“Cuaderno de San Martín” – Jorge Luis Borges - Reseña de Cipriano Santiago Vitureira.

Alfar, Montevideo, Año VIII, Nº 67, julio 1930.

Jorge Luis Borges, conocido y autorizado escritor de la vecina margen, ha querido, y logrado en parte, traducir al lenguaje poético los sentimientos simples que el pasado anecdótico –la historia del barrio, la creación del cementerio, etc. – deja en los ojos negligentes del poeta.

Veremos ahora por qué dijimos sentimientos fáciles y pasado anecdótico ante los vagarosos ojos del autor.

Frente a la historia, a un episodio de la historia, Borges siente despertar una mirada antigua en sí mismo y revive, como si los hubiera presenciado, algunos detalles que hacen más emotivos estos poemas.

“Una cigarrería sahumó como una rosa la nochecita nueva, zalamera y agreste”.

Sucede con estos versos lo que con esas veladas hogareñas, en que nuestros padres relatan las peleas a facón en los arrabales, al apagarse las luces en las “academias” o alguno que otro momento en que la emoción de los relatantes pequeña por lo simple, pero grande por lo vivida, se trasmite a nosotros, atraídos por el gusto hacia lo pintoresco y realista de los detalles. Es eso mismo simple que sucedió hace poco en Montevideo, cuando una comparsa carnavalesca hizo rodar un imperceptible temblor por toda la ciudad, al evocar con cantos totalmente sencillos, la muerte de un barrio intenso.

“No faltaron zaguanes y novias besadoras. Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.”

En “Elegía de los portones” que creemos es la mejor poesía evocadora de este pequeño libro, se destaca agudizado el sentimiento, porque el que escribe es un poeta y siente movidas como en hondas de belleza las cosas que los demás ven sin vibración alguna.

“Esta es una elegía

que se acuerda de un largo resplandor agachado

que los atardeceres dejan en los baldíos.

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Y veredas de guapos en que flameaba el corte,

Y una frontera humosa de silbidos.

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Los carros de costado sentencioso.”

En Villa Ortúzar, que es un ejemplo más de este inclinarse hacia el pasado, hay, además de lo pintoresco y de lo real, que ya consignamos, otra emoción nueva, ya un poco más sutil: la de la poesía de aquella vida bohemia de los arrabales; porque Villa Ortúzar, aunque actual todavía, no es más que un resabio del pasado emotivo de que hablábamos:

“donde la luna está más sola,

y el deseo varón es triste en la tarde.”

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la oración huele a caña fuerte

y la desesperación se mira en los charcos...”

Es ese sentimiento que confunde tan clásicamente la vida del arrabal y aún la del malevaje, con la de los poetas y los idealistas políticos; todos seres bohemios en sí, aunque accidentalmente pueda cualquiera de ellos nacer y continuar perfectamente sociable; todos seres al margen de la ley, porque todos viven en el desorden preciso a sus fuertes instintos o en el desorden vital a la personalidad o a la creación más pura.

Y bien; frente a ese sentimiento que llamamos simple porque no está agudizado en el análisis, puesto que el autor no nos transmite de él sino la guresa expresión pintoresca de donde nace; frente a ese sentimiento que llamamos sencillo porque el autor nos da casi el pretexto sólo de su sentir, lo exteriro, para que los que tengan lo que él tiene dentro, puedan interpretar lo que él también diría..., destaca este libro el soberano descuido del autor, que al lado de un hallazgo con que parece desentrañar el sueño de las cosas, o por lo menos embellecerlas, –que puede que sea lo mismo–, nos presenta una nota vulgar, cuando no de mal gusto, como si el autor se identificara demasiado con el humilde sentimental que quiere representar. Así con lo hermoso:

“Y fue por este río de sueñera y de barro

que tenía cinco lunas de anchura”...

[lo incomprensible]

“entre los camalotes de la corriente zaina”.

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un almacén rosado como revés de naipe.

Palmera la más alta de aquel cielo

y conventillo de gorriones.”

Al lado casi de la dulzura sentida frente al recuerdo del jardín hogareño, porque “el dormir de tus árboles y el mío, todavía en la oscuridad se amalgaman”, lo siguiente:

“Jardín: yo depondré mi oración

para seguir siempre acordándome;

voluntad buena de dar sombra

fueron tus árboles.”

Nosotros hallamos en estos giros de Borges, la misma negligencia de un autor nuestro: del Silva Valdés de la segunda época, porque el de ahora debe olvidarse; y esa semejanza formal puede que sea la expresión clara de la hermandad que vemos en la clase de sentimiento con que ambos enfrentan a las cosas. Es ese querer darle a los objetos o a los paisajes, –uno al arrabal, otro al campo–, un sentido humano, y ese darle con palabras sencillas, con conversaciones, con metáforas a veces infantiles porque en ellas se agrandan o deslíen las cosas para hacerlas semejantes a otras humanizadas ya. Dice Silva que el mate “pasa como un centinela con la bombilla al hombro”; y Borges también:

“Cúpulas estrafalarias de madera y cruces

[en alto   

se mueven –piezas negras de un ajedrez fi[nal– por tus calles”

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“Palermo desganado, vos tenías

un alegrón de tangos para hacerte valiente,

y una baraja criolla para tapar la vida

y unas albas eternas para saber la muerte.”

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“El almacén, hermano del malevo,

dominaba la esquina,

pero tenías cañaverales para hacer lanzas

y gorriones para la oración.”

Sin embargo, de estas semejanzas de expresión y de tibiezas, no creemos que nuestro autor pertenezca a la clase de escritores más o menos populares. Y vamos a razonar nuestra creencia mientras evocamos los mejores poemas de este libro.

A través de la lectura emocionada que hemos hecho de “La noche que en el sur lo velaron” y de “A Francisco López Merino”, entrevimos el camino lógico de este poeta, camino que parece ser el de lo profundo, lo hondo, lo que pide toda la entraña, toda la sangre lírica del poeta; camino que cansa la frente y los ojos; camino que, por extraña paradoja es el más elevado de todos, siendo el más profundo también. Esta senda puede seguirse, ya sea enfrentándose directamente al misterio o al sentimiento hondamente conturbado, como en el poema al amigo suicida...

“El deshonor de las rosas que no supieron demorarte...” o mirando esas pequeñas cosas con que parece tener nuestro autor bella confianza sentimental.

“Pienso en ellos y pienso también, amigo es

[condido,

que tal vez a imagen de la predilección, obra

[mos la muerte,

que la supiste de campanas, niña y graciosa,

hermana de tu aplicada letra de colegial

y que hubieras querido distraerte en ella como

en un sueño

en el que hay olvido del mundo, pero amistoso...

Son cantos sobre lo más trágico de lo pintoresco. Hay una dulzura de resignaciones y una comprensión humana muy tierna que hacen de este poeta el futuro cantor de los lugares de dolor y de humildad, donde se puede ver al tiempo pasando descalzo, o sentir una mirada húmeda suspendida sobre nuestras frentes febriles, sin que sepamos nunca si es un beso o una lágrima...

Y para finalizar, agreguemos que Borges pertenece a la escuela de Evaristo Carriego, pero modernizado y personal en cuanto a la fineza y penetración de su numen. Porque el compás de sus alas no puede aquietarse para contemplar fuera de sí lo objetivo o lo pictórico. Sólo logrará estarse, como las naves, balanceando su velo frente a las inmensidades... o, mejor aún, como los cuadros humildes, inclinando su duda o su conmiseración, hacia la mesa vacía o hacia el zaguán sórdido donde se solidifica el frío de los niños y donde tiene más ecos el paso del carro fúnebre, como si hubieran rancas conversaciones mutuas...

Reseña de Cipriano Santiago Vitureira
Alfar, Montevideo, Año VIII, Nº 67, julio 1930

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