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Prólogo de "La Mariscala", libro de Juan Mario Magallanes
Cipriano Santiago Vitureira

 

"En la misma sencillez espiritual del labriego estriba la dificultad que muchos de los escritores regionales no logran vencer. Hay un proceso de adaptación, de desdoblamiento, podríamos decir, que no todos son capaces de realizar".

Esta sencilla verdad que estampa Préndez Saldías en su juicio sobre LA MARISCALA es una verdad vibrante luego de leído este libro que se distingue, en primer término, por ser un proceso plástico, parcial, un relieve del campo y de sus hombres.

En un paisaje visto con la sobriedad con que el propio paisaje podría verse desde sus charcos de agua, con nubes y con calma; en un paisaje nuestro, se mueve la vida, la acción, la más normal y más clara y, diríamos, sobreviviente vida de nuestros campos tradicionales, en el culto a la bonhomía y a la reciedumbre, a un tiempo mismo reveladas, como en el árbol la serenidad y la fecundación. Marco y fondo, estampa y ser, barro y vida, todo entremezclado dulcemente porque en

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esta obra, al lado del pájaro que canta su conquistado goce, muje la bestia tristemente; y porque está junto al amor, con absoluta naturalidad, el hecho tosco e inocente que le espanta...

Este libro de relatos hecho con un material desde todo punto elogiable llega así para nosotros a ese plano profundo en que, a la vez que se destaca la verdad del hecho, detenido o estático, por ser creación artística, es decir, espiritualidad, logra revelar también una acción superior, vagabunda, intensa, desde que destaca el equilibrio emocionante entre dos realidades.

Porgue realismo no es la reproducción precisamente, sino lo que está por debajo de las palabras habituales y de los hechos mismos, ayudando a que éstos nazcan: es esta comunidad de amor de la naturaleza y el hombre, esa misteriosa existencia que corre dentro de las anécdotas para hacer crecer sobre ella misma todos los hechos distinguidos, simples accidentes del espacio. Aquí, especialmente, en la misma sencillez antigua de los hechos, casi remansos del murmullo por debajo y tonos del silencio campesino por arriba, en su misma intrascendencia equilibrada, se revela esta naturalidad de sueño en el paisaje, de paisaje en el hombre...

Nosotros no hemos leído una sola de estas crónicas, por otra parte de una magnífica unidad, sin hallar manantiales de emoción humana en medio de la naturaleza, y líneas de horizonte frente a las vidas tendidas en la inmensidad —ambas prolongaciones legítimas del acontecimiento, aventuras de su pobreza—, como si las leyes que manejan a las cosas manejaran los espíritus, y los mismos espacios que ocupan los montes fueran habitados por la comprensión o el instinto liso y puro de los hombres...

Y es que debe ser así, porque el arte es el resplandor de la verdad como dijeran los siglos.

Este ajustado estilo de Magallanes, sin los espejismos criollos tan usuales, frases densas entre cosas casi sin valor, pero valorizados en la relación de unas con otras, —tal el material mismo de la casa campesina y la rudeza llena de alma de cada arruga del trabajo—; este apretado decir sencillo, trasciende ya no en la objetividad misma, —en cierto modo fácil si fuera más pictórica y en mucho difícil por su desnudez y sobriedad—, sino en la amorosa complacencia del autor, de este austero escritor y poeta que no sabe él mismo cuánto de su guitarra cordial, de su cariño viril, de su fraternidad ancestral con el campo, hay en cada párrafo, en cada nombre, en cada silencio.

En esa comunidad entre el ser y el ámbito, ambos igualmente significativos aquí, porque en la hora y en el breve escenario de este libro, no estaban en conflicto; en esa paz de burguesía colonial sin hondura trágica, ni moral, ni intelectual, la trascendencia artística se logra por el sentimiento del autor, aún en la ausencia de comentarios expresos y de sentimentalismos literarios: una especie de comprensión profunda en cada ser y cosa, en cada hecho; como la vida misma cuando empieza a reconocerse y no hay sino la urgencia de vivir, inocentemente repartida o convocada entre las horas y las ocasiones.

Y es que la hora social del libro determinó esa claridad un tanto seria, que es preciso distinguir y apreciar en su justo sentido.

Después del campo de los patriotas legendarios que hicieron de su vida un puñado de ecos y de sus montes un erizamiento de insomnios, después del campo de los caudillos y de los héroes nacionales, de aquel legítimo y hermoso despertar que alienta tan alto en Acevedo Díaz novelista, quedó sobre el cansancio de la tierra hollada, todo a lo largo, la necesidad y el sueño de amarla lentamente con calidad de años y de destinos... Porque después de cada etapa social cumplida trágicamente, la reflexión y la claridad podrían hacer puro y definitivo el orden a que el hombre aspira y que la naturaleza le ofrece. Siempre el equilibrio.

Pero hay otro orden sucio de infamias o tropiezos que maneja las injusticias, un oscuro orden del capital, internacional y nacional, que hace y deshace nuestro pequeño mundo bien amado.

Ese orden de infamias nos deshizo al fin —¿quién lo duda?— después de etapas de más o menos serenidad, mezclada con justicia y conformismo, aquella paz moral e institucional varias veces conseguida, que declarábamos propicia para el progreso permanente.

El dinero de los oscuros dueños de la economía mundial que rechazara Artigas único y solitario, y que luego de tanto accidente histórico contribuyera con la colaboración de nuestros héroes más pequeños, a desalojar a España de su imperio colonial, puesto después a crecido interés y largas concesiones legales entre nosotros, fundando empresas y "concediendo" empréstitos, permitió un gran impulso progresista en nuestra incipiente centralización política y económica. El feudalismo en el campo —cliente y aliado del capitalismo ciudadano—, vivió feliz su compadrazgo espurio. Y en un principio, el relativo bienestar pintoresco del paisano, sustituyó a su ancestral costumbre de heroísmo... El inglés del ferrocarril permitía con sorna muy racial, que el gaucho de tanta literatura nuestra y ajena, se burlara en los fogones, de aquella "luz mala"; lo permitía concediendo su pretendida libertad, porque de esa manera se llevaba sin sobresaltos nuestras vaquitas... Esto fue Reyles en la literatura vernácula, desde su torre de honor y orgullo feudales.

Así se conformó un tiempo el trabajador del campo que fue quedando allí, para ayudar el progreso de la nación, burlarse de los "gringos", mantener todavía algo de su prestancia de centauro en las faenas y recoger del silencio y de la severidad los dos grandes ademanes interiores de su espíritu. Y para nacer de nuevo cada vez que nacía, entregándose a la región, como de paso, en cumplimiento de poderosas leyes de la naturaleza, siempre bajo la palabra del cielo y de la tradición, pausada y sentenciosamente traducida por el severo caudillo. Cuando aún en ese verde variado de las cuchillas no se sentía la necesidad del dolor último del paisaje para regarlas, estuvo ese trabajador patriarcal y servil, primitivo hijo del héroe, y su admirador y su trovero...

Pero después vino la brutal ofensiva burguesa y el alambrado y el tirano... ¡Triste historia de América convulsa! La pastoril sociedad de tribus o de feudos, debía morir no sin grandeza, puesta de pie muchas veces ante el centralismo estadual, primero despiadado, luego domesticador, primero tiránico, luego a su manera institucional, proceso salpicado de guerras y elecciones, de rudezas y de miserias, en el cual nacía una nación, y donde las razones esgrimidas no siempre eran razones y las pasiones levantadas no siempre eran hermosas... ¡Lo fundamental y decisivo era la sangre!

Latorre y sus herederos políticos, inventores de leyes cuando querían y aplicadores de textos cuando convenía, resolvieron despiadadamente el conflicto económico planteado entre los señores de vidas y haciendas y el pobre gaucho abandonado muchas veces hasta por su caudillo, pero lo resolvieron en contra del paisano, que pobló a la fuerza las cárceles y los cuarteles. Esto en toda América representa Martín Fierro y aquí se grabó con legitimidad literaria en el mejor Sánchez, en el primer Javier de Viana y con sentido histórico solamente, en algunos episodios del pintoresco teatro primitivo de Juan Moreira y Juan Soldao.

El representante del Estado se apoyó primero en el leudo para derrotar al pueblo valiente, como se apoyará después en el pueblo manso para destrozar al caudillo. La misma historia de toda evolución estadual.

Así otra etapa de paz llegó después presidida por el espíritu de Batlle, quien cumplió los restos de la tragedia final señalada. El capital nacional y sus servidores de siempre, en lucha con el extranjero, victoriosos maravillosamente durante dos décadas, lograron un período feliz de equilibrio económico en las capitales, de paz pequeña, miserablemente retaceada, pero legal, en el campo... Sin embargo, a pesar de 1904, a pesar del adelanto luego institucional y estadual, el problema del latifundio estaba en pie, y poco pudo hacer el pueblo ciudadano detrás de aquel esforzado hombre público, para liberar su desgracia... Por eso, todavía hoy, en esta terrible venganza del capitalismo internacional contra el nacional, —intentada y esgrimida muchas veces sin éxito cuando Batlle—, en esta traición a la patria que fue el golpe de Estado de 1933, se hacen más evidentes los deshechos de aquel problema urgente, desolador y americano...

En cada período de cansancio, de paz vencida o conseguida, la tierra siempre materna perdona golpes, sangre e incendios, pero sobre ella los restos buenos y malos del pasado se confunden con los arrestos del porvenir. .. Muerto Batlle, mientras de sus liceos salía una juventud ávida de verdades, la ciudad se adormecía ante la ofensiva confusionista de los empresísmos y el peón de estancia vagaba desesperado por los caminos blancos; muerto o detenido políticamente en los diez años que precedieron a su vacío, una informe realidad social era el panorama general del país.

Así quedaron en medio de ocasos los caudillos, más pequeños a cada generación; los espíritus anárquicos primitivos, contrabandistas algunos, asesinos extraños otros, matreros buenos y matreros salvajes; y quedaron también entre ellos esos estampones trágicos, solos como monumentos, o como árboles, que pudren la conciencia humana desde los Pueblos de Ratas. Es decir, todo aquello tremendamente verdadero de nuestro campo, que nutre la magnífica obra de Zavala Muniz.

Manteniendo la paz, la tradición y la soledad, también quedaron los estancieros hereditarios, perdiéndose unos en el desconcierto del progreso, quedándose los más serenos y pequeñísimos, al margen de luchas de relación o colectivas... Unas carreras, un baile, una doma, una yerra, tales los acontecimientos.

Aquí del dulce y tranquilo libro de Magallanes, aparecido en su primera edición en 1931, después que otros escritores (Montiel Ballesteros) relataran la ingenuidad moral del paisanaje, y antes que alguno (Espínola) denunciara la podredumbre del arrabal del pueblo. Juan Mario Magallanes, como Ipuche en cierto aspecto lírico, abre un oasis, un típico oasis colonial-burgués, en medio a la laxitud de entonces que nosotros sabemos hoy desesperación definitiva. Oasis no de mediocridad humana, porque el autor es un artista y ama al hombre; sino de vulgaridad de existencias, de una vulgaridad que todavía puede sentirse, hasta ansiarse, y que en esta triste hora en que escribimos casi sería un ideal, sí no fuera que sabemos cuánto contribuye esa existencia media a la estabilización general de la injusticia para los más.

Aquí, pues, un libro pacífico. Y esa su trascendencia. La de su espíritu, la de sus episodios, la de su estilo.

Un hombre sano, calmo, esforzado y simple, recoge al escritor y a su amigo a la llegada a la estancia, como el cielo sus ojos, como el campo sus huellas, como el río sus palabras, como las bestias sus silencios, haciéndolos suyos para la eternidad o, pudiera decirse, para extraño destino... Tan suya hace el campo la vida dorada de sus huéspedes y tan poderoso es el aire rudo, y tanto quiebra las fórmulas ciudadanas y desnuda al hombre, que al cabo de los años puede volverse al campo con la total seguridad de hallar en su cielo las propias miradas puras, en el río las palabras claras, en los animales los silencios infinitos, y en el campo mismo las huellas humanas, nuestras idénticas e igualitarias huellas eternas, sustantivas...

Este es el espíritu nostálgico y afectivo del autor. Se podría volver en ocasiones a este Juan María con la certidumbre de hallarnos en él con nuestro sentimiento de hombres bien templado y nuestra emoción de hombres bien crecida. Secreto éste que sabrá ser revelación para el lector de la ciudad que ha dejado raíces por el campo perdido...

Es muy hermosa la primera noticia de estos personajes que nos permiten andar entre ellos con camaradería. En "horas temblorosas de nostalgia y de misterio", la emoción va y vuelve, como el mismo amargo, el cucharón de tiempo, desde una cosa a otra, desde un espíritu a otro, en el ala pausada del color que se desvanece, en el vuelo dormido del pájaro de la tarde... Y en ese recogimiento nace la imagen bella sobre los ojos de una mujer joven, bien regados y maduros: "Los ojos azules de Felicia dan un encanto especial, con algo de misterio, al rostro moreno. Interesan como un velo, sobre su belleza criolla".

Entre estos bellos matices casi sin ocasión, se permite expresar, salmodiar, como en un juego lento de diversas formas que se compenetran, la grande voz del campo, personaje más directamente puro, más instintivo, más simple aún que los humanos. Y ese personaje, el campo, penetra también sin limitaciones, y conversa a través del cielo que cae o de las bestias que pasan como sombra movediza por la escena, dejando su natural temor que los hombres recogen como un eco inferior. Ritual y misterio, dice el artista ante el presagio que pasa.

Así es el pórtico, y así todo lo demás. A veces los hechos a plena luz, en primer plano —"Las Carreras", "Lección"— hacen un ambiente más animado, más mediodía en el color campesino de las costumbres; pero esos hechos son lisos, patriarcales, muros acaso con que señalar el paso de las horas o de las emociones que en ellas van jugando, como la luz en el pecho del agua...

En "El Guacho" la tragedia de la naturaleza animal en crisis, de la vida que habla un poco más fuerte que de costumbre, es una incidencia simple que aquí se vuelve grande, porque el alma del artista ve el episodio desde el corazón de esa vida huidiza y lo describe extendido sobre la soledad del territorio, soledad que se va aminorando en una perspectiva inferior del paisaje, hasta caber en los ojos mansos de súplica del animal moribundo. Queda al fin el episodio tan sin nada, que puede volcarse —siempre el equilibrio—, en la familiaridad de un comentario tranquilo o en el travieso cambio que origina en los ojos de una criolla, la que sirve el vino reconfortante "como una caricia inesperada". En "La Caída" no sabemos qué admirar más: si la certeza evocadora con que crece el amor romántico o juvenil, o la verdad cruda con que se espanta, instinto nuevo, ante un hecho banal; si la creación del silencio campesino o el ruido del ebrio y de sus heroicidades biológicas ante la noche...

Magníficas las páginas claras de un almuerzo en "Las Carreras" y el relato total que le sigue.

Pero hay un cuento intitulado "Una Rodada", que señala el punto superior en calidad y en grandeza literarias.

Casi sin asunto: un paisano recorre el alambre en busca de un hueco por donde huye el ganado o se lo roban. Le sigue un zorro ladino con el turbio campanillazo de su risa burlona. En un rapto de furor, el paisano se vuelve contra él y al rodar el animal que monta, cae debajo y vive mortales momentos de angustia. Nada más y nada menos. Primero la serenidad y la gracia en el campo y en esos tres seres, todo en un diálogo teatral, animado y presente. Después el incidente desgraciado y luego la agonía y la soledad que vienen a poblar de dolor el relato... Más tarde una araña, las horas, la liebre, el recuerdo, el yuyal que crepita, la lástima, la gran lástima total de sí mismo... hacen de este episodio un trozo humano tan noble en su sencillez y en su armonía que nosotros no vacilamos en incorporar estas páginas a la mejor literatura que hemos leído.

Estamos, pues, frente a un hermoso libro. Obra nacida de la realidad y controlada por un delicadísimo espíritu, no trasciende en sí aspectos psicológicos difíciles, ni estados místicos, epopéyicos o ideológicos. Obra de material positivo, de documentación natural, de factura humildemente seria, es ejemplo de ejemplos así en su honestidad, sobre tanto error lírico, tétrico o cómico que ha andado campeando guaranguerías "criollas" por nuestra literatura en prosa y verso.

Muchas veces cuando las novelas piensan, dice Thibaudet, se olvidan de vivir. Aquí no hay pensares, hay solamente sentires, libro que es trozo de vida eglógica alejada de todos los ecos que no sean de su propia grandeza física.

Si intentáramos ubicarlo en medio a la reciente literatura europea, no le hallaríamos cabida. Habría acaso que trasladarse al relato de "estilo físico" de mediados del siglo pasado, o esperar a que pasada la tragedia actual, pueda florecer la que deberá llamarse literatura sustantiva.

En cercano ayer, el pensamiento europeo y universal vivió una desesperación de acomodos, apropiación y agotamiento, de todo lo que era una verdadera liquidación de una época social y su cultura. "Bríc-a-brac" de una poderosa riqueza burguesa, humana, espiritual, cada autor recoge un cacharro y se lo lleva como un ladrón a su casa y adorna con él el rincón más sereno o firme de su personalidad. Avanzada de los mirajes más difíciles, la literatura vivió apresuradamente antes de que feneciera la civilización de la maravilla individualista transformada en maravilla de egoísmos... Mañana, sin duda, habrá de volver a las verdades substanciales, presagiando, conociendo, en la tierra, en los sentimientos, lisos, en la condición humana rediviva, en la sociedad organizada sobre el hombre colectivo total, los atributos eternos y trascendentes de la vida, con sus verdades y sus sueños.

En este conocimiento está tendida América, de sur a norte. En ese cielo de paz y de instinto que cruza de voces a nuestro continente indígena, es preciso ubicar a este libro pequeño y seguro. Mientras allá en el viejo mundo, todo vela por obra de tantas infamias, y en medio del incendio se busca la fórmula precisa del porvenir, aquí hay todavía un antiguo descanso... ¡Ojalá permanezca! Y que sea aquí en América donde siga siendo verdad la sencillez de estas obras, y no se trate de elegir entre culturas, sino de levantarse, lavarse la cara, mirar el sol de frente, trabajar, y si acaso, —esto es urgente— pelear contra el poderoso que nos quiera robar la hacienda o la paz, que ya no son de nosotros, sen de algo más sagrado, del porvenir renovado del mundo.

Sin duda esta conciencia meditada del valor de nuestra sencillez no ha sonado, no podía ni debía sonar en la obra de Juan Mario Magallanes. Algún torpe quizás se lo reproche. Pero estamos seguros que habrá de oírse en el futuro. En tanto, ese artista pundonoroso, independiente del coro oportunista, e independiente además, —virtud y honra—, del propio capricho ahincado en la pequeñez, con que tanto escritor labra pacientemente su gloriola, nos deja LA MARISCALA, como une auténtica memoria de la toma de posesión del hombre sobre la naturaleza.

Vendrá un día, —repetimos, es urgente—, en que nos acerque junto con muchos más, la toma de posesión del hombre sobre su personalidad, sobre su destino superior.
 

Cipriano Santiago Vitureira
 

La Mariscala - Evocaciones Campesinas - Libro de Juan Mario Magallanes

Editorial Maat - Montevideo - 1941
 

Digitalizado e incorporado a Letras Uruguay, por su editor, el día 16 de octubre de 2015. Twitter: @echinope

o email echinope@gmail.com  (Autorizado por la sobrina)
 

 

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