esta obra, al
lado del pájaro que canta su conquistado goce, muje la bestia
tristemente; y porque está junto al amor, con absoluta naturalidad, el
hecho tosco e inocente que le espanta...
Este libro de relatos hecho con un material desde todo punto elogiable
llega así para nosotros a ese plano profundo en que, a la vez que se
destaca la verdad del hecho, detenido o estático, por ser creación
artística, es decir, espiritualidad, logra revelar también una acción
superior, vagabunda, intensa, desde que destaca el equilibrio
emocionante entre dos realidades.
Porgue realismo no es la reproducción precisamente, sino lo que está por
debajo de las palabras habituales y de los hechos mismos, ayudando a que
éstos nazcan: es esta comunidad de amor de la naturaleza y el hombre,
esa misteriosa existencia que corre dentro de las anécdotas para hacer
crecer sobre ella misma todos los hechos distinguidos, simples
accidentes del espacio. Aquí, especialmente, en la misma sencillez
antigua de los hechos, casi remansos del murmullo por debajo y tonos del
silencio campesino por arriba, en su misma intrascendencia equilibrada,
se revela esta naturalidad de sueño en el paisaje, de paisaje en el
hombre...
Nosotros no hemos leído una sola de estas crónicas, por otra parte de
una magnífica unidad, sin hallar manantiales de emoción humana en medio
de la naturaleza, y líneas de horizonte frente a las vidas tendidas en
la inmensidad —ambas prolongaciones legítimas del acontecimiento,
aventuras de su pobreza—, como si las leyes que manejan a las cosas
manejaran los espíritus, y los mismos espacios que ocupan los montes
fueran habitados por la comprensión o el instinto liso y puro de los
hombres...
Y es que debe ser así, porque el arte es el resplandor de la verdad como
dijeran los siglos.
Este ajustado estilo de Magallanes, sin los espejismos criollos tan
usuales, frases densas entre cosas casi sin valor, pero valorizados en
la relación de unas con otras, —tal el material mismo de la casa
campesina y la rudeza llena de alma de cada arruga del trabajo—; este
apretado decir sencillo, trasciende ya no en la objetividad misma, —en
cierto modo fácil si fuera más pictórica y en mucho difícil por su
desnudez y sobriedad—, sino en la amorosa complacencia del autor, de
este austero escritor y poeta que no sabe él mismo cuánto de su guitarra
cordial, de su cariño viril, de su fraternidad ancestral con el campo,
hay en cada párrafo, en cada nombre, en cada silencio.
En esa comunidad entre el ser y el ámbito, ambos igualmente
significativos aquí, porque en la hora y en el breve escenario de este
libro, no estaban en conflicto; en esa paz de burguesía colonial sin
hondura trágica, ni moral, ni intelectual, la trascendencia artística se
logra por el sentimiento del autor, aún en la ausencia de comentarios
expresos y de sentimentalismos literarios: una especie de comprensión
profunda en cada ser y cosa, en cada hecho; como la vida misma cuando
empieza a reconocerse y no hay sino la urgencia de vivir, inocentemente
repartida o convocada entre las horas y las ocasiones.
Y es que la hora social del libro determinó esa claridad un tanto seria,
que es preciso distinguir y apreciar en su justo sentido.
Después del campo de los patriotas legendarios que hicieron de su vida
un puñado de ecos y de sus montes un erizamiento de insomnios, después
del campo de los caudillos y de los héroes nacionales, de aquel legítimo
y hermoso despertar que alienta tan alto en Acevedo Díaz novelista,
quedó sobre el cansancio de la tierra hollada, todo a lo largo, la
necesidad y el sueño de amarla lentamente con calidad de años y de
destinos... Porque después de cada etapa social cumplida trágicamente,
la reflexión y la claridad podrían hacer puro y definitivo el orden a
que el hombre aspira y que la naturaleza le ofrece. Siempre el
equilibrio.
Pero hay otro orden sucio de infamias o tropiezos que maneja las
injusticias, un oscuro orden del capital, internacional y nacional, que
hace y deshace nuestro pequeño mundo bien amado.
Ese orden de infamias nos deshizo al fin —¿quién lo duda?— después de
etapas de más o menos serenidad, mezclada con justicia y conformismo,
aquella paz moral e institucional varias veces conseguida, que
declarábamos propicia para el progreso permanente.
El dinero de los oscuros dueños de la economía mundial que rechazara
Artigas único y solitario, y que luego de tanto accidente histórico
contribuyera con la colaboración de nuestros héroes más pequeños, a
desalojar a España de su imperio colonial, puesto después a crecido
interés y largas concesiones legales entre nosotros, fundando empresas y
"concediendo" empréstitos, permitió un gran impulso progresista en
nuestra incipiente centralización política y económica. El feudalismo en
el campo —cliente y aliado del capitalismo ciudadano—, vivió feliz su
compadrazgo espurio. Y en un principio, el relativo bienestar pintoresco
del paisano, sustituyó a su ancestral costumbre de heroísmo... El inglés
del ferrocarril permitía con sorna muy racial, que el gaucho de tanta
literatura nuestra y ajena, se burlara en los fogones, de aquella "luz
mala"; lo permitía concediendo su pretendida libertad, porque de esa
manera se llevaba sin sobresaltos nuestras vaquitas... Esto fue Reyles
en la literatura vernácula, desde su torre de honor y orgullo feudales.
Así se conformó un tiempo el trabajador del campo que fue quedando allí,
para ayudar el progreso de la nación, burlarse de los "gringos",
mantener todavía algo de su prestancia de centauro en las faenas y
recoger del silencio y de la severidad los dos grandes ademanes
interiores de su espíritu. Y para nacer de nuevo cada vez que nacía,
entregándose a la región, como de paso, en cumplimiento de poderosas
leyes de la naturaleza, siempre bajo la palabra del cielo y de la
tradición, pausada y sentenciosamente traducida por el severo caudillo.
Cuando aún en ese verde variado de las cuchillas no se sentía la
necesidad del dolor último del paisaje para regarlas, estuvo ese
trabajador patriarcal y servil, primitivo hijo del héroe, y su admirador
y su trovero...
Pero después vino la brutal ofensiva burguesa y el alambrado y el
tirano... ¡Triste historia de América convulsa! La pastoril sociedad de
tribus o de feudos, debía morir no sin grandeza, puesta de pie muchas
veces ante el centralismo estadual, primero despiadado, luego
domesticador, primero tiránico, luego a su manera institucional, proceso
salpicado de guerras y elecciones, de rudezas y de miserias, en el cual
nacía una nación, y donde las razones esgrimidas no siempre eran razones
y las pasiones levantadas no siempre eran hermosas... ¡Lo fundamental y
decisivo era la sangre!
Latorre y sus herederos políticos, inventores de leyes cuando querían y
aplicadores de textos cuando convenía, resolvieron despiadadamente el
conflicto económico planteado entre los señores de vidas y haciendas y
el pobre gaucho abandonado muchas veces hasta por su caudillo, pero lo
resolvieron en contra del paisano, que pobló a la fuerza las cárceles y
los cuarteles. Esto en toda América representa Martín Fierro y aquí se
grabó con legitimidad literaria en el mejor Sánchez, en el primer Javier
de Viana y con sentido histórico solamente, en algunos episodios del
pintoresco teatro primitivo de Juan Moreira y Juan Soldao.
El representante del Estado se apoyó primero en el leudo para derrotar
al pueblo valiente, como se apoyará después en el pueblo manso para
destrozar al caudillo. La misma historia de toda evolución estadual.
Así otra etapa de paz llegó después presidida por el espíritu de Batlle,
quien cumplió los restos de la tragedia final señalada. El capital
nacional y sus servidores de siempre, en lucha con el extranjero,
victoriosos maravillosamente durante dos décadas, lograron un período
feliz de equilibrio económico en las capitales, de paz pequeña,
miserablemente retaceada, pero legal, en el campo... Sin embargo, a
pesar de 1904, a pesar del adelanto luego institucional y estadual, el
problema del latifundio estaba en pie, y poco pudo hacer el pueblo
ciudadano detrás de aquel esforzado hombre público, para liberar su
desgracia... Por eso, todavía hoy, en esta terrible venganza del
capitalismo internacional contra el nacional, —intentada y esgrimida
muchas veces sin éxito cuando Batlle—, en esta traición a la patria que
fue el golpe de Estado de 1933, se hacen más evidentes los deshechos de
aquel problema urgente, desolador y americano...
En cada período de cansancio, de paz vencida o conseguida, la tierra
siempre materna perdona golpes, sangre e incendios, pero sobre ella los
restos buenos y malos del pasado se confunden con los arrestos del
porvenir. .. Muerto Batlle, mientras de sus liceos salía una juventud
ávida de verdades, la ciudad se adormecía ante la ofensiva confusionista
de los empresísmos y el peón de estancia vagaba desesperado por los
caminos blancos; muerto o detenido políticamente en los diez años que
precedieron a su vacío, una informe realidad social era el panorama
general del país.
Así quedaron en medio de ocasos los caudillos, más pequeños a cada
generación; los espíritus anárquicos primitivos, contrabandistas
algunos, asesinos extraños otros, matreros buenos y matreros salvajes; y
quedaron también entre ellos esos estampones trágicos, solos como
monumentos, o como árboles, que pudren la conciencia humana desde los
Pueblos de Ratas. Es decir, todo aquello tremendamente verdadero de
nuestro campo, que nutre la magnífica obra de Zavala Muniz.
Manteniendo la paz, la tradición y la soledad, también quedaron los
estancieros hereditarios, perdiéndose unos en el desconcierto del
progreso, quedándose los más serenos y pequeñísimos, al margen de luchas
de relación o colectivas... Unas carreras, un baile, una doma, una
yerra, tales los acontecimientos.
Aquí del dulce y tranquilo libro de Magallanes, aparecido en su primera
edición en 1931, después que otros escritores (Montiel Ballesteros)
relataran la ingenuidad moral del paisanaje, y antes que alguno (Espínola)
denunciara la podredumbre del arrabal del pueblo. Juan Mario Magallanes,
como Ipuche en cierto aspecto lírico, abre un oasis, un típico oasis
colonial-burgués, en medio a la laxitud de entonces que nosotros sabemos
hoy desesperación definitiva. Oasis no de mediocridad humana, porque el
autor es un artista y ama al hombre; sino de vulgaridad de existencias,
de una vulgaridad que todavía puede sentirse, hasta ansiarse, y que en
esta triste hora en que escribimos casi sería un ideal, sí no fuera que
sabemos cuánto contribuye esa existencia media a la estabilización
general de la injusticia para los más.
Aquí, pues, un libro pacífico. Y esa su trascendencia. La de su
espíritu, la de sus episodios, la de su estilo.
Un hombre sano, calmo, esforzado y simple, recoge al escritor y a su
amigo a la llegada a la estancia, como el cielo sus ojos, como el campo
sus huellas, como el río sus palabras, como las bestias sus silencios,
haciéndolos suyos para la eternidad o, pudiera decirse, para extraño
destino... Tan suya hace el campo la vida dorada de sus huéspedes y tan
poderoso es el aire rudo, y tanto quiebra las fórmulas ciudadanas y
desnuda al hombre, que al cabo de los años puede volverse al campo con
la total seguridad de hallar en su cielo las propias miradas puras, en
el río las palabras claras, en los animales los silencios infinitos, y
en el campo mismo las huellas humanas, nuestras idénticas e igualitarias
huellas eternas, sustantivas...
Este es el espíritu nostálgico y afectivo del autor. Se podría volver en
ocasiones a este Juan María con la certidumbre de hallarnos en él con
nuestro sentimiento de hombres bien templado y nuestra emoción de
hombres bien crecida. Secreto éste que sabrá ser revelación para el
lector de la ciudad que ha dejado raíces por el campo perdido...
Es muy hermosa la primera noticia de estos personajes que nos permiten
andar entre ellos con camaradería. En "horas temblorosas de nostalgia y
de misterio", la emoción va y vuelve, como el mismo amargo, el cucharón
de tiempo, desde una cosa a otra, desde un espíritu a otro, en el ala
pausada del color que se desvanece, en el vuelo dormido del pájaro de la
tarde... Y en ese recogimiento nace la imagen bella sobre los ojos de
una mujer joven, bien regados y maduros: "Los ojos azules de Felicia dan
un encanto especial, con algo de misterio, al rostro moreno. Interesan
como un velo, sobre su belleza criolla".
Entre estos bellos matices casi sin ocasión, se permite expresar,
salmodiar, como en un juego lento de diversas formas que se compenetran,
la grande voz del campo, personaje más directamente puro, más
instintivo, más simple aún que los humanos. Y ese personaje, el campo,
penetra también sin limitaciones, y conversa a través del cielo que cae
o de las bestias que pasan como sombra movediza por la escena, dejando
su natural temor que los hombres recogen como un eco inferior. Ritual y
misterio, dice el artista ante el presagio que pasa.
Así es el pórtico, y así todo lo demás. A veces los hechos a plena luz,
en primer plano —"Las Carreras", "Lección"— hacen un ambiente más
animado, más mediodía en el color campesino de las costumbres; pero esos
hechos son lisos, patriarcales, muros acaso con que señalar el paso de
las horas o de las emociones que en ellas van jugando, como la luz en el
pecho del agua...
En "El Guacho" la tragedia de la naturaleza animal en crisis, de la vida
que habla un poco más fuerte que de costumbre, es una incidencia simple
que aquí se vuelve grande, porque el alma del artista ve el episodio
desde el corazón de esa vida huidiza y lo describe extendido sobre la
soledad del territorio, soledad que se va aminorando en una perspectiva
inferior del paisaje, hasta caber en los ojos mansos de súplica del
animal moribundo. Queda al fin el episodio tan sin nada, que puede
volcarse —siempre el equilibrio—, en la familiaridad de un comentario
tranquilo o en el travieso cambio que origina en los ojos de una
criolla, la que sirve el vino reconfortante "como una caricia
inesperada". En "La Caída" no sabemos qué admirar más: si la certeza
evocadora con que crece el amor romántico o juvenil, o la verdad cruda
con que se espanta, instinto nuevo, ante un hecho banal; si la creación
del silencio campesino o el ruido del ebrio y de sus heroicidades
biológicas ante la noche...
Magníficas las páginas claras de un
almuerzo en "Las Carreras" y el relato total que le sigue.
Pero hay un cuento intitulado "Una Rodada", que señala el punto superior
en calidad y en grandeza literarias.
Casi sin asunto: un paisano recorre el alambre en busca de un hueco por
donde huye el ganado o se lo roban. Le sigue un zorro ladino con el
turbio campanillazo de su risa burlona. En un rapto de furor, el paisano
se vuelve contra él y al rodar el animal que monta, cae debajo y vive
mortales momentos de angustia. Nada más y nada menos. Primero la
serenidad y la gracia en el campo y en esos tres seres, todo en un
diálogo teatral, animado y presente. Después el incidente desgraciado y
luego la agonía y la soledad que vienen a poblar de dolor el relato...
Más tarde una araña, las horas, la liebre, el recuerdo, el yuyal que
crepita, la lástima, la gran lástima total de sí mismo... hacen de este
episodio un trozo humano tan noble en su sencillez y en su armonía que
nosotros no vacilamos en incorporar estas páginas a la mejor literatura
que hemos leído.
Estamos, pues, frente a un hermoso libro. Obra nacida de la realidad y
controlada por un delicadísimo espíritu, no trasciende en sí aspectos
psicológicos difíciles, ni estados místicos, epopéyicos o ideológicos.
Obra de material positivo, de documentación natural, de factura
humildemente seria, es ejemplo de ejemplos así en su honestidad, sobre
tanto error lírico, tétrico o cómico que ha andado campeando
guaranguerías "criollas" por nuestra literatura en prosa y verso.
Muchas veces cuando las novelas piensan,
dice Thibaudet, se olvidan de vivir. Aquí no hay pensares, hay solamente
sentires, libro que es trozo de vida eglógica alejada de todos los ecos
que no sean de su propia grandeza física.
Si intentáramos ubicarlo en medio a la reciente literatura europea, no
le hallaríamos cabida. Habría acaso que trasladarse al relato de "estilo
físico" de mediados del siglo pasado, o esperar a que pasada la tragedia
actual, pueda florecer la que deberá llamarse literatura sustantiva.
En cercano ayer, el pensamiento europeo y universal vivió una
desesperación de acomodos, apropiación y agotamiento, de todo lo que era
una verdadera liquidación de una época social y su cultura. "Bríc-a-brac"
de una poderosa riqueza burguesa, humana, espiritual, cada autor recoge
un cacharro y se lo lleva como un ladrón a su casa y adorna con él el
rincón más sereno o firme de su personalidad. Avanzada de los mirajes
más difíciles, la literatura vivió apresuradamente antes de que
feneciera la civilización de la maravilla individualista transformada en
maravilla de egoísmos... Mañana, sin duda, habrá de volver a las
verdades substanciales, presagiando, conociendo, en la tierra, en los
sentimientos, lisos, en la condición humana rediviva, en la sociedad
organizada sobre el hombre colectivo total, los atributos eternos y
trascendentes de la vida, con sus verdades y sus sueños.
En este conocimiento está tendida América, de sur a norte. En ese cielo
de paz y de instinto que cruza de voces a nuestro continente indígena,
es preciso ubicar a este libro pequeño y seguro. Mientras allá en el
viejo mundo, todo vela por obra de tantas infamias, y en medio del
incendio se busca la fórmula precisa del porvenir, aquí hay todavía un
antiguo descanso... ¡Ojalá permanezca! Y que sea aquí en América donde
siga siendo verdad la sencillez de estas obras, y no se trate de elegir
entre culturas, sino de levantarse, lavarse la cara, mirar el sol de
frente, trabajar, y si acaso, —esto es urgente— pelear contra el
poderoso que nos quiera robar la hacienda o la paz, que ya no son de
nosotros, sen de algo más sagrado, del porvenir renovado del mundo.
Sin duda esta conciencia meditada del valor de nuestra sencillez no ha
sonado, no podía ni debía sonar en la obra de Juan Mario Magallanes.
Algún torpe quizás se lo reproche. Pero estamos seguros que habrá de
oírse en el futuro. En tanto, ese artista pundonoroso, independiente del
coro oportunista, e independiente además, —virtud y honra—, del propio
capricho ahincado en la pequeñez, con que tanto escritor labra
pacientemente su gloriola, nos deja LA MARISCALA, como une auténtica
memoria de la toma de posesión del hombre sobre la naturaleza.
Vendrá un día, —repetimos, es urgente—, en que nos acerque junto con
muchos más, la toma de posesión del hombre sobre su personalidad, sobre
su destino superior.
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