandes.

 

Más lejos añade A. H. Lerena Acevedo: "son voces simples, honradas, alegres, casi siempre oídas en plena naturaleza ..." cosa que puede sorprender si uno se atiene solamente al vocabulario del poeta, ese cuyos excesos retóricos señalaba Gustavo Gallinal en el discurso citado más arriba. En efecto, demasiados herreñales, alcores, vencejos, galgos cansinos, paniegas, humilladeros, regajos, proliferan en esos pocos cantos bien medidos, que deliberadamente buscan dar primacía a una visión eglógica o marinera, de vida sencilla y sana, en la temática que los informa. Eso era sólo una vestidura y quizás, por el atajo de la fidelidad al casticismo más puro del idioma, esa misma vestidura constituía una protesta por los orientalismos, las vanas magias, los falsos neo-paganismos o las bambalinas y utilerías de "ballet-russe" de un momento en que el natural universalismo de país-puerto que es el del Uruguay, se dejaba parasitar por un cosmopolitismo informe e indeciso, caricatura del sentido de lo universal que casi enseguida permitiría a un Figari estampar indeleblemente la anécdota y la poesía de lo nativo mediante la escritura plástica de los intimistas franceses o a un Torres-García, por la afirmación de la clásica sección áurea, crear un arte que sabemos afín, ahora, a la recién descubierta plástica aborigen. Andrés Héctor Lerena Acevedo tenía solamente una cosa que evocaba, quizás, las danzas fundadas en la música de Borodin: el nombre del "collie" Igor, el perro que fue su compañero hasta la muerte...

 

¡Cuánto menor autenticidad había en ciertas poesías contemporáneas de las suyas, revestidas de formas más simples o más severas pero repletas de deliberada extravagancia, totalmente ajenas a la intención puramente creadora de quien se propone dar, en verso, vigencia a una concepción sencilla de la existencia!

 

Solamente por imperdonable descuido, podría dejar de verse que, en los poemas de Praderas Soleadas, aunque cuantitativamente domine lo retórico, coexiste con él, ya, con fuerte presencia propia, lo auténticamente creacional: esas "palabras vivas" (G. Gallinal, ut supra) que son la prueba de una verdadera poesía. Eso, por una parte, y lo analizaremos más adelante. Por la otra, entre los datos directamente testimoniales que hemos recogido de la vida del poeta, y si esto no bastara, por la configuración misma del Uruguay que fue el de la niñez del poeta, existen algunos que nos muestran las motivaciones de su voluntad temática. Así como Andrés Héctor adolescente contemplaba, desde su casa de la calle Paysandú "con vista a la Bahía", mástiles y chimeneas de barcos, crepúsculos encendidos o auroras brumosas, así como Andrés Héctor joven, enfermo y enamorado, vivía el paisaje "arborescente" del Prado, así Andrés Héctor niño había salido bastante hacia los aledaños montevideanos del Cerrito de la Victoria, de Colón, de Sayago, aún más allá, de La Paz, Las Piedras y otros barrios o villas, y había conocido un puerto que todavía tenía más de playa y al cual llegaban barcas cargadas de "perfiles marinos", de "recios pescadores", y del cual partían "velas siempre ávidas de lejanías". Los alrededores de la capital eran, en efecto, pueblos de casas blancas, de recogidas plazas centrales transitadas por muchachas ingenuas en los atardeceres más apacibles que los de la otra "gran aldea", la capitalina. Y la evocación eglógica bien pudo surgir del tránsito campesino por las vías de acceso a la ciudad, aunque en estas visiones nunca surge la tónica que necesariamente debió ser criolla, y hasta gauchesca. Pero es legítimo plantearse otra interrogante: ¿no tendría, acaso, igual justificada motivación para esa nostalgia eglógica el hecho de existir en muchos, entonces, una esperanza de crecimiento del país hacia la agricultura, un cierto renegar progresista de la tradición nómada, pastoril únicamente, de nuestra nacionalidad? ¿Sería, acaso, solamente influencia de cierta pintura —esa sí soleada— española, muy en boga entonces, la de los Sorolla, los Anglada y otros artistas muy conocidos y valorados en el Río de la Plata donde se visitaban con entusiasmo sus exposiciones y se adquirían a altos precios sus obras? Creo más prudente señalar la posible interacción de factores variados. Pero no me disgusta pensar que el joven poeta pudo realizar, en su espíritu, una síntesis de preferencias estéticas y de ideales —entonces no se decía "ideologías"— humanos y patrióticos: ¿acaso Eduardo Acevedo, tío carnal suyo. Ministro de Industrias en 1913 no había presentado un proyecto que hoy llamaríamos de desarrollo agrícola, que permitía soñar con un futuro ubérrimo para el país por el incremento de ese sector? Ninguna de estas consideraciones es caprichosa, pero también es posible que Andrés Héctor Lerena Acevedo haya fundado su poesía solamente en la propia imaginación. Nunca se subrayará suficientemente el carácter profundamente arbitrario de la creación poética, y sólo podemos aventurar alguna hipótesis que no exceda lo razonable.

 

Lo cierto es que el poeta estaba allí, en esa primera manifestación voluntaria de la propia vocación que es un libro publicado. Si las líneas de fuerza temáticas son dos (ya que la tercera, la de "los sueños místicos y florecidos" parece convocar una mucho menor autenticidad creadora y ser, realmente, demasiado superficial en lo que evoca) verbigracia, la eglógica, la parte denominada propiamente "praderas soleadas", y la marina, denominada "el mar sonoroso", y es en lo descriptivo donde la retórica se ejerce sin trabas, las líneas de fuerza interiores, las que revelan al poeta auténtico y original desde el principio son también dos, de orden creacional y expresivo: la línea plástica, revelada en algunas geniales intuiciones formales, "hacedoras", y la línea lírica, brotada de lo existencia! mismo, que aparecerá con toda su carga emocional en los poemas póstumos, pero que se anuncia en el poema de Praderas Soleadas intitulado "Como los pájaros".

 

Pocas citas probarán lo que afirmamos. En el poema llamado "Después de la labranza", la línea plástica se manifiesta, irresistible, cuando el poeta dice: "Era tarde ¿te acuerdas?... Tú estabas rubia,". Está creando un hecho poético al establecer esa aparente contradicción lógica de "estar'' rubia en lugar de "serlo". Y ese hecho es de orden eminentemente plástico, visual. Otro hecho poético acontece cuando en el poema "Las campanicas" (y vaya por el amanerado casticismo del título) dice: "En la media tarde, nuevas y rientes", y pone, así un adjetivo físico sobre una descripción anímica de los personajes, así como, cuando en "El reloj de sol" anota que "... las horas aladas, / descienden del cenit como alondras doradas," instaura una nota netamente plástica —crea una relación visualen un contexto manifiestamente destinado a expresar una concepción metafísica.

 

Podrían, así, multiplicarse las citas de presencias poéticas propiamente dichas —verbo hecho cosas— en ese primer y único libro:

 

"el campo estaba fresco color verdura"

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"se cuecen las casas de sol como el pan"

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"el lomo fatigado del mar se tuesta"

.................................................................

"como una lona náutica se anuncia el sol"

 

Pero, ¿a qué continuar? En esta edición se podrá seguir, paso a paso, la trayectoria que va de la escritura voluntaria, que es lo publicado en Praderas Soleadas — aunque, como ya he dicho, la presencia del verdadero hecho poético está también, y muchas veces, en este libro, hasta la entrada definitiva a la verdadera experiencia poética — que es aquella que el poeta no podría evitar— realizada por A. H. Lerena Acevedo en los poemas que sólo habrían de ser publicados en calidad de póstumos.

 

Uno solo de esos poemas póstumos —el que precede a la serie individuada por números romanos— conserva el carácter de formulación enteramente voluntaria, más correspondiente a los planos éticos de la personalidad que a los afectivos conscientes o inconscientes: es esa especie de canto al dolor que constituye, todavía, algo así como un testimonio de que el poeta sigue creyendo en la eficacia de dominar la experiencia para convertirla en concepto, que hacer este más perteneciente al ejercicio del discurso intelectual que a la creación poética.

 

Aquí se hace necesario resumir la biografía para dejarnos guiar con verdad por la trayectoria de ese "hombre que asocia la exploración de lo real con ciertas esperanzas" como caracteriza a todo poeta el ya citado Albert Béguin.

 

Se han ido eslabonando cierto número de datos sobre el ambiente, el momento en el tiempo, el "status" familiar, el nivel cultural, la figura física y caracterológica del poeta, la tonalidad afectiva de éste, entrevista en el escaso anecdotario, y lo que él nos dice de sí mismo o lo que comentan sus amigos inmediatamente después de su muerte. Lo que nunca sabremos es de dónde partió el impulso que lo llevó a publicar ese libro de atildada presentación —el blasón de la casa de Acevedo, mencionado por Ricardo Palma, corona la orla que rodea la primera página de cada grupo de poemas del libro — en el año mismo en que enferma de muerte, así como nunca sabremos si realmente intuyó el fin próximo, como parece desprenderse de algunos de los poemas póstumos, o si, de acuerdo al anecdotario familiar, su fe en la curación no lo abandonó nunca, sintiéndose esperanzado y optimista aun cuando a veces cayera en breves estados depresivos. Dicen que en la misma noche en que entró en agonía, había hablado, con el practicante de medicina que velaba por él, de su voluntad de viajar a las Sierras de Córdoba.

 

No sabremos nunca hasta qué punto llegó a manifestar su fuerza devastadora (y transformadora) en él, la más terrible y gloriosa de las tensiones dialécticas de la existencia: la relación del amor con la muerte, polos extremos de la personalización. Lo cierto es que esa relación existió y al existir informó el reino de lo verdadero, de lo que no admite autosugestión, de esa existencia. Una premura especial del tiempo, una acumulación de instancias, precipitaron ese proceso de una liberación.

 

Solamente de eso podemos tener certidumbre: de que la liberación se produjo. Así como otros poetas luchan, durante toda una larga vida, contra adversidades varias que les impiden manifestarse libremente, con todas sus potencialidades realizadas, Andrés Héctor Lerena Acevedo, de seguro, si hubiera vivido en plena salud, si su vida hubiera durado, habría debido luchar, por lo menos durante un período mucho más extenso de maduración, contra otra clase de frenos no menos rigurosos: los de una felicidad expresiva notable, los de una facilidad dada por el medio cultural, familiar, económico, que le hubieran proporcionado escasas ocasiones de profundización en lo existencial dramático, de asumir esos fondos de la conciencia de los cuales puede salir a la luz, y en toda su gravedad, una poesía que lleve la marca de fuego de la existencia.

 

Infelizmente para el viviente, dichosamente para la poesía, muerte y amor se conjugaron para la maduración rápida, devorante, de aquel joven que, lleno de bondad y a la vez de legítimo orgullo vital, cantaba, poco antes, con acento recio y autocomplacido, visiones de paraísos bucólicos, de instancias náuticas en las cuales la voluntad retórica enmascaraba, a la vez que las auténticas alternativas de los quehaceres humanos evocados con tanto optimismo, la propia intimidad expresiva del poeta.

 

La liberación del poeta profundo que había detrás del A. H. Lerena Acevedo retórico, consistió, pues, en una humildad: la asunción de la propia melancolía, de la propia mortalidad.

 

Quizás antes —y qué poco antes— lo que existió, realmente, en la historia psicológica del poeta fue una gran timidez: ciertamente un gran pudor. De ahí la exterioridad de su poesía que sólo mostraba — al lado de atisbos testimoniales de una alta calidad subyacente de hacedor, no nos cansaremos de repetirlo— lo que él se proponía recoger, asépticamente, de la visión del mundo. Es el pasaje de esta actitud vital, que se confunde con la actitud estética de tan íntimamente ligadas como están, a la otra: a la de quien acepta confesar su condición de desvalimiento, manifestar esa otra pobreza de la condición humana: —esas múltiples pobrezas— la enfermedad, la soledad, la muerte.

 

Hubo, como lo señalamos más arriba, un poema en que se expresaba un dominio del dolor, precisamente por cantarlo como factor positivo: esa aceptación estoica era todavía lo externo, lo no encarnado. Pero después vinieron los poemas elegiacos, confesionales, aquellos en que precisamente se establece el pasaje de lo inconsciente a lo afectivo y de aquí a la forma expresiva que no traiciona el proceso vital sino que lo formula en todo su ser y con todo su ser.

 

Mejor que todo comentario, los poemas numerados del II al VI (según las cifras que los señalan en la publicación de la revista "Ariel", que aquí se reproducen en el mismo orden) son los que nos muestran ese paso acelerado de maduración. Algunos de ellos son pura, desgarrada biografía. Pero al tono elegiaco asumido se debe que la conjugación exístencia-poesía se dé en ellos tan íntegramente, que hasta llegue a horrorizarnos la atisbada necesidad del sacrificio.

 

En los últimos meses vividos por el poeta, desaliento y esperanza se sucedían, marcando los pasos de la separación definitiva con el amor, con la amistad; con todo el horror de soledad que evoca el poema más grave, más amargo del poeta, que ninguna de las publicaciones mencionadas recogiera en los momentos siguientes a su desaparición, y que esta edición incluye dándole toda la importancia que merece.

 

La "pequeña historia" vuelve por sus fueros, y obliga a contar cómo los enamorados aquellos, ya no solamente separados por la anchura del Prado sino por la imposibilidad de salir que se imponía al enfermo, se comunicaban, en el más puro estilo romántico —más correspondiente a los sueños estéticos del poeta que a la época misma en que se desarrollaban los sucesos de su vida, al fin y al cabo muy cercana y ya "moderna"— en las largas noches de ausencia que quizás ninguno de los dos, en el plano consciente, reconocía como definitiva o que ambos, —estremece pensarlo — sabían que lo sería. Para que el poeta supiera que su prometida, aunque no pudiese verlo, pensaba en él, la joven —se ignora por qué medios— lograba hacer encender, cada noche, con regularidad infalible, una luz en la aguja de la capilla de la calle Yrigoitía.

 

No sé si esa luz se encendió hasta el fin. Pero sí sé —y esto no me lo cuenta anécdota alguna, sino el propio testimonio de la forma poética, que está viva y ante mis ojos, que de la soledad, de la conciencia de la propia juventud que se iba extinguiendo, de la mezcla de esperanzas y pesadillas mortales, de la entrega diurna al desfallecimiento de la fiebre, a veces consolador, nació un poeta. Un poeta que también había nacido de la dicha, de la inteligencia, de la holgura, de la elegancia. Que todo se conjuga, en la existencia de los hombres, lo benéfico y lo ominoso, para dar a cada uno su verdadero rostro, para extraer de cada uno lo que él solo es capaz de dar.

 

Giselda Zani

9 de Noviembre de 1966

 

Andrés Héctor Lerena Acevedo

 

Nació en Montevideo el 19 de agosto de 1895. Fueron sus padres el Dr. Andrés Lerena, abogado — hijo de Avelino Lerena, poeta y novelista — y doña Paulina Acevedo, hija del codificador Dr. Eduardo Acevedo.

 

En marzo de 1897, poco antes de cumplir los dos años, su familia se traslada a Buenos Aires por motivos políticos, ciudad donde permanece hasta dos meses después de la concertación del Pacto de la Cruz.

 

Ya en Montevideo, al alcanzar la edad escolar, comienza su educación en el colegio que dirigía Mrs. Ayres, donde adquiere el dominio del idioma inglés, pasando luego a completar sus estudios primarios a un colegio dirigido por Magdalena Daquó, y prepara más tarde el ingreso a la enseñanza media con María Viera.

 

En marzo de 1907 viaja con su familia a Europa y visita varios países, con larga estada en París. A su regreso, en Secundaria, muestra inclinación por las letras, alentado por 0svaldo Crispo Acosta.

 

Terminados estos estudios, es nombrado profesor de Historia en el Liceo Héctor Miranda.

 

Ingresa en la Facultad de Derecho para seguir la carrera de abogado por la cual sentía verdadera vocación —de probada tradición en sus antepasados paternos y maternos — y deja diversos ensayos sobre Derecho Civil realizados en el aula. En 1918 publica su única obra, Praderas soleadas. Más tarde es designado delegado de la juventud universitaria uruguaya a un congreso a realizarse en Buenos Aires, al que no concurre por hallarse afectado por la grave enfermedad que causa su deceso el 15 de setiembre de 1920, en su ciudad natal, a los 25 años de edad.

 

Notas:

 

[1] Albert Béguin, El Alma Romántica y el Sueño. México-Buenos Aires, Ed. Fondo de Cultura Económica, 1954.

 

[2] "Ariel", Año II, Nos. 13 y 14, Setiembre y Octubre 1920.

 

[3] "...un cuartíto lujoso y tibio, como convenía a su espíritu, una ventana al norte y otra al este..." "Pegaso", Año II. N° XXVII, Setiembre de 1920. (Podemos imaginar ese "cuartito", libre todavia de las funestas consecuencias mobiliarias de los fastos diaghilewianos, que recién hacia 1922 invadieron con todo su furor de flecos, rasos negros, copiosidad de almohadones llenos de galones dorados y opulentos dibujos entretejidos, bordados, o aplicados asi como su curioso complemento, los muebles "jacobean" — ahumados y salomónicos —, los hogares montevideanos. Hasta 1920, a pesar de ciertas fugaces y vagas novelerías por el estilo "liberty" (también llamado "art nouveau") las casas de la gente elegante, en Montevideo, tenían, en materia de mobiliario, dos tendencias: la que consistía en la fidelidad a los viejos muebles coloniales —tendencia escasa, ya que éstos se relegaban muchas veces a aposentos interiores— y otras dos, más abundantes: estilos ingleses clásicos para comedores y escritorios, estilos franceses no menos clásicos ("bois doré" y tapicería de Gobelins o Aubusson) para las salas. En el "cuartito lujoso y tibio", el poeta fue visto por primera vez por uno de sus sobrinos muy pequeños, que actualmente recuerda esa escena vivamente; ya enfermo, muy elegantemente ataviado con el atuendo estival favorito de los jóvenes de entonces: "blazer" con los colores de alguna célebre universidad inglesa — en este caso anchas rayas granate y azul marino— y pantalón de franela blanca o gris claro).

 

[4] "...emprendió con ardor la búsqueda ansiosa de las palabras expresivas, música y color y sugestión; y por lo empeñosa de esa búsqueda suelen mostrar sus versos una prodigalidad verbal excesiva y retórica, un dejo de arcaísmo artificioso; pero hay también hallazgo de palabras vivas, que filtran la luz interior del alma: la fusión amorosa de la imagen, la idea y la palabra que es el don no aprendido de los que nacen poetas..."; Gustavo Gallinal, en el discurso pronunciado en el recordatorio llevado a cabo en el Cementerio Central al año de la muerte del poeta. (Publicado en "Ariel", en el Nº citado en la nota 2. En ese acto habló también el recientemente fallecido Doctor Luis Giordano, entonces bachiller).

 

[5] Palabras citadas por el escritor cubano Joaquín R. Argote, en una conferencia que éste pronunciara en La Habana en 1937, y reproducidas en la "Revista Nacional" (Ministerio de Instrucción Pública, Montevideo, Año I, Nº I, Enero de 1938). En esta conferencia se sostiene un error; se dice: "A los dieciocho años escribió Andrés Héctor su primer (sic) libro...", confundiendo, sin duda, la fecha de publicación —1918 — con la edad del poeta, que era entonces de veintitrés. (Los subrayados son nuestros).

 

Giselda Zani

Andrés Héctor Lerena Acevedo
Praderas soleadas y otros poemas

Biblioteca Artigas- Colección de clásicos uruguayos - Vol. 120
Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social - 1967

 

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